ORDEN PÚBLICO
Catatumbo, sin dios ni ley
La región se salió de las manos. Esta semana, dos hechos mostraron la grave situación: un informe de Human Rights Watch reveló el impacto de la violencia que azota esa zona; y, por primera vez, Ecopetrol suspendió sus operaciones.
El Catatumbo está atrapado y sin salida. E increíblemente todo el mundo sabe lo que pasa allá. La Defensoría del Pueblo ya ha lanzado cinco alertas desde 2018, sin que haya logrado detener el baño de sangre, que, por el contrario, parece crecer. En los últimos tres años, de acuerdo con la Unidad para las Víctimas, más de 40.000 personas se han desplazado; la Fiscalía investiga más de 180 desapariciones; hay reportados 17 casos de reclutamiento forzado así como 1.000 amenazas. Esto sin contar que desde 2017 asesinaron a nueve defensores de derechos humanos, en una región con una tasa de homicidios tres veces más alta que en el resto del país.
Human Rights Watch emitió la semana pasada el más reciente campanazo sobre los horrores que protagonizan el ELN, el EPL y las disidencias. En un informe de 80 páginas titulado ‘La guerra en el Catatumbo’, la organización internacional, que dirige José Miguel Vivanco, denunció a los responsables, dónde operan y detalló los abusos a los que someten a las comunidades. La investigación recoge más de un centenar de entrevistas y 500 testimonios de víctimas, y sirvió para que el país entienda en profundidad qué está pasando y para que el Gobierno nacional tome medidas a fin de contener la violencia.
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La región vive en un descontrol tal que el sector empresarial está paralizado como nunca antes, incluso en los peores años de la violencia. Ecopetrol decidió cerrar los pozos de hidrocarburos por cuenta de los enfrentamientos entre el Ejército y bandas dedicadas a robar gasolina. Como se sabe, el combustible es un insumo para procesar coca.
Más de 140 personas capturadas y 3 toneladas de coca incautadas dejó la Operación Escudo que adelantaron el Ejército, la Fiscalía y la Policía en Norte de Santander hace 15 días.
El apetito por la gasolina y los combates por ella aumentaron en el Catatumbo a raíz de la escasez al otro lado de la frontera. En lo corrido del año, las autoridades han desinstalado 783 válvulas ilícitas con las que han robado 86.900 barriles de crudo. Con la decisión de Ecopetrol de suspender sus operaciones, 76 pozos productores quedaron inactivos, al igual que la planta de gas de Sardinata. Alrededor de 432 trabajadores resultaron perjudicados, y la compañía estima pérdidas por 5.500 millones de pesos. Sin contar con que la escasez resultante podría afectar las facturas de los usuarios.
Hace unas semanas, por ejemplo, murieron asesinados cuatro disidentes de las Farc a manos de oficiales de la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB) de Venezuela. El incidente sembró un manto de duda sobre el papel que ahora juega el régimen de Caracas. Como si eso fuera poco, unos días atrás, justo en la frontera, sorprendieron a cinco hombres que transportaban tres cabezas humanas en un costal.
El horror
Desde hace tres años, el ELN y la disidencia del EPL, conocida como los Pelusos, se enfrascaron en una guerra sin cuartel por el control del territorio, y por los recursos y rentas ilegales que allí se generan. Se trata, específicamente, del contrabando, la minería ilegal, las 15.298 hectáreas sembradas de coca, las rutas del narcotráfico que conectan con Venezuela y las pistas clandestinas ocultas en la frontera.
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En el Catatumbo, la salida de las Farc tras las negociaciones de La Habana no significó mayor cosa, pues la guerra nunca se acabó. Tras la desmovilización, los habitantes solo vieron cómo los actores armados se repartieron el territorio que ocupaba la exguerrilla y que ahora intenta recuperar la disidencia del frente 33.
El 92 por ciento de las fincas del Catatumbo no tienen títulos formales.
Hoy, el ELN parece el vencedor, pues controla casi todos los 11 municipios que conforman el Catatumbo. Por ello, continúan los derrames y los abusos cometidos contra los 295.000 habitantes de la subregión. Desplazamientos, desapariciones, secuestros exprés y paros armados son el pan de cada día.
