NACIÓN
SEMANA está en Ucrania: Salud Hernández-Mora llegó al corazón de la guerra
SEMANA está en Ucrania para seguir sobre el terreno la tragedia de sus habitantes. La periodista Salud Hernández-Mora atravesó la frontera con Polonia y llegó al país que está sufriendo el flagelo de una cruenta guerra.
Mientras el planeta seguía con angustia y terror el ataque a la central nuclear de Zaporiyia, la mayor de Europa, un nutrido grupo de ucranianos de diferentes edades aguardaban pacientes a que abrieran las puertas para subir al tren en la estación de Przemysl, Polonia y llegar a Lviv, en Ucrania. Primero debieron esperar un par de horas, soportando una temperatura gélida, a que bajaran decenas de madres y niños que huyen de la guerra, de los mismos vagones que luego ocuparían.
Debí ser la única que compró el tiquete la noche anterior en Cracovia porque nadie lo pidió. “Es gratis por la guerra”, me dijeron luego, y, en todo caso, solo me costó 3,5 euros. En el trayecto, de unos 100 kilómetros, por unas llanuras de pueblos apacibles y árboles desnudos por el invierno, nos cruzamos con dos ferrocarriles, tan vetustos como el nuestro, abarrotados de los pequeños y sus progenitoras en busca de refugio en Polonia y otras naciones europeas.
Ver a tantos niños abandonando sus vidas felices sin saber cuándo podrán retornar a sus hogares, y si les quedará algo a lo que volver cuando la agresión acabe, causa una mezcla de indignación y dolor, que se siente en el vagón de asientos de madera en el que nos apiñamos. La visión refuerza aún más la decisión de Lidia, ucraniana que trabaja en España desde hace dos décadas y regresa a su ciudad para acompañar a sus hijos y nietos. “No tengo miedo a nada, ni al ataque a esa central nuclear ni a lo demás. Solo quiero estar al lado de mi familia”. Sus dos hijos, nueras y cuatro nietos siguen en sus casas de Lviv hasta que se vean obligados a huir.
Su compañera de asiento y amiga, Alina, emigrante y cincuentona como ella, también retorna a Lviv porque prefiere correr el riesgo de sufrir un ataque ruso a la angustia de vivir en Madrid pendiente de una llamada, de las noticias. “Ya no podía trabajar ni dormir y quiero quedarme con mi mamá, está enferma, no puede caminar. Si la matan a ella, que me maten a mí con ella. No la voy a dejar sola cuando mi hija y mis nietos tengan que refugiarse en Polonia”, puntualiza.
Pero ninguna de las dos se conforma con acompañar a los suyos. Desean poner su grano de arena en la lucha contra los rusos. “Puedo cocinar para los soldados o hacer otro trabajo, hay otras maneras de ayudar”, ofrece Lidia. Y Alina apunta que también colaborará de la forma que pueda con tal de derrotar a Vladímir Putin y su obsesión por someter a Ucrania y provocar un éxodo tan masivo. “Queremos libertad, no seremos como Bielorrusia, que tiene un Gobierno títere de Moscú, ya basta, estamos cansados”, asegura con rabia.
Otro viajero cuenta que estaba de vacaciones en el mar Rojo, en Egipto, y decidió recortar la estancia, subirse a un avión y volver a Ucrania para unirse a la resistencia. “Le aseguro que las chicas jóvenes que ve en el tren, que estaban fuera de Ucrania por alguna razón, se van a apuntar al Ejército”, afirma.
Mientras hablan, pasamos la línea divisoria entre Polonia y Ucrania sin enterarnos. Es un paisaje parecido, pueblos chiquitos de casas de tejados inclinados e iglesias ortodoxas bonitas. Solo cuando nos detenemos ante un edificio impersonal y grande y suben al vagón cuatro militares muy jóvenes, dos de ellos armados con un AK-47 colgado a la espalda, nos damos cuenta de que entramos a la nación que Rusia ataca.
Recogen todos los pasaportes y desaparecen. Al cabo de un buen rato nos lo devuelven y seguimos la marcha.Sorprende la tranquilidad con que los pasajeros afrontan el siniestro futuro que les espera y las ansias de la libertad que transpiran por todos los poros. Están convencidos de que depende de ellos, de su arrojo y valentía, conseguir que Putin no los esclavice.
