PAZ
Dulce María, la guerrillera que cambió el monte por la gastronomía
La excombatiente es una de las 500 alumnas de la Fundación El Cielo, la cual entrena en las mismas cocinas a reinsertados de la guerrilla, las autodefensas y a exsoldados que buscan un futuro en el posconflicto.
¿Es cierto que usted enamoraba a los soldados para comprarles armas?
-Sí, eso es verdad. Usted sabe que nosotras las mujeres tenemos un don de convencimiento, como se dice. Yo persuadía con mi picardía a los soldados rasos para enamorarlos y comprarles armas. También conocía a muchos soldados que les gustaba el vicio y que vendían lo que fuera para conseguirlo. De eso también me aprovechaba, les hacía el cambio de droga por material de intendencia.
Quien habla es Dulce María -nombre cambiado-, una exmiliciana de la extinta guerrilla colombiana de las Farc que firmó un acuerdo de paz con el Gobierno colombiano en 2016 para concluir un conflicto armado que desangró al país por más de 50 años.
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Dulce María abrevia las palabras, sabe de la importancia del silencio para conservar la vida y en escasas líneas narra su papel en las Farc:
"Yo vivía en un pueblo cuando ingresé a las filas de la guerrilla. Trabajaba en una panadería con una muchacha que era amante de un comandante guerrillero. Ella se encargaba de todo lo que era conseguir intendencia y de hacer la inteligencia contra las Fuerzas Armadas".
"Un día me dijo que si yo quería empezar a trabajar con las Farc para reemplazarla y le dije que sí. Fue algo normal para mí porque toda la vida conviví con la guerrilla, tuve un tío que fue comandante del Frente 57 a quien lo mató el Ejército en un combate, entonces desde que me lo propusieron comencé a enrolarme con ellos".
Dulce María fue una de las miles de jóvenes que se enlistaron en el extinto grupo armado que, según datos del Centro de Memoria Histórica, fue responsable de 12.000 secuestros relacionados con el conflicto, el 75% de los casos de reclutamiento de menores y la casi totalidad de la siembra de minas antipersonales en Colombia.
Ella, en una decisión que por defecto parecía ineludible, viajaba a Medellín para conseguir el material explosivo que se empleaba en las minas ‘quiebrapatas’ que cercenaron las extremidades de muchos militares; adquiría los celulares con los que se comunicaba el frente del que era parte y cortaba cocaína (proceso para hacer rendir el estupefaciente), pero después de tres años y medio de delinquir se desmovilizó.
"Yo desistí de la guerrilla para darle un futuro a mis hijos (tiene cinco) y porque quería cambiar una realidad en la que era cómplice del asesinato de personas. Me fui debido a que me tenían fichada las autoridades y los paramilitares, porque varios compañeros míos en la guerrilla que escaparon me habían ‘dado dedo‘ (delatado)".
"Cierto día un sargento se me acercó y me dijo: ‘vea mujer, yo se que usted le ayuda a la guerrilla y no quiero ver que a otra madre le saquen una orden de captura y la encarcelen. Lo mejor que puede hacer es desmovilizarse‘. Le seguí el consejo y me volé".
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Tras dejar la guerrilla, Dulce María fue internada en una casa ubicada en el departamento del Valle del Cauca. De ahí -como ella subraya- “me soltaron de una jaula hacia la realidad”. Se enfrentó de nuevo a la vida civil, pasó varios meses desempleada y viajó a un pueblo del Urabá antioqueño, pero grupos de las autodefensas la intimidaron e inclusive le golpearon a uno de sus hijos.
"Debido a eso me tocó irme para Medellín a pasar necesidades, pero sabiendo que no iba a correr tanto peligro", cuenta.
En la capital antioqueña, la profesional de reintegración que la guiaba le habló de un joven que ofrecía trabajo a personas en proceso de reinserción. “Ella me preguntó que si estaría dispuesta a aplicar a un empleo en el negocio de él. De una acepté”.
Dulce María aceptó y pidió ser aceptada. Tuvo miedo y vergüenza. Pasó de la incertidumbre que produce sentir el vuelo de un helicóptero de la Fuerza Aérea Colombiana (FAC) sobre su cabeza a descubrir el éxtasis fugaz que genera cortar a la perfección un apio en brunoise; pasó de esconder dinamita en los anaqueles de su casa, a guardar alimentos en las neveras de El Cielo (uno de los mejores restaurantes de Latinoamérica, según la revista británica Restaurant); pasó de combatir contra paramilitares y soldados a trabajar hombro a hombro con ellos.
"Cuando entré a ese restaurante, sentí miedo. Imagínate yo viniendo del monte me encontré trabajando en una cocina que parecería un laboratorio. La gente estaba vestida de blanco, con mallas en la cabeza y, de verdad, sentí que ese no era mi lugar. Tuve pánico a ser rechazada, pero era un temor diferente al que vivía en la guerrilla: allá uno estaba convencido de que no había más opción que vencer o morir".
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Dulce María calla. Después, la cadencia de su voz varía y sentencia lo que para muchos excombatientes, que no hacen parte de un proceso de perdón y olvido, es la peor de las pesadillas: compartir un reducido espacio con sus antiguos enemigos.
"Lo que más me generó miedo fue encontrarme con Romero, un militar que había perdido una pierna, un ojo y un oído como consecuencia de pisar una mina antipersonal. Para mí era algo espantoso. Sin embargo, el día que no me quedaba otra opción que darle la cara saqué fuerzas y le pedí que habláramos. Le manifesté lo incomoda que me sentía y él me respondió que no tenía por qué estar así, me tomó la mano y me dijo: bienvenida al cielo".
La coordinación militar, el orden, la rapidez y la habilidad física que aprendió en el campo de batalla fueron adaptados a una cocina, lugar que en la mayoría de los restaurantes parece un reducto de guerra. El calor, el fuego, los cuchillos, las quemaduras, los gritos, las groserías, la sangre -en algunos casos animal y en otros humana-, el caos acertadamente descrito por el cocinero Anthony Bourdain como una escena de la película Apocalipsis Now, en el restaurante El Cielo, del chef Juan Manuel Barrientos, no existe. De hecho, su cocina es lo más cercano a una danza de sincronía.
Barrientos abrió El Cielo en el 2007 y casi al mismo tiempo creó una fundación homónima dirigida por su madre. Allí se entrenan antiguos protagonistas del conflicto armado que tienen la posibilidad de ocuparse en las tres sedes del restaurante en Bogotá, Medellín y Miami.
Ahora, Dulce María reconstruye su vida y reflexiona sobre lo innecesaria que fue la guerra, exhorta a los nuevos reinsertados para que olviden y asegura que el país, más allá de las diferencias que vive por cuenta de la polarización, no puede permitirse volver a una dinámica de muerte donde los únicos que se benefician son “los altos mandos de la guerrilla y los políticos”.
*Agencia Anadolu