Reportaje
Siloé: viaje a la entrañas de la protesta en Cali
SEMANA estuvo en las entrañas de la protesta social, en el sector más convulsionado de Cali en medio del paro nacional. Habló con los jóvenes que a diario taponan vías y que salen a enfrentar a la fuerza pública. Y también con sus madres, que están dispuestas a todo para protegerlos.
Están en la banca, expectantes para salir al escenario y defender a sus hijos. Son 30 madres, aguerridas mujeres dispuestas a salirle al frente y atravesar a quien intente atacar a sus jóvenes. Esta semana, en medio de las confrontaciones con la Policía tras uno de los paros más fuertes en la historia de Cali, ocuparon la primera línea de enfrentamiento y no permitieron que el Esmad estuviera en disputa con ellos. La violencia en medio del paro nacional ha dejado en Siloé el saldo más triste: el alcalde habla de 18 muertes para investigar durante las jornadas.
Ese día, en fila, muchas mujeres se fueron sumando. “Resistimos”, le cuenta Carmen a SEMANA. Algunas usaron piedras; otras, palos y garrotes. Unas más gritaron “Resistencia”, mientras la Policía les imposibilitó la recuperación del terreno. Las madres de Siloé permanecen en la glorieta de ingreso al sector. No están armadas, pero tienen valor. Anuncian que si la Policía intenta penetrar la protesta, como ocurrió el 3 de mayo, se agarrarán de las manos y lo impedirán. “Ellos no son capaces de tirarnos”, coinciden. Una rotonda divide la frontera entre una estación de Policía y la infinidad de una comuna que parece un pesebre, descolgada sobre una montaña y adornada con una estrella gigante que enciende sus luces cuando se oculta el sol.
Llantas quemadas y ramas sobre la vía sirven de barricadas e impiden la circulación. Evangélicos y cristianos danzan y cantan, mientras los jóvenes de la primera línea prestan seguridad. ¿Primera línea? “Sí, así”, responde Andrés. El grupo lo integran jóvenes rebeldes de los barrios. Algunos tienen antecedentes y pertenecen a pandillas urbanas, otros no. Juntos mantienen contra las cuerdas a la fuerza pública. Aparecen sorpresivamente y taponan vías, avenidas, entradas y salidas. Así convulsionan la ciudad. ¿Qué se esconde detrás de ellos? ¿Quién los financia? En algunas calles, la primera línea porta cascos amarillos y blancos.
Los de Siloé parecen distintos. Kevin, 25 años, delgado, moreno y rasgos fuertes que deja al descubierto tras quitarse una capucha negra, atiende a SEMANA mientras almuerza escondido detrás de su escudo, una señal de tránsito que derribó y le soldó la agarradera. “Pueblo unido jamás será vencido. Resiste Siloé”, se lee en su armadura. Lleva desde el 29 de abril expuesto al peligro. Porta botas de caucho, un casco de bicicleta y rodilleras de patines que no lo cubren porque son para niños. Las compró en 1.300 pesos, de segunda.
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Su cabeza despojada del pasamontañas, desnuda ‘P1’, simbología de la primera línea, cubierto con cabello en medio de su calvicie.Este grupo despierta euforia. Muchos jóvenes de Siloé quieren unirse. Pero ¿quién es el jefe? “No hay”, dice Edmundo González, poblador. Quien muestre fuerza y gallardía toma posesión solo y protege a la comunidad, agrega. Ese es un problema que enfrenta el Gobierno de Iván Duque porque no existe una cabeza con quién negociar.
Y lo más curioso: no tienen claro un pliego de peticiones. Copian la estrategia del Esmad: juntos, con escudos, caminando de lado y de frente, buscando defenderse. Las manos y brazos de Kevin están cubiertos por cicatrices porque devuelve el lacrimógeno cada vez que lo recibe de la Policía.
Tenía guantes, pero se dañaron. Y en un descuido se quemó los dedos al coger un gas y lanzarlo al caño. “No tenía otra alternativa”. En su maleta esconde leche, que se esparce por los ojos para evitar el desespero y la quemazón del gas. También un rayo láser, que dispara directo a los ojos de los policías para fastidiarles la vista.Kevin es indígena, estudió hasta primero de bachillerato y... llora. Se le escurren las lágrimas al contar que su mayor orgullo sería graduarse. Sus padres serían los más orgullosos. Pero no pudo. Se ocupó en el campo para poder mantener a sus hermanas. “Estoy frustrado”, reconoce. También quiso ser músico, pero no lo consiguió. Nadie lo apoyó. Siloé y sus alrededores no tienen policía. El CAI lo quemaron el 4 de mayo pasado.
