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CRÓNICA

Soledad y solidaridad, las caras de la moneda de los venezolanos refugiados en Bogotá

Entre los muros de un refugio para migrantes, 32 venezolanos viven la pena del éxodo y la ruptura familiar, pero también la esperanza de encontrar algunos actos de solidaridad en tierra ajena.

12 de agosto de 2017

La habitación de los hombres mide unos cuatro metros cuadrados, tiene 8 camarotes, algunas colchonetas en el suelo y el cupo lleno. Es imposible lograr allí un instante de intimidad. Por eso, los 20 venezolanos que ocupan ese lugar en el Centro de Atención al Migrante**, en Bogotá, se van hasta la capilla, amplia, solitaria y oscura, buscan un rincón y en el silencio, al fin, se sientan a pensar en sus familias, en la gente que dejaron atrás luego de hacerles la promesa de que a la distancia procurarían brindarles un futuro sin carencias.

Después de los primeros días del furor de la vida nueva,  la esperanza de encontrar en Colombia un porvenir distinto al que los obligó a salir de su país, aterriza sobre la realidad. Entonces la hermana Teresinha sabe que es el momento de buscarlos al frente del crucifijo. Y allá los encuentra reproduciendo una y otra vez las notas de voz que les mandan sus hijos, sus esposas, y llorando. Para la misionera brasileña, curtida en el servicio luego de 37 años ayudando a los migrantes, la escena de esos padres de familia, ahora solos, todavía tiene la fuerza para quebrarle la entereza.

Entre los hombres que rondan el albergue está Guillermo Machado Mendoza, un profesor de matemáticas que el pasado 23 de julio agarró las maletas a escondidas de sus tres hijos y su esposa, se encontró con un amigo y juntos cogieron camino hasta Cúcuta. Solo cuando estuvo del otro lado de la frontera le pidió prestado el celular a su compañero de viaje y en un chat les contó a los suyos que se había ido. La noticia fue recibida con resignación. "La situación no daba para más". Su sueldo de profesor apenas alcanzaba para que en su casa comieran dos veces al día.  

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En Cúcuta agarró un bus lleno de venezolanos y un día después de haber partido de Barquisimeto ya estaba en Bogotá. Sin un peso en el bolsillo, Guillermo Machado llamó a un par de amigos que en la distancia les habían prometido ayuda, pero que esta vez no pasaron al teléfono. Entonces él y su amigo supieron que se habían quedado solos y sin rumbo.

En ese momento, Machado no sabía qué era lo más difícil. Si las penurias que vivió en su tierra, si haber tomado la decisión de dejar atrás a quienes ama o darse cuenta de que el futuro que se imaginaban tenía más de sueño que de realidad. Pero su amigo le señaló un cartel en una vitrina del terminal y la información allí expuesta los condujo a una pequeña oficina donde una monja scalabriniana les dio aguapanela y pan, y después de escuchar su historia los envió al hogar de paso donde ya llevan 20 días.

Desde entonces han salido a diario a buscar un empleo, pero el hecho de ser venezolanos, pese a tener los papeles en orden, les ha frustrado la labor. De albañil, dependiente de almacenes, bodeguero: el profesor le apunta a todo. En esa nueva rutina, los recuerdos de la vida de antes empezaron a mermarle las fuerzas. "Era lindo llegar a casa y encontrar a mi esposa y a mis hijos", dice.

La hermana Teresinha explica que cada mañana, después del desayuno, el hogar que desde hace un mes sobrepasó su capacidad, queda vacío, pues todos salen en horda a buscar trabajo. Pero para los venezolanos es muy difícil encontrarlo. Algunos colombianos buscan explotarlos y otros de los que han llegado a su refugio han estado a punto de ser víctimas de trata de personas. Incluso, algunas de las ofertas laborales que les hacen son solo burlas.

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Hay casos muy difíciles. La hermana recuerda el de Pamela, una mujer venezolana embarazada que hace dos semanas llegó al terminal y durmió varios días allí junto a sus cinco hijos menores de 15 años, entre los que había un bebé de brazos "Teníamos miedo porque una de las chiquitas, de 6 años, era hermosa, y nos daba miedo que se la robaran", cuenta la religiosa. El hambre tiene que acosar mucho para que una mujer salga sola con tantos hijos y sin un destino seguro, explica. Las scalabrinianas (orden de misionesras que amparan a los migrantes) pudieron recoger el dinero de los pasajes hasta Quito, donde los esperaban familiares.

