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“Terror en Caracas”: los inéditos relatos de María Ángela Holguín sobre la tormentosa relación de Colombia y Venezuela
La excanciller lanza un libro de memorias que será explosivo. Relata algunos de los episodios más difíciles de la crisis del vecino país, de su rol en el proceso de paz y del papel de Hugo Chávez y de Nicolás Maduro.
El libro de María Ángela Holguín promete ser uno de los relatos más completos y fidedignos de una relación tormentosa: Colombia y Venezuela. La excanciller es quizás una de las personas que mejor conoce ese país y además vivió como diplomática algunos de los momentos más turbulentos y estructurales de la historia: la crisis, la baja del petróleo, el desplome de esa economía y el proceso de paz.
En “La Venezuela que viví”, de editorial Planeta, María Ángela Holguín cuenta episodios inéditos de lo que vivió cuando fue embajadora del gobierno del expresidente Uribe en el vecino país. Lea uno de los más interesantes capítulos de ese texto:
“Terror en Caracas”
“Hacia la una de la mañana del 25 de febrero de 2003, recién levantado el paro y todavía con la angustia de lo que pudiera pasar, me llamó el cónsul Juan Carlos Posada —quien llevaba poco tiempo en Caracas— a decirme que había estallado una bomba en el consulado en el sector de Chacaíto, municipio de Chacao. Me levanté preocupada y me alisté para salir. El agregado de Policía de la embajada me recogió un rato después y cuando llegamos al consulado me impresionó ver el mal estado en que quedó. Esa era una de nuestras sedes más activas debido a la gran cantidad de colombianos que vivían en Caracas. En Venezuela funcionaban quince consulados colombianos, una cifra alta que superaba en número a los que había en Estados Unidos.
Esa noche, mirando los graves daños que había recibido la sede consular, un edificio de cuatro pisos, con Juan Carlos Posada y con el agregado de la Policía nos preguntábamos de dónde venía la agresión contra Colombia. En ese momento llegó Leopoldo López, alcalde de Chacao, quien permaneció un rato con nosotros y me contó que acababa de estar en la embajada de España, donde había explotado una bomba en la sede de la oficina de cooperación española. Regresé a la casa a las 6 de la mañana, con la certeza de que inevitablemente éramos parte de la confrontación en Venezuela y que en adelante tendríamos grandes dificultades.
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Chávez querría que dijéramos que los responsables de la bomba eran los violentos de la oposición; la oposición, que era el Gobierno, y otros, que eran las Farc. El presidente Chávez llamó a manifestar su preocupación por la bomba y anunció que su gobierno había iniciado una investigación para localizar a los autores.
Dos días después llegaron de Bogotá varios expertos de la Policía para tratar de esclarecer qué tipo de explosivo había sido utilizado y adelantar una investigación propia. Determinaron que la bomba había sido construida con el potente explosivo C-4. Unos decían que lo manejaban los militares y otros, que las Farc.
A la mañana siguiente hablé con el embajador de España y acordamos pedir una cita con el gobierno venezolano para solicitar protección de las sedes diplomáticas, pero no fue fácil y debimos acudir al nuncio apostólico como decano del cuerpo diplomático y al embajador de Cuba, el mejor canal con el Gobierno.
Sólo así conseguimos una audiencia, pues había muchos embajadores preocupados de que la ola de bombas continuara y resalté que las embajadas y consulados eran muy vulnerables. Mientras iniciábamos la tarea de reconstruir el consulado, improvisamos oficinas de atención en la sede de Proexport en una casa en el sector de las Mercedes. El cónsul Posada afrontó el tema con muy buena actitud. Hace poco murió y he recordado los años que vivimos en Caracas en medio de tantas vicisitudes. Fue una buena época pese a las dificultades.
Mientras los policías colombianos avanzaban en su investigación, una mañana estaba en la embajada cuando oí una explosión muy fuerte. Miré el reloj y me tranquilizó saber que a esa hora mi hijo de ocho años ya habría llegado al colegio porque mi oficina quedaba a pocas cuadras de la residencia. Antonio había vuelto a Caracas cuando la situación se calmó. Llamé para saber si el ruido venía de allá, pues pensé que así como habían puesto la bomba en el consulado, podrían haber hecho lo mismo en la residencia de la Embajada. En efecto, por encima del muro que da a la calle, habían lanzado un explosivo en el jardín. Por fortuna no causó daños, salvo el susto entre la gente que trabajaba en la casa.