La fuerza pública, en medio de múltiples tensiones, no tuvo otra alternativa que abandonar el lugar, ubicado en el barrio El Cortijo. El Ejército tampoco se observa en sus empinadas calles. Su patrullaje –de momento– atizaría el estallido social de Cali. Allá, en medio de las viviendas sobre las montañas, se cuidan solos, al menos por ahora. Hay 28 pandillas y oficinas de sicarios, relacionan pobladores y funciona el régimen de las fronteras invisibles. Los barrios se los reparten por grupos de jóvenes, mientras los pobladores, afros, caleños e indígenas, prefieren vivir su día a día más allá de los enfrentamientos entre adolescentes porque son más los buenos que los malos.
La Comuna tiene tres urbanizaciones y ocho barrios, entre ellos Siloé, sectores atiborrados de un comercio envidiable: panaderías, tiendas, supermercados, billares, discotecas, restaurantes. “Allá no falta nada porque todo se consigue”, describe Virginia, quien vive en Belisario Caicedo, un barrio de estrato 3, el burgués. Las calles, en la parte baja, son pavimentadas y las casas son de material. Los corridos prohibidos se escuchan con fuerza desde las tabernas, mientras carros y motocicletas deambulan de un lugar a otro. Hay vida en Siloé, pero en el día, porque apenas llegan las ocho de la noche, los pobladores prefieren resguardarse por seguridad.
A medida que se sube, las calles empiezan a estrecharse, a llenarse de laberintos, callejones oscuros que conducen a otras cuadras y otras sin salida donde reina la pobreza y violencia. Hay escaleras de gran tamaño, en su mayoría coloridas con la bandera de Cali. Arriba, en el sector de La Estrella, todo es más complejo. Hay casas en bahareque, palmicha y unas pocas protegidas por cartón. Las necesidades de los pobladores son apremiantes.
No hay empleo ni oportunidades de progreso. Tampoco seguridad. El retorno de la Policía no será fácil. Los pobladores no olvidarán la noche del 3 de mayo cuando una velatón se salió de control y se convirtió en una jornada de horror. Los jóvenes se enfrentaron con el Esmad y quemaron la estación de Policía.
Al menos tres chicos murieron ese día, aunque colectivos de derechos humanos hablan de cifras más altas. Kevin Anthony Agudelo, 21 años, estudiante de Diseño Gráfico del Sena y jugador de fútbol de Siloé F. C., quedó tendido en el suelo, en el sector del Palo, en medio de los gases. Amigos cargaron al Polaco, como le llamaban, lo llevaron hasta la IPS más cercana, pero murió. Era hijo único. Harold Rodríguez, de 19 años y jugador de fútbol, murió en medio de la confrontación. No participaba en las revueltas. Igualmente, José Emilson Ambuila.
El alcalde de Cali, Jorge Iván Ospina, no solo repudió lo ocurrido. También pidió investigación de los organismos de derechos humanos. Esa noche, más de 20 personas resultaron heridas. SEMANA conoció el testimonio de dos jóvenes de 13 y 16 años que apuntan al exceso de la fuerza de la institución que tendrá que investigar la justicia.Las calles de la comuna guardan dolor, tristeza y recuerdos.
Un mural con el rostro de Kevin Agudelo es apenas uno de los símbolos de la tragedia. Basta con conocer el improvisado, pero nutrido museo de memoria histórica para ver que la comuna tiene tradiciones admirables: los diablos de Siloé, una fiesta de máscaras coloridas que va desde el 31 de octubre hasta diciembre.
Siloé es de contrastes, el ocasional ruido de disparos en las partes altas que ya no sorprende, mientras decenas de jóvenes encuentran en el fútbol su refugio. Escenover Valencia, el entrenador, ha perdido a 13 de sus jugadores en los últimos años. Unos murieron en enfrentamientos con vándalos y otros fallecieron durante el paro por presuntos ataques de la fuerza pública. Él –lo dice sin asomo de duda– no pierde la fe y sigue ocupando el tiempo de los adolescentes en correr detrás de un balón en una improvisada cancha del barrio Venezuela, donde se mezclan el barro y las vacas porque el Estado no ha llegado como debiera.