"Colombia antes era un expulsor y ahora será cada vez más un receptor. Lo importante es mostrar solidaridad a los venezolanos, no discriminar, darles la oportunidad trabajar, de sobrevivir", dice Jozef Merkx, representante del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur). "No es fácil para ellos salir de su país y dejar tanto atrás. En Colombia hay escasos recursos pero se puede apoyar. En temas como educación no podemos permitir que por ejemplo a un niño se le rechace en una escuela o en un hospital", agrega.

Guillermo Mendoza le sirve la cena a sus compatriotas. Foto: Daniel Reina / SEMANA

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Al frente de la habitación de los hombres, en un cuarto calcado, con los mismos ocho camarotes, algunos colchonetas en el suelo y también con una cuna ocupada por un bebé, está Sioly Villasmil. Ella es la otra cara de la moneda, la de la suerte, la de la venezolana a quien  Colombia, en un par de días, le cambió la vida.

El pasado 5 de agosto tuvo que cerrar su quebrado restaurante en Mérida y al día siguiente salió con su esposo y su hijo menor hacia la frontera. Su hija tuvo que quedarse porque no tenía los papeles en regla. En el puente internacional Simón Bolívar, la guardia venezolana les quitó los últimos bolívares en un soborno, a cambio de dejarlos pasar a su hijo Adrián, un menor de 14 años al que le faltaba un permiso para cruzar la frontera. Hasta el último instante en su país fue tortuoso.

Llegó a Cúcuta con los zapatos rotos, asustada. La primera noche la pasó en un parque al que, cuenta, llegaron muchos venezolanos a dormir. Y no tardó la comunidad en ubicarlos. Los cucuteños les dieron comida y cobijas. "Cada media hora llegaba alguien distinto a darnos de comer", dice.

Al otro día, en una oficina de Migración le entregaron dinero para que viajara hasta Bogotá con su hijo y su esposo, un colombiano que emigró a Venezuela hace 12 años, en los tiempos boyantes de esa nación, cuando se había convertido en un refugio de millones de colombianos acosados por la pobreza y la violencia.

Llegaron a Bogotá, se cruzaron con las monjas scalabrinianas y esa misma noche volvieron a tener techo y comida, al menos para ella y su hijo, pues ya no había cupo en el hogar para los hombres y su esposo tuvo que quedarse a dormir en el terminal.

En la mañana del pasado jueves, Sioly Villasmil, que ama las plantas desde niña, se fue para la plaza de Paloquemao y encontró un espacio del tamaño de un parqueadero lleno de flores. Nunca había visto tantas y tan distintas.  Quedó "embelesada", dice, ante tanta belleza. En esas, un vendedor la sacó del trance.

-¿Qué necesita?

Que me ayude a conseguir trabajo, le dijo ella sin amagues.

- ¿Usted cree que me voy a parar de esta silla para ayudarla a conseguir trabajo?

-Sí, ayúdeme. Yo sé hacer arreglos.

El vendedor la llevó a un local donde la pusieron a prueba. Le dieron una base y unas cuantas flores y ella armó un ramo. "Les gustó mi arte", cuenta. Hizo otros dos y los dejó sorprendidos. El hombre le ofreció trabajo, mientras un grupo de floristas impresionados se formó en torno a Sioly. Entonces una de las curiosas la llevó donde doña Gloria, una de las mayoristas de la plaza. Hizo otro arreglo y recibió otra propuesta: "Venga mañana que yo la pongo a trabajar".

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Cuando salía de Paloquemao, otro florista se le presentó: "Yo soy el que más tiene flores en Paloquemao. Si quiere le puedo poner un local para que usted lo trabaje". Al mediodía de su primer día de búsqueda, Sioly Villasmil ya había recibido tres propuestas.

A las 7 de la noche de ese jueves, ella se sentó en la misma mesa que Guillermo Machado y el resto de venezolanos del albergue. Tenían un semblante opuesto. Machado estaba preocupado: "Mientras yo como bien acá, en la nevera de mi familia solo hay agua". Aunque han tenido suerte contraria, ambos coinciden en que solo tienen agradecimiento hacia Colombia y hacia las hermanas scalabrinianas. A los colombianos, Machado les dice "que no se nieguen la oportunidad de darnos la mano porque algún día en la historia, los venezolanos podremos devolverles".

Después de la comida, Sioly Villasmil llamó a su esposo, aún alojado en el terminal, y le contó entre risas que al otro día madrugaría a trabajar. Guillermo Machado, desde la capilla, intercambió mensajes de chat con sus familiares en Venezuela. Al día siguiente volvió a la calle a buscar una nueva oportunidad.

**Si usted quiere hacer una donación al Centro de Atención al Migrante de las hermanas scalabrinianas puede tramitarla a la cuenta de ahorros 018309997 del Banco de Bogotá, o llamar a los teléfonos 4202142 o 2601659.