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La diáspora venezolana
La avalancha de ciudadanos del vecino país es hoy un problema profundo y complejo. Y va a empeorar. Hospitales desbordados, niños que duermen en la calle y el rebusque en cada esquina son algunas de la imágenes que retratan este drama. ¿Cómo enfrentarlo?
El fenómeno no es nuevo, pero desde hace unos meses, por la magnitud de la migración y el drama humano de los desplazados, se convirtió en un problema de seguridad nacional. Aunque las cifras oficiales de Migración Colombia hablan de 550.000, las oenegés mencionan a más de un millón de venezolanos. Los hospitales están desbordados, los cambuches aparecen en calles y plazas de las ciudades fronterizas, la demanda de cupos escolares para niños venezolanos no da abasto y la criminalidad se ha disparado en varios municipios.
A diario, por los puestos fronterizos y por las más de 280 trochas que atraviesan los 2.219 kilómetros de los límites con el vecino país, miles y miles de personas cruzan, ya no solo para buscar alimentos, medicinas y bienes básicos, sino para quedarse. No les importa lo que tengan que sufrir con tal de irse de Venezuela. Solo el año pasado, 37.000 venezolanos cruzaron al día los puestos oficiales con la Tarjeta de Movilidad Fronteriza y se estima que alrededor de 2.000 no regresaron. Y con pasaporte entraron 796.000, de los cuales solo 276.000 volvieron a Venezuela.
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Buena parte de estos y otros problemas quedaron resumidos en una carta desesperada que el alcalde de Maicao, Juan Carlos Molina, le envió al presidente Santos el 31 de enero. Allí le dice que junto con ciudadanos honorables también están llegando numerosos delincuentes. A esto se suma “la presión social que genera la incontrolable cantidad de migrantes en condiciones económicas precarias en las vías y parques, que ocupan el espacio público y afectan la seguridad y sanidad. El comercio formal ha visto disminuidas sus ventas por la competencia desleal que ejercen estas personas que ingresan todo tipo de mercaderías; afectando ostensiblemente nuestra convivencia y colocando nuestra ciudad en un altísimo riesgo, por lo que le pido al alto gobierno realice una intervención urgente por cuanto le compete atender las fronteras”.
Si el encuentro con los mandatarios locales dejó un sombrío panorama para el gobierno, el martes el fiscal general, Néstor Humberto Martínez, terminó de ensombrecerlo al confirmar el crecimiento en el número de delitos cometidos por venezolanos. El fiscal advirtió que entre enero de 2017 y el 5 de febrero de 2018 la entidad había capturado a 1.869 de estas personas en flagrancia.
Más complejo
A decir verdad, el gobierno ha tenido que desafiar varias veces su capacidad estratégica para enfrentar este fenómeno. Cuando el éxito de los diálogos con las Farc pasaba necesariamente por Venezuela, tuvo que manejar el tema de la frontera con un complejo equilibrio entre política y diplomacia.
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Desde agosto de 2015, con la crisis de los deportados, el gobierno desplegó acciones en salud, educación, protección a la infancia y ayuda humanitaria para atender a los connacionales; y ahora, a los venezolanos. Solo en 2017 atendieron, por urgencias, a 25.000 personas de ese país en partos, asistencias maternas y enfermedades crónicas. El hospital Erasmo Meoz de Cúcuta le facturó al sistema más de 12.000 millones de pesos por prestar servicios a venezolanos, según el gobierno. También ha incurrido en altos costos en educación y primera infancia.
Hasta 2016, más del 65 por ciento de quienes cruzaban la frontera eran colombianos con sus familias, que en su mayoría habían partido en los años setenta para buscar fortuna en el país del petróleo. Determinar cuántos han regresado es muy difícil porque muchos vuelven a sus pueblos o ciudades, y junto con su familia adquieren los documentos que les permiten recibir los servicios sociales del Estado y trabajar sin ninguna traba. Esta es la historia de los hoy llamados venecos. Otra historia es la de los venezolanos que han querido sembrar raíces en un país poco acostumbrado a los inmigrantes.
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Pero el año pasado se disparó el número de inmigrantes venezolanos. En su mayoría se trata de personas pobres o empobrecidas a quienes el hambre y la falta de oportunidades los ha convertido en una generación de descamisados. De ahí, las crudas imágenes que a diario se ven en las calles, en donde los venezolanos hacen lo que sea para ganar plata o se ven obligados a dormir en terminales de transporte o parques. En Maicao o Riohacha, por ejemplo, decenas de familias esperan a que las luces en las casas se apaguen para acostarse en los porches y entradas.
Entre las muchas caras de esta tragedia humanitaria, el rebusque y la informalidad son las más conocidas. A diario, a lo largo de la frontera, miles y miles de venezolanos tratan de vender cualquier cosa para comer, comprar víveres o para enviarles algo de dinero a sus familias. Dentro de las maletas o cajas que logran pasar a salvo de las muchas aduanas hay algún objeto de sus casas para vender: vasos, platos, cubiertos, lámparas, porcelanas, cuadros, tendidos o ropa. Y los más osados ofrecen ventiladores, aires condicionados, puertas, lavamanos o sanitarios.
