La enfermera lloraba. Ni siquiera ella, acostumbrada a la sangre y el dolor, pudo resistir la escena. En sus brazos yacía una mujer sin dientes, pues se los habían tumbado de un puñetazo. Su cuerpo ultrajado estaba cubierto de moretones. Pero esto no fue lo que le sacó las lágrimas. Se trataba de una niña de dos años. “Le partieron sus dientecitos de leche”, decía desconsolada. La enfermera debió mover cielo y tierra para que las autoridades actuaran. Y cuando dieron con el victimario, llegaron a una dura conclusión: no era la primera vez que la violaba.
SEMANA visitó Tumaco, llamada la Perla del Pacífico, que se ha convertido en sinónimo de pobreza y abandono. Las calles están devastadas, hay basura por doquier, los barrios de invasión se multiplican sin parar. La mitad carece de un servicio de acueducto, un poco más es pobre y uno de cada tres habitantes no sabe leer ni escribir. Se registran 200 homicidios cada año y han sido víctimas de las Farc, los Rastrojos, los Urabeños y del narcotráfico.
Además de la miseria, en este puerto nariñense la violencia de género se ha vuelto parte del paisaje. Las mujeres viven atemorizadas. Muchas sucumben al maltrato, las reclutan como objetos sexuales o las desplazan por negarse a serlo. De los 58.000 tumaqueños desplazados de la primera década del siglo XXI, más de la mitad fueron mujeres. “La violencia de género sigue invisible e impune”, dice Dora Vargas, de la Pastoral Social de la ciudad.
Un lugar como este es el peor de los mundos para una mujer. En menos de un año se han registrado 74 casos de abuso sexual, la mayoría contra menores de edad. En medio de esa mezcla de pobreza y violencia, las mujeres llevan la peor parte. En muchas casas, los adultos y los niños deben compartir pequeños cuartos, donde el abuso es frecuente. “Descubrimos que un padrastro abusó de sus cinco hijastras”, dice una delegada de Acnur.
La situación afecta a las más jóvenes, pues la pobreza lleva a muchas a vender sus cuerpos. “Lo que más nos duele es que muchas niñas entre los 6 y 10 años ofrecen sexo oral por hambre”, le dijo a SEMANA una dirigente comunal.
“Apenas ven que su cuerpo se está formando le ponen el ojo y empiezan a acosarla, y si la niña no accede, le toca irse”, dice la líder de un barrio afectado. Así, hacer maletas y huir se ha convertido en el mejor camino, pues los criminales siempre terminan reclutando a las niñas que se quedan. Un dirigente local, que pidió el anonimato, añade: “A algunas las explotan prostituyéndolas y a otras las vinculan a la organización haciéndolas servir como campaneras o llevar droga”.
El apetito sexual de los jefes de las bandas criminales parece insaciable. Quienes conocen el mundo de esas organizaciones dicen que hay un código interno según el cual cada integrante puede escoger como trofeo a una adolescente. Después de abusar de ellas, las abandonan, embarazadas, en sus casas y salen a la caza de nuevas esclavas sexuales.
La situación en Tumaco representa lo que viven miles de mujeres en zonas del país, lejos de las urbes y en los epicentros del conflicto. El puerto es hoy una de las ciudades que la ONU eligió para un sistema de gestión de datos de violencia de género. El programa funciona en 17 países, y Colombia es el único de América Latina.
No obstante, según el secretario de Gobierno, Hernán Cortés, la comunidad ha erigido un muro de desconfianza que impide la denuncia. Vaya paradoja: quienes más ayuda necesitan no la reciben. No porque no la quieran, sino porque ya no le creen a nadie.