Uribe, paso a la derecha

En una carrera electoral que batió todos los récords, Uribe llegó al poder y está ejerciendo la autoridad que el pueblo reclamaba. Pero en el camino el Estado de derecho y la justicia social pueden resultar golpeados.

Hernando Gómez Buendía *
23 de diciembre de 2002

Cuando empezo la campaña para ser presidente modelo 2002, sólo uno de cada cuatro colombianos reconocía el nombre de Alvaro Uribe y apenas dos de cada 100 electores pensaban votar por él. Dieciocho meses después figuraba de segundo en las encuestas, aunque unos 20 puntos detrás de Horacio Serpa. En enero de 2002 ya estaba de puntero, y en febrero, al romperse los diálogos de paz, saltó al 59 por ciento en la intención de voto. La víspera de elecciones mostró un apoyo de 49 por ciento y el día de la quema se alzó con más de la mitad de los sufragios.

Uribe Vélez batió todos los récord. Primera vez que no pasamos a segunda vuelta. Primera vez que un disidente derrota al candidato oficial de su partido. Primera vez que alguien barre con ambos directorios. Primera vez que el Presidente arrastra las listas de Congreso y no al revés. Primera vez que un gobierno empieza 74 días antes de su posesión?



'Es la seguridad, estúpido'

Cuando un hecho es así de contundente, la explicación tiene que ser muy simple: Uribe fue el único candidato que propuso ganarle la guerra a la guerrilla. Los demás aspirantes -Serpa, Garzón, Sanín, Ingrid y Juan Camilo- acompañaron a Pastrana en el proceso de paz, viajaron a San Vicente del Caguán y se quedaron con un discurso entre confuso y baboso acerca del problema que causaba más angustia entre los electores.

Esa angustia se debe por supuesto al horror de la guerra. Pero además se debe a que el conflicto acabó por bloquear la economía y el futuro de cada ciudadano. El horror es dramático: 34.000 muertos cada año, un pueblo atacado cada semana, 75 familias desplazadas cada día, un acto de destrucción cada ocho horas, un secuestro cada tres horas, una espiral inmunda y sostenida de barbarie, de odios y de llantos. Y al sentimiento de indignación y solidaridad con las víctimas, en los últimos años se fue agregando un interés tangible y terrenal. La guerra tocó las ciudades, se enredó con el narcotráfico y aisló a Colombia de la aldea global. Entonces se acabó la inversión y la gente concluyó de modo unánime que "sin seguridad no habrá crecimiento, bienestar ni empleo".

Seguridad "democrática", decía Uribe. Pero a la gente le importaba mucho el nombre y poco el apellido, a los ricos porque claro, son los ricos, y a los pobres porque habían descubierto que el hambre no se debe a los ricos sino a que la guerrilla no los deja invertir ni dar empleo.



A las malas

En honor a la verdad hay que decir que la seguridad no es una bandera de la derecha sino la condición obvia y mínima de la vida en sociedad. Así que parar el desangre, la destrucción y el crimen es o debe ser la prioridad de todas las gentes de bien, sean ellas de derecha, de izquierda democrática o de centro.

La diferencia está en los medios para llegar al fin. Las palomas opinan que a las buenas, los halcones sostienen que a las malas, y algunos insistimos en que la cosa es a las malas y a las buenas y es haciendo otras cosas además de disparar y negociar.

Pero el público no está para finezas. Durante cuatro años le dijeron que el arreglo a las buenas se estaba acercando, aunque el gobierno y las Farc nunca hablaron de paz sino de los abusos en la famosa zona de distensión. Y al "fracasar" la cosa por las buenas, la gente concluyó que el único remedio era a las malas.

El jefe de debate de Alvaro Uribe no fue pues el tal 'Mono Jojoy'. El jefe de debate fue Andrés Pastrana porque mantuvo la ilusión de un proceso que nació muerto y cuyo entierro final dejó al electorado sin otro candidato que el que estaba dispuesto y preparado para ir a la guerra con las Farc.

Colombia votó por la derecha porque nadie le mostró otro camino.