Detrás de este rebusque, al que cada vez más comerciantes formales e informales se oponen o incluso han desatado algunos brotes de xenofobia (ver nota) hay una lógica económica sencilla. El sueldo básico en ese país está en 248.510 bolívares, equivalentes a 74 dólares a la tasa de cambio oficial y 2,2 dólares a la del mercado negro. Si a este se le suma el bono de alimentación de 549.000 bolívares, el “ingreso mínimo integral” es de 798.510 bolívares (238 dólares a la tasa oficial y 7,16 a la del paralelo). Con ese diferencial tan abismal, 15.000 pesos colombianos equivalen al trabajo mensual de una persona en el vecino país.
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Esa especie de tierra prometida se potencia con la posibilidad de obtener en Colombia muchas de las cosas por las que hay que hacer en Venezuela horas y horas de filas, cuando las hay. Y lo más contradictorio es que en La Guajira pueden comprar de contrabando los productos de la canasta familiar que no llegan a los supermercados, pero sí al otro lado de la frontera, gracias a un complejo cartel en el que participan la Guardia Nacional y los militares venezolanos.
Al igual que pasa en la mayoría de países con los inmigrantes sin papeles o con poca formación, la informalidad es el mercado natural en que pueden librar la dura batalla por sobrevivir. Y, como se sabe, es un terreno sumamente fértil para la ilegalidad. Estos y otros factores llevaron al gobierno a tomar el paquete de medidas el jueves pasado en Cúcuta, entre las que aparecen el aumento del pie de fuerza, restricciones al ingreso de venezolanos y atención especial a los niños. “Se hará un control migratorio más fuerte, de modo que la entrada de venezolanos al país será controlada, ordenada y dentro de la legalidad”, dijo Santos.
Pero estos controles y medidas aún no convencen del todo a los mandatarios locales. “Si bien los ‘centros humanitarios’ para atender a los migrantes venezolanos en zonas fronterizas son una medida de urgencia, consideramos que podrían ser un riesgo, porque podrían incentivar aún más la migración de venezolanos a nuestro territorio. Por eso, esto no representa una solución definitiva a la problemática”, dijo a SEMANA el gobernador de Bolívar, quien ha asumido la vocería de los mandatarios regiones. Los gobernadores creen que hace falta “una hoja de ruta que vaya de la mano de una política pública migratoria estructural y definitiva”.
Ronald Rodríguez, investigador del Observatorio de Venezuela de la Universidad del Rosario, señala que el fenómeno migratorio es más grande de lo que el gobierno colombiano cree y lo va a ser aún más, sobre todo si se tiene en cuenta que las elecciones ilegítimas que acaba de anunciar Nicolás Maduro para reelegirse van a sepultar cualquier ilusión de cambio y van a expulsar a muchas más personas.
Algunos expertos, incluso en el alto gobierno, han planteado cerrar la frontera por un tiempo, mientras se pone algo de orden y se convoca a una reunión internacional, incluidos los países de la región, para buscar soluciones y ayuda económica.
Esta oleada migratoria tomó al país sin las medidas necesarias para contenerla, y lo más complejo es que le va a costar varios billones de pesos al año enfrentarla. Solo tener a una persona vinculada al sistema de salud puede valer en promedio 500.000 pesos, y cada nuevo niño en primaria le puede costar al Estado más de 2.500.000 pesos al año, según el Ministerio de Salud.
“Esto nos está cambiando y va a cambiar la historia del país, tal y como ocurrió con Venezuela con la migración de colombianos en los años setenta o los países del Cono Sur con la de los europeos al comienzo del siglo XX. Esto no se va a detener y por el contrario es algo que va a durar, 10, 20 o 30 años. Nos va a cambiar y no vamos a ser como antes”, dijo Rodríguez.
La mayoría de quienes han llegado no son miserables incapaces ni van a cruzarse de brazos. Por el contrario, conforman una fuerza que va a dinamizar la economía. Muchos van a crear nuevos negocios y emprendimientos, romper lógicas, oligopolios, como quedó en evidencia en la industria petrolera o las droguerías. Más del 60 por ciento de los venezolanos residentes en Colombia tienen estudios universitarios y hay una masa crítica de profesores, con una elevada formación, que ya están compitiendo por los puestos de trabajo en las universidades en beneficio de los estudiantes. Y se sabe que, cuando tienen ingresos, muestran hábitos de consumo mayores a los de los colombianos.
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Por eso, en vez de aumentar la confrontación y la hostilidad con quienes ya están, el país debe facilitar los procesos de regularización, permanencia temporal, inserción a la economía, formalidad, pago de impuestos y respeto por las normas. Colombia está a prueba: el Estado, en su visión estratégica, legitimidad y eficacia; y la sociedad, en su tolerancia, respeto e inclusión. El éxodo de venezolanos es un fenómeno cuyo impacto se sentirá durante varias décadas en el país.