| Foto: Felipe Reyes / SEMANA

CRÓNICA

Venezolanos en el terminal de Bogotá: varados y sin tiquete de regreso

En medio de la crisis política que los ahoga, miles de venezolanos han encontrado un escape: tomar un bus hacia Colombia. El terminal recibe a muchos de ellos. Allí pasan días y noches enteras mientras encuentran la salida a su limbo.

Jaime Flórez
1 de agosto de 2017

¿Están buscando una empleada? El rostro de Katherine Lucena adoptó un gesto de compasión cuando identificó el acento que marcaba esas palabras. En la mujer que la interrogaba con angustia encontró indicios de su propia historia, la misma que comparten miles de los venezolanos que desde hace meses intensificaron su éxodo hacia Colombia en busca de una vida mejor.

Hace seis meses que José, el esposo de Katherine, empacó su ropa, juntó sus últimos bolívares, se despidió de los suyos y agarró un bus que lo sacó de casa. El presupuesto se agotó en el terminal de Bogotá. Sin un peso, en una ciudad desconocida llena de desconocidos, solo atinó a quedarse quieto en el mismo lugar de desembarco.

Mientras miles de viajeros llegaban y se iban a diario, él permanecía en una espera que se prolongó durante una semana. No sabía si encontraría las posibilidades que lo llevaron a abandonar el país, ni siquiera si encontraría algo de comer en esas primeras noches. Solo aguardaba por una jugada del destino que lo favoreciera.

Su persistencia hizo que los empleados y los funcionarios del terminal lo conocieran. Ya era más fácil conseguir algo para comer o que le abrieran las puertas de las duchas para tomar un baño. De la familiaridad pasó a la confianza y así se logró que el dueño de una panadería en el módulo tres del terminal le ofreciera un trabajo.

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Cuatro meses después de haber llegado a Bogotá pudo decirle a su esposa que viajara a su encuentro. Ya tenía un trabajo que ofrecerle en el local. El mismo lugar en el que este viernes en la mañana, mientras se conocía que Migración Colombia expedirá 150.000 permisos de permanencia para venezolanos, Katherine le explicó con esmero a la pequeña mujer que tenía al frente y que la miraba con una ilusión desgastada, que tendría que traer una hoja de vida para postularse a la vacante. Entonces la mujer sacó un sobre de manila que llevaba apretado bajo el brazo y le entregó una de las tantos currículums que ya tenía lista.

La mujer, que arribó hace 9 días a ese mismo terminal, salió del negocio y siguió el recorrido por cada cafetería, restaurante, taberna o casino en el que veía una solicitud de trabajador. Cuando el sobre quedó vacío, subió al segundo piso del terminal, la planta solitaria que aloja las oficinas administrativas y los bancos.

Encontró la capilla y se sentó en la segunda banca, frente a una cruz negra que se impone sobre el homogéneo tono blanquecino del salón. Allí, sola por completo, descargó el llanto.  

Viaje pasado por hambre

Mientras seguía en su plegaria concentrada, tres veinteañeros, en la plataforma de desembarco del terminal,  pisaban por primera vez suelo extranjero y empezaban a vivir el desarraigo. El descenso del bus no fue fácil para la menor de los tres -ella es estudiante universitaria- que se puso pálida y si no es por el apoyo del que le sirvieron los hombros de su primo y su hermano, se habría ido al suelo. Las fuerzas estaban mermadas. Habían pasado tres días desde que comenzaron el viaje en los que solo se habían alimentado de galletas.

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¿Que por qué nos fuimos? La plata no alcanza para nada y ya ni siquiera encontramos las medicinas que necesita mamá.

Los tres, rodeados por cinco maletas que solo llevaban ropa, se sentaron en el piso frío.

El primo, peluquero de profesión, dijo que trabajarán en lo que sea para poder mandar algún dinero a los que se quedaron en casa. Pero no tienen nada concreto. Lo único palpable era que estaban sentados en el suelo del terminal más grande de un país desconocido y sin un camino claro por seguir.

¿Que cómo se sienten estos primeros momentos en esta especie de destierro? El hermano mayor, diseñador de profesión, se cubrió la cara con sus dos manos morenas sin ser capaz de atinar una respuesta.

Hablar de lo más íntimo les dolía, así que prefirieron enfocarse en la política. Sentían miedo por la Asamblea Constituyente que se votaría ese domingo. Creían que, después de esa jornada, la violencia y las afugias crecerían.

Habitar el terminal

El domingo pasado, el día en que los venezolanos elegirían a los constituyentes, Jonathan Velandia y Agustín Ballesteros estuvieron abstraídos. Apenas se enteraron de que la jornada terminó con 16 muertos,  8,5 millones de votos y la censura de la comunidad internacional. La realidad que los preocupaba era distinta ahora. Su país había quedado atrás. Estaban embebidos en ese limbo en el que se convirtió el terminal, donde habían vivido los últimos cinco días, los más extraños de sus vidas.

El 26 de julio llegaron a Bogotá desde orígenes distintos. Velandia, administrador de empresas, desde Maturín, y Ballesteros, graduado en mercadeo, desde Maracaibo. Los dos, intuitivamente, luego de recorrer por separado el entorno urbano del terminal, procurando no ir demasiado lejos, decidieron pasar el día en el centro comercial Salitre. Allí se cruzaron, conversaron, se dieron cuenta de que compartían una misma historia y con la facilidad con la que se relacionan los seres en medio de la penuria, se hicieron amigos.

Pasaron la noche acompañados en el terminal, como decenas de venezolanos más lo han hecho en las últimas semanas. Algunos duermen en los módulos o las bancas, mientras los dependientes de la limpieza arrancan su jornada nocturna y los van corriendo de sector en sector para poder asear el piso. Si tienen suerte, esa noche reciben alimentos de los comerciantes del terminal, que ya los identifican por el acento y la vestimenta.

La encargada de cobrar la entrada a los baños cuenta que hay días en los que ha atendido hasta a cien venezolanos. Ese domingo, el de la Constituyente, alcanzó a tener una lista con cincuenta nombres de venezolanos que por disposición de la administración del terminal pudieron usar gratis el baño.

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John Pino, funcionario del terminal,  cuenta están llegando desde La Guajira, Arauca y Norte de Santander y que la mayoría no tienen planeado quedarse en Bogotá sino seguir el tránsito hacia el interior o incluso a Ecuador o Perú. En la mañana, Katherine Lucena, que se ha convertido en una especie de consejera de sus compatriotas, se cruzó con una venezolana que había llegado con seis hijos entre los 3 y los 15 años, a quienes les pudo ofrecer algo de comer.

Ese mismo domingo, un grupo de misioneras scalabrinianas, dedicadas a servir a migrantes, se llevaron a alrededor de 20 venezolanos del terminal hacia un refugio de paso donde tendrán comida y techo por algunos días. Al lunes siguiente, por primera vez en varias semanas, según el relato de los comerciantes y trabajadores del terminal, la gran marea de venezolanos no fue notoria.

A Ballesteros y Velandia les parece que la vida en Colombia es muy cara. Por eso no quisieron quedarse. A las siete de la noche del lunes, luego de cinco días de estar viviendo entre el terminal y el centro comercial Salitre, y después de haber recibido una remesa con los últimos bolívares devaluados en pesos que pudieron enviar sus familias, tomaron un bus con rumbo a Quito, donde piensan empezar de nuevo.