Por fin, un comandante

Siete meses después de empezar a mandar -o sea cuatro meses después de su posesión- Uribe Vélez ostentó un nuevo récord: 67 por ciento de aprobación popular y un 44 por ciento de la gente convencida de que "las cosas están mejorando", cuando en abril sólo decía eso un 10 por ciento.

El idilio se debe a que Uribe está haciendo algo rarísimo: está haciendo lo que dijo en la campaña, está peleando en serio contra la guerrilla. La pelea consiste en asumir el mando personal de la tropa; en llamar cada viernes a cada comandante de brigada; en pasar a la ofensiva; en dedicar un margen fiscal que no existía -el 1,2 por ciento al patrimonio- a las Fuerzas Armadas; en los poderes draconianos e inconstitucionales del Decreto 2002; en "zonas de rehabilitación" para apretar y no para charlar; en los dudosos soldados y policías rurales, los dudosos informantes y sus no menos dudosas recompensas. Todo lo cual arroja resultados incipientes (más tráfico terrestre) o aparatosos (como el rescate del obispo de Zipaquirá) que hacen más popular al Presidente.

Al escoger la vía militar, el país dio un paso a la derecha. Pero una cosa es la derecha moderada que con razón reclama el fortalecimiento institucional de la Fuerza Pública, y otra es la ultraderecha dispuesta a "combinar todas las formas de lucha" para librarnos de la guerrilla. Ambas facciones tienen apoyo manifiesto o callado entre la gente y ambas tienen eco manifiesto o sutil en el gobierno.

El peso relativo y el deslinde entre esas posiciones se verá más que todo en la actitud que Uribe finalmente adopte al negociar con las autodefensas: ¿habrá perdón para todos, o sólo para quienes no ordenaron ni participaron en masacres, asesinatos y otros horrores morales? ¿Habrá o no garantía de que las prácticas paramilitares, que en opinión de muchos son las únicas capaces de acabar con la guerrilla, no sean simplemente asumidas por otros actores o sectores?



La figura paterna

Alvaro Uribe no es sólo el comandante de las Fuerzas Militares. Es la autoridad que el pueblo reclamaba después de cuatro años de frivolidad y otros cuatro años de cinismo. Alguien por fin tomó el mando, y es alguien decidido, que trabaja por triplicado y no se cansa, que está en todas las movidas, da instrucciones a todos y viaja a todas partes resolviendo problemas.

Esa ética probada de austeridad y esfuerzo le da a Uribe un título para pedir sacrificios y dar órdenes ingratas: IVA a los productos básicos, alzas en gasolina, desmonte de exenciones, jornada laboral más larga, jubilación más tarde, despido de funcionarios, retenes y requisas, cierre de despachos públicos, tarifas más onerosas, tope a las pensiones altas, congelamiento del gasto, menos paga los domingos?

Tantos, en efecto, son los golpes que han recibido la clase media y el pueblo, que la popularidad de Uribe es de explicación siquiátrica: los colombianos buscaban un padre que ponga fin al desorden, aunque esto implique tomarse medicinas muy amargas. Lo cual empata con la personalidad del Presidente, que un freudiano llamaría "superyoica" y Th. W. Adorno llamaría "autoritaria". Obsesivo, trabajador, ordenado, metódico, ahorrativo, discreto, moralista, con sentido del deber, sin sentido del humor, pragmático, directo, incapaz de delegar, en fin, el tipo con las virtudes precisas y los defectos precisos para la faenita que le encargó el país.



La derechización

Cuando un país va a la guerra, todo mundo se corre a la "derecha" es decir, la opinión y los partidos apoyan la mano dura, la disciplina social y el gasto militar. Este corrimiento suele tener tres efectos, que también en Colombia se están dando de manera más o menos pronunciada:

-El de sensibilizar el público hacia ideas, valores o emociones afines o cercanos a la cosmovisión de derecha. Por eso la bandera tricolor en todas partes, los gestos marciales, la antipatía por las ONG o los periodistas extranjeros, la prevención hacia Cortes o jueces legalistas?

