TESTIMONIO

"Al final todos descansamos”: cómo fue perder a su madre por un cáncer

Acompañar a un ser querido en esta fase de la enfermedad es una experiencia desgastante, dolorosa y aleccionadora. En este desgarrador relato una hija cuenta cómo su familia entró a debatirse entre la esperanza y la desesperación.

19 de junio de 2017
| Foto: The U.S. National Archives via Flickr

Al final mi mamá quería morir y lo que es peor, todos queríamos que ella muriera. Iba a pasar, era inevitable. El médico que hacía las visitas domiciliarias, que ya eran de carácter diario, nos había dicho a mi papá y a mis hermanos que todo era cuestión de días, tal vez una semana, y creo que por primera vez en dos años y medio todos rezamos, no por tener un poco más de tiempo con ella, sino porque se fuera ya, ese mismo día, en ese mismo instante, ese último viernes. Murió al día siguiente, y tanto ella como nosotros finalmente descansamos. Esa es la verdad horrible: uno también descansa.

El jueves por la noche fue la última vez que hablamos. Creo que ese fue el día en el que ella verdaderamente dejó de luchar contra un cáncer que la consumió por completo, y aceptó su suerte. En horas de la mañana se había sometido a la que fue su última sesión de quimioterapia, y a las seis de la tarde, apenas llego papá de trabajar, nos reunió y nos dijo que no podía más, que lo sentía pero que no podía más.

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La verdad es que ninguno de nosotros podía. Verla sufrir de esa manera tan aterradora era terrible y sin embargo ella nunca se quejó; aceptó su enfermedad desde el principio con una entereza y una dignidad de hierro. Estuvo dispuesta a luchar desde el día uno, pero al final simplemente las fuerzas no le alcanzaron. Ninguno de nosotros le habría pedido que siguiera, y en el fondo agradecimos su decisión, que en últimas sólo ella podía tomar.

Dos años y medio atrás, cuando el cáncer fue diagnosticado, todos estábamos tristes pero optimistas. Tras pasar por la negación, la ira y la negociación con Dios en el segundo en que se conocen los resultados de la biopsia -palabra hasta entonces desconocida- la aceptación de la situación fue inminente: todos maduramos y envejecimos un poco en el transcurso de un día.

A pesar de que no era un cáncer fácil de tratar (los médicos siempre tratan de explicarlo pero en últimas las explicaciones técnicas se hacen irrelevantes), todos pensamos que miles de personas afrontan esa y otras enfermedades graves y salen al otro lado. Pero luego la realidad en la que viven y se convive con el cáncer es otra: esta es una enfermedad inteligente, resistente y sobretodo perseverante.

Eso es lo peor del cáncer: que siempre lleva consigo una luz de esperanza a la que uno indiscutiblemente se aferra, pero es una enfermedad caprichosa que un día se va y otro regresa, en cualquier momento y en cualquier lugar. El cáncer de mi mamá se fue del cuello, que es en donde se originó, después de una cirugía y meses interminables de radioterapia, para que luego regresara a la cadera, los huesos, los pulmones y por último la cabeza.

Fueron dos las ocasiones en las que creímos estar del otro lado y en esos momentos celebramos, como todos lo hacen, nuestra buena suerte. Nos recordamos cuánto amor había entre todos nosotros; siempre le agradecía a papá por todo su amor incondicional y le decía que hubiera deseado que ese, “en la salud y en la enfermedad”, no le hubiera tocado a él sino a ella. En cada una de esas ocasiones decía que le parecía mentira que todo hubiera terminado, y fue más pronto que tarde que aprendimos a no cantar victoria tan rápido.

Poco a poco nos acostumbramos a los ajustes que la nueva realidad implicaba. La baranda metálica de la ducha; hacer silencio por las tardes cuando ella llegaba de la radioterapia destruida; la pérdida repentina de peso; las sopas y los líquidos que debían inyectarse por un tubo en el estómago, pues su garganta se había cerrado por la radiación. Le dimos el valor que se merece a cosas que damos por sentado como la saliva y la humectación de la piel: ambas cosas mi mamá las perdió con el tratamiento.

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Y a pesar de todo eso nunca desfalleció y siempre mostró su lado fuerte. El único día que recuerdo haberla visto llorar fue cuando la vi por primera vez con la cabeza rasurada. Ese día le entregaron la peluca que meses después donamos a una fundación, y ese día cuando llegue a casa estaba llorando. Yo le dije que no notaba ningún cambio, porque eso es lo único que uno puede hacer: decir cosas increíblemente amables e increíblemente inverosímiles.

Quienes no padecemos una enfermedad terminal pero vivimos con ella, aprendemos muy rápidamente lo que es sentirse inútil e inoperante. Aprendemos rápidamente a adoptar una cara de fortaleza en público, pero nos desmoronamos en privado. Aprendemos a valorar todos y cada uno de los detalles de la persona que sentimos que se nos escapa de la vida, y le damos un valor especial a los momentos compartidos mientras la persona que se esta yendo es la que te da fuerzas para afrontar su propia muerte. Eso es todo lo que podemos hacer: estar ahí y recolectar recuerdos.

Recuerdo a mi mamá dándole un regalo a mi abuela en el día de la madre una semana antes de su muerte. Recuerdo su voz quebrada ese mismo día en la mañana cuando mis hermanos y yo la despertamos con un ramo de rosas en la cama. Recuerdo los ramos de flores que les dieron sus alumnos en los últimos días. Todos ellos firmaron una tarjeta que decía: “Esperamos que se recupere pronto doctora”. Recuerdo a mi hermano guardando el código civil con el que mi mamá dictaba clases, y definitivamente recuerdo la inmensa tristeza, acompañada de la profunda tranquilidad que sentí en el momento en que murió. Yo estaba a su lado.

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