Era un explosivo conocido en Venezuela como Bin Laden, que hacía un ruido similar al de una bomba, pero no producía daños. Fueron momentos de angustia porque no sabíamos qué más podía pasar, si en los otros consulados en el país, o contra algún funcionario. Las investigaciones de nuestros técnicos no concluyeron nada, como tampoco las que hicieron en Venezuela. El gobierno de Chávez, como era previsible, dijo que los autores fueron los militares disidentes de la plaza Altamira que tenían acceso a esos explosivos y lo hacían por desestabilizar.
Pasaron algunos días y un domingo estaba con mi hijo en un sitio de juegos para niños, cuando de repente llamó el canciller venezolano, Roy Chaderton, y me dijo que necesitaba hablar urgentemente conmigo y me visitaría en la tarde. Llegó a la residencia pasadas las 5 y dijo en tono grave que habían descubierto un plan para matarme, pero ya tenían ubicados a dos jóvenes que me seguían en las mañanas, cuando subía al cerro del Ávila a hacer ejercicio. Era algo que hacía mucha gente a diversas horas del día, pero todas las mañanas yo subía en más o menos media hora a un lugar conocido como Sabas Nieves y bajaba en veinte minutos. Llegaba a las 6:30 de la mañana en el carro que yo misma manejaba, dejaba parqueado y subía desde un mismo lugar.
Yo tenía una buena relación con Chaderton y lo noté realmente preocupado por lo que su gobierno había descubierto. Cuando salió de mi casa dijo que iba hablar con la canciller Carolina Barco para coordinar gobierno a gobierno las medidas que se debían adoptar. En medio de la incertidumbre, llegué a pensar que el Gobierno podría haber inventado esa historia para forzarme a salir asustada de Venezuela. En la noche hablé con la canciller Barco y acordamos que yo viajaría a Colombia para hablar de lo sucedido porque tenía muchas dudas.
Enterado, el presidente Uribe ordenó que el director de Inteligencia de la Policía, general Alonso Arango, viajara a Caracas a reunirse con su homólogo para indagar qué información concreta tenía el gobierno venezolano. El general llegó dos días después y habló con el director de la DISIP, Miguel Rodríguez, quien más tarde sería ministro del Interior y en su momento llegó a ser un hombre fuerte del régimen chavista. Hoy está en prisión en Venezuela, en precario estado de salud, acusado de actividades conspirativas. Regresé a Colombia con el general Arango y sostuvimos una reunión con el presidente Uribe, la canciller Barco y la ministra de Defensa, Martha Lucía Ramírez.
Después de evaluar la información, Uribe decidió enviar un equipo especial de la Policía dirigido por un capitán y cinco agentes, para mi protección. Reconozco que quedé muy preocupada cuando vi el expediente con la foto de los posibles atacantes y la información que decían tener sobre el atentado contra mí. Era increíble: por cuenta de una amenaza que no sabíamos de dónde provenía, estaba tan cuidada como el embajador de Estados Unidos. Y como ocurrió en el anterior episodio, recibí una llamada del presidente Chávez, quien me dijo que enviaría personas de seguridad.
De repente, mi vida en Caracas empezó a transcurrir rodeada de escoltas colombianos y venezolanos, algo inusual en una sede diplomática. Cada salida implicaba una gran movilización porque dependiendo de a qué parte de la ciudad nos dirigíamos, la escolta era integrada por guardias venezolanos o colombianos. Cuando iba al centro de Caracas, los agentes de la DISIP decían “es mejor que nosotros vayamos primero”.
La realidad era que ya en ese momento la capital venezolana se había dividido entre los sectores chavistas y los de oposición. Ir a la cancillería también se volvió muy complicado porque en la plaza de Bolívar, justo en mitad del trayecto entre la cancillería y la asamblea legislativa, se instalaron grupos de apoyo al Gobierno que gritaban consignas en forma permanente. En esa, la llamada esquina caliente, ponían fotografías de aquellas personas consideradas hostiles al Gobierno.
Un día salí de una charla con el canciller y debía pasar a ver a un diputado a la Asamblea, opté por caminar. Grave error, porque los manifestantes gritaban: “Ahí viene la mensajera del gobierno de Colombia; ¡que vivan las Farc!” Los escoltas se preocuparon porque en la esquina caliente habían puesto una foto mía y sugirieron que nos devolviéramos por temor a una agresión, pero yo sabía que no llegarían a tanto con una embajadora. Allá aprendí a no mostrar ninguna expresión, algo que me funcionaría durante el tiempo en la Cancillería”.