En el Catatumbo, los empleados de las funerarias, y no los peritos forenses, se encargan de hacer el levantamiento en una escena del crimen. Cuando un miembro de la comunidad desaparece, los deudos hacen la primera consulta sobre su paradero a los comandantes de los grupos armados. Si a alguien todavía le queda dudas sobre quién manda en esta subregión de Norte de Santander, tiene que saber que ningún forastero, colombiano o venezolano puede permanecer en el territorio sin una recomendación que otorga un lugareño, avalada por la estructura delincuencial que ejerce el poder en la zona. Si el visitante hace algo mal, también lo paga quien lo haya respaldado.
De vuelta al infierno
Un venezolano muestra las lesiones causadas por raspar coca.
El informe de Human Rights Watch, además de confirmar los abusos sobre las comunidades, elevó un problema de seguridad colombiana a un contexto internacional. Más de 25.000 personas de Venezuela viven hoy en esta región porque llegaron huyendo de la crisis humanitaria. En muchos casos terminaron por trabajar para grupos armados y en las economías ilegales, a menudo, a cambio de una comida. Ahora, están tan atrapados como los colombianos.
Han pasado 20 años desde la masacre de La Gabarra, en la que 200 paramilitares, que llegaron a imponer su autoridad en el Catatumbo, mataron un centenar de personas, lo que desencadenó un desplazamiento hacia el vecino país. Ahora, los que buscan refugio a este lado de la frontera son los venezolanos, que salen en busca de comida, medicina y oportunidades. Entran por Norte de Santander, aprovechando los pocos controles migratorios. Pero huyen tan desesperados que no les importa lo que les espera.
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Sorprendentemente, de poco o nada ha servido que el Ejército active nuevos batallones de operaciones terrestres o que haya llevado la Fuerza de Despliegue Rápido n.º 3 (Fudra 3). Allí, hay 13.000 uniformados que no han podido contener la ola violenta y permanecen acuartelados. “Queremos que haya una verdadera acción unificada de las instituciones del Estado”, le dijo el general Nicacio Martínez, comandante del Ejército Nacional, a la W Radio.
Nueve de los 11 municipios no cuentan con funcionarios del CTI. En Tibú hay apenas tres fiscales, uno de los cuales maneja 2.400 procesos. En Sardinata hay uno solo; y en Ocaña, solo tres que se dedican a investigar abusos cometidos en el contexto del conflicto armado. La deficiencia institucional impide avanzar en los procesos y, de paso, darle motivos a la comunidad para confiar en la justicia.
Por igual en la región, los colombianos y venezolanos sufren desplazamientos forzados, homicidios y reclutamiento. No hay diferencia. El problema que se vive es más dramático y complejo de lo que muchos analistas creen. Desde hace unos meses, los personeros municipales comenzaron a recoger los relatos de las víctimas del vecino país. ¿Quedarán en el Registro Único de Víctimas? ¿Los venezolanos deben ser indemnizados por el Estado colombiano?, se preguntan algunos. Mientras conocen las respuestas, el rosario crece. Muchas niñas venezolanas de entre 12 y 15 años cobran alrededor de 5.000 pesos por sus servicios sexuales en la región. En esa misma orilla, menores como Enrique Pérez (seudónimo) trabajaba en plantaciones de coca de cinco de la mañana a cuatro de la tarde.
En el Catatumbo, las comunidades siguen pidiendo que el Estado intervenga para sacarlos de la espiral de violencia, en una región donde el 92 por ciento de las fincas no tienen títulos formales. La situación es delicada. No solo porque la comunidad está en medio de los actores armados que los amenazan o asesinan, supuestamente, por colaborar con uno u otro. También porque el Estado no ha podido enfrentar la crisis humanitaria que provocan los enfrentamientos entre grupos armados y también con el Ejército.
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Sin duda, hay que erradicar los cultivos ilícitos e imponer la autoridad. Pero también desarrollar un gran programa de inversión social permanente. Si eso ocurre, el Estado podría ganar el corazón de los campesinos y reactivar las dinámicas sociales de la región. ¿Lo conseguirá este Gobierno?