Aunque aprecian la solidaridad de los polacos y otras naciones, saben que solo los ucranianos están dispuestos a dar la vida por su país. Y si bien son conscientes de que Rusia parte como ganadora sobre el papel por capacidad armamentística y número de efectivos, no dudan de que a la larga vencerán.
Hasta el momento, están causando numerosas bajas a sus enemigos. La más importante ha sido la del general Andréi Sukhovetsky, en circunstancias aún no claras. Al principio circuló la noticia de que lo había abatido un francotirador, pero no está confirmado. Había combatido en Chechenia, Crimea y Siria, lo que supone una pérdida de gran valor para su Ejército.
Según fuentes ucranianas, serían 9.000 los uniformados enemigos muertos, pero Moscú solo reconoce 498 y otros 1.600 heridos.
Ante la dura resistencia, la impresión es que Putin ha optado por responder con una ola de salvajismo indiscriminado contra la población civil, que causa honda preocupación en el seno de la Otan: “Es probable que los días venideros sean peores. Con más muerte, más sufrimiento y más destrucción a medida que las Fuerzas Armadas rusas usen armamento más pesado, mientras continúan los ataques en todo el país”, indicó el secretario general de dicho organismo, Jens Stoltenberg. “Hemos visto el uso de bombas de racimo y tenemos informes del uso de otro tipo de armas que violarán las leyes internacionales. Parece que quieren destruir a Ucrania”.
Ese afán destructor es el que resulta incomprensible a las personas con las que hablo. “Pasamos más de dos años muy difíciles por la pandemia, estábamos saliendo poco a poco adelante, los jóvenes han sufrido mucho con los recortes en los mejores años de su vida, ¿qué sentido tiene esta guerra?”, se pregunta un obrero que debió emigrar varios años a otros países.
Aunque la esperanza de algunos la cifran en que los propios rusos se opongan a la guerra al ver cómo reducen a escombros innumerables edificios y matan civiles, parte de los ucranianos del común a los que entrevisto, y que conocen bien a su poderoso vecino, resultan más escépticos.
“No se enteran de la verdad de lo que está pasando, eso no sale en las noticias de allí”, es una frase que repiten. Y razón no les falta. La posibilidad de que al menos por redes sociales pudieran seguir lo que ocurre se desvanece con las medidas que adoptó este viernes el ente que regula las comunicaciones rusas, Roskomnadzor. Ya ha bloqueado Twitter y Facebook. “El 4 de marzo se decidió bloquear el acceso a la red social Facebook, controlada por Meta, en el territorio de la Federación Rusa”, señala su comunicado.
También hay que descartar por completo una intervención de la Otan en el espacio aéreo ni con soldados en tierra. Deben evitar elevar la tensión con una potencia nuclear que tiene al mando a un exagente de la KGB con nostalgia del Imperio soviético y empeñado en anexionar Ucrania a su vasto territorio, a cualquier precio. “Sería la tercera guerra mundial”, repite una y otra vez Josep Borrell, alto representante para la política exterior de la Unión Europea.
No sorprende, por tanto, que haya voces que pidan que alguien quite de en medio a Putin, considerado la única mente capaz de seguir ordenando una secuencia de atrocidades, cada vez mayores, ante la desesperación que le causa no haber logrado una victoria rápida y contundente en la guerra exprés que había imaginado.
El senador republicano Lindsey Graham propuso que “alguien en Rusia” asesine a Putin para “prestar un gran servicio al mundo”. Y aunque, como era de esperar, el ejecutivo ruso consideró las declaraciones “inaceptables e indignantes”, las dos ucranianas antes mencionadas, Lidia y Alina, ya habían contemplado la misma opción como la única salida para que cese pronto el martirio de su pueblo.
Cuando arribamos a Lviv, una ciudad señorial de una historia marcada por las invasiones y las atrocidades de varias guerras, ya es noche cerrada, y la iluminación, escasa. Pero hay carros, circulan tranvías y los hoteles están llenos, en parte por los periodistas y porque en todo Lviv calculan como unos 50.000 refugiados venidos de otras localidades y algunos pueden costear el alojamiento.
“Aún hay algo de vida aquí. No sabemos hasta cuándo”, me dice Ígor, un abogado que me recoge y trabaja en Kiev. Advierte que debemos darnos prisa para que tenga tiempo de llegar a su casa antes del toque de queda. “Suele sonar la sirena antiaérea al día, pero hasta ahora no han bombardeado”.
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