-El de minimizar o silenciar los valores opuestos, los riesgos y las debilidades de la opinión dominante. En tiempos de temor e incertidumbre, los seres humanos nos aferramos a una ilusión y -como se ha probado mil veces en el laboratorio- nos negamos sencillamente a ver sus puntos flacos (como la mayoría de mis lectores no quieren ver esos puntos, mejor me ahorro la tinta).

Mano dura contra la guerrilla y autoridad tirando a autoritarismo son dos posiciones clásicas de la derecha. Hilando más delgado, sin embargo, los sociólogos debaten si la "derecha" es una teoría del Estado (rigurosa y coherente), una ideología (simplificadora) o una actitud (emocional). Pues digamos, para no alargar, que Londoño Hoyos es la teoría, Uribe Vélez es la ideología y el ciudadano corriente es la actitud.

Unos más que otros pues, con distinta terquedad y argumentando con más o menos brillo, los uribistas en el gobierno y en las cafeterías creen en varias cosas que riman con la autoridad y con la línea dura:

-En los valores religiosos, el catolicismo y la lectura integrista que propone el Opus Dei (del cual Uribe es miembro "cooperante").

-En la ética paisa de trabajar y trabajar y trabajar (no en la capitalista de producir y producir y producir).

-En el estricto cumplimiento de la ley penal y la penalización de más conductas (dosis personal, evasión de impuestos).

-En que la política es mala por transadora y los políticos son malos por corruptos. Por eso los amagos elocuentes, repetidos y peligrosos de cerrar el Congreso. Por eso el referendo quiere achicar la política en vez de transformarla.

-En el Estado pequeño. Y aquí vale notar que en el gobierno hay dos líneas distintas al respeto: el neoliberalismo del equipo económico y el "comunitarismo" del presidente Uribe. Ambos piden menos Estado; pero mientras el neoliberalismo reclama más mercado, el comunitarismo prefiere la "sociedad civil" y sus ONG. El primero es partidario de desregular la economía; el segundo, de subsidios e intervenciones ad hoc. El uno es neoconservador, el otro es socialcristiano.

Por esta última diferencia de criterios, creo yo, anda tan enredada la política económica y social (bandazos en la reforma tributaria, en los aranceles agrícolas, en el seguro de desempleo?).



Ricos, pobres

En el sentido más trillado por los analistas, una ideología es sobre todo la defensa escondida de una clase social: la derecha defiende a los ricos, la izquierda defiende a los pobres. Y aunque esta caracterización es en efecto demasiado tosca, es verdad que derrotar una guerrilla comunista, mantener el consenso de Washington, facilitar la inversión, completar las reformas neoliberales y amacizarse con Bush es un proyecto mucho más útil para Julio Mario que para un obrero raso o un desplazado del montón.

No hay caso: a los pobres les irá mal con Uribe. Pero les ha ido mal con todos los gobiernos y cuando les fue bien no fue culpa del gobierno. Así que con semejante definición de "derecha", este escrito se hubiera limitado a sostener: Uribe nos moverá todavía un poco más a la derecha, la guerra y el ajuste golpearán más al de abajo que al de arriba.



Impaciencia

Si uno reburuja en la literatura técnica, halla que la diferencia final entre teorías, ideologías o actitudes políticas no radica crudamente en si defienden al rico o al pobre, sino en cuál valor anteponen a los demás valores:

-Para la izquierda el valor superior es la igualdad (por eso, y no al revés, la izquierda generalmente toma el partido del más pobre).

-El liberalismo defiende los procedimientos democráticamente decididos (por eso ve al Estado como un árbitro y un facilitador).

-La derecha valora la eficacia, el logro de resultados (y como el más rico o educado hace las cosas más fácil, generalmente la derecha está con los de arriba).

En un país con las urgencias y los fracasos de Colombia, se entiende bien que la gente haya optado por la eficacia, por un gobierno que muestre resultados. Pero en el afán de hacerlo es muy probable que el Estado de derecho y la justicia social resulten aporreados.