ANIVERSARIO
Un grito en el desierto
Veinte años después de su asesinato ¿Está Colombia cada vez más lejos de los ideales de Luis Carlos Galán?
Colombia no se hundió cuando mataron a Galán, pero su magnicidio sí la sumió en una túnel profundo y oscuro. No porque Galán fuera a cambiar el país, sino porque su muerte le hizo sentir a la gente que Colombia no podía cambiar. Pero las sociedades se crecen ante la adversidad y sus rabias y frustraciones han sido el motor con el que ha evolucionado la historia de la humanidad. Y sobre la impotencia colectiva ante el magnicidio de Galán se erigió una nueva ilusión: la posibilidad de un nuevo país.
Después de su muerte, nuevas generaciones pidieron a gritos cambios institucionales, grupos guerrilleros entregaron las armas y un nuevo contrato social se selló con la Constitución del 91. Después de una larga y horrible noche, de la guerra demencial de Pablo Escobar, del genocidio contra la UP, de guerras sucias, de violencias guerrilleras, de ver a Colombia como un país que se apuntaba a sí mismo con un cañón en la sien, parecía que se habían levantado las mayorías silenciosas para reivindicar la sabiduría de la sociedad, la nobleza del espíritu humano y la dignidad del Estado. Galán, aparentemente, no había caído en vano.
Durante estos 20 años Colombia se ha debatido entre dos fuerzas igualmente poderosas: una destructora y corrupta, y otra pacificadora y modernizante. La restauración moral de Colombia que enarbolaba Galán se estrelló contra una fuerza reaccionaria, una tenaza entre el narcotráfico y sectores de la política que no están dispuestos a perder el poder ni su patente de corso en el régimen político.
En los convulsionados años 80 Colombia buscaba sacudirse del Frente Nacional, que si bien había logrado pacificar el país luego de una cruenta guerra civil, se había convertido en un régimen político excluyente e inmóvil. Sólo que mientras el sistema se transformaba en uno que le abría paso a la competencia política, el narcotráfico, como clase económica y social emergente, intentaba ganar un lugar en el establecimiento político, esta vez a punta de bala y sobornos. Ese rasgo atávico de la vida republicana -la simbiosis de crimen y elecciones- se exacerbó hace un cuarto de siglo. Primero con Pablo Escobar cuando heredó una curul en el Congreso siendo el rey de un imperio criminal en los años 80, luego cuando el cartel de Cali se apoderó de una parte de la clase política a través de una sofisticada estrategia de sobornos y que llegó a financiar una campaña presidencial.
El dolor colectivo que produjo el magnicidio de Galán, sin embargo, no le alcanzó a la sociedad colombiana para hacer un punto de inflexión y blindar las instituciones del zarpazo de la mafia. Por el contrario, el crimen organizado ha adoptado nuevas formas, ha usado sorprendentes tácticas y si bien no ha doblegado a los colombianos, sí ha podido crecer su negocio ilegal, fortalecer su brazo criminal y su capacidad de corromper e intimidar.
Posteriormente, los paramilitares y los grupos del narcotráfico adoptaron una estrategia para capturar al Estado, sus rentas y sus instituciones, desde lo local, aprovechando los resquicios abiertos por la descentralización. Su estrategia implicó las peores masacres y actos de barbaries que recuerda el país. 'Don Berna', Carlos Castaño, Salvatore Mancuso y 'Jorge 40', entre muchos otros, comandaron estos grupos criminales, armados como un ejército contrainsurgente, se apropiaron de alcaldías, gobernaciones, diputados y concejales en todo el país y penetraron a por lo menos una tercera parte del Congreso. Todo ello se ha revelado en el llamado proceso de la para-política.
Pero aun con la justicia actuando para castigar los vínculos de mafia, guerrilla y paramilitares con la clase política, estos impulsos del crimen organizado por obtener el poder político siguen latentes.
Colombia está iniciando una campaña electoral definitiva en su historia. Si hace siete años, cuando ganó Uribe, el reto era la derrota de las Farc, las del año próximo deberían ser las elecciones para empezar a romper el vínculo entre crimen organizado y política, y blindar el ejercicio público de toda incidencia de la violencia. La idea de civilizar por fin la política y de restaurar la dignidad del Estado, como primer paso para pacificar al país. Un grito que dio Galán muchas veces. Y que hasta ahora, retumba en el país, como un grito en el desierto.