DIPLOMACIA
Así es la visita de Estado del presidente Santos al Reino Unido
Carruajes, 5.500 piezas de plata en el banquete y hospedaje en el Palacio de Buckingham son algunos de los detalles. Es el honor más importante que la Corona puede ofrecer a un gobernante extranjero.
“Usted sabe que a los británicos nos gusta disfrazarnos y desfilar”, me dice con una enorme sonrisa Julian Evans, director de protocolo y vicemariscal del cuerpo diplomático, un hombre macizo y rubicundo que vibra con energía. Lo dice con el tono cáustico con el que los ingleses se burlan de sí mismos. Pero es cierto. Y es que el hecho de que rehúsen tomarse en serio –una de sus grandes virtudes– no significa que en un mundo cada vez más homogeneizado, no estén dispuestos a conservar sus ceremonias, muchas de las cuales exigen “disfrazarse y desfilar”. Quizá por eso nunca se ha abrogado una ley medieval que permite a los productores de lana cruzar el centro de Londres con sus rebaños, de manera que, todavía hoy, los miembros de la Excelentísima Compañía de Laneros, ataviados con su antiguo traje ceremonial, desafían el tránsito una vez al año con un puñado de ovejas.
Pero muchas de esas tradiciones no responden tan solo a un gusto excéntrico por el ritual; algunas están todavía cargadas de significado político, y ninguna más que las visitas de Estado, en las que la reina invita personalmente –aunque por sugerencia de su gobierno– a un jefe de Estado para rendirle homenaje y consolidar los vínculos entre sus países.
En el caso del presidente Juan Manuel Santos, la visita había sido planeada en un momento que coincidía con la firma del acuerdo de paz. Muy pocos en Gran Bretaña sospecharon siquiera –a pesar de la insalubre sorpresa del brexit– que un país que había estado medio siglo en guerra fuera capaz de despreciar una oportunidad semejante. A fin de cuentas, el gobierno británico firmó el Acuerdo de Viernes Santo que trajo la paz definitiva en Irlanda del Norte haciendo difíciles pero necesarias concesiones al Sinn Féin, el brazo político del IRA. La esperanza ahora, gracias a la inyección de energía del premio Nobel, es que la visita se convierta en otra plataforma para reanimar el proceso de paz.
Una visita de Estado es el honor más importante que la Corona puede ofrecer a un gobernante extranjero, y es mucho más significativa que una visita oficial –como la que hizo el presidente Santos en el 2011–, que es esencialmente política. Dura tan solo tres días, pero el programa es intenso y combina elementos ceremoniales con trabajo diplomático, que no por discreto será menos importante.
Muchos mandatarios se alojan en la residencia de sus embajadas o en un hotel, pero el presidente Santos y su esposa han sido invitados a hospedarse en el Palacio de Buckingham. Eso quiere decir que saldrán directamente del aeropuerto –en un Bentley color borgoña adornado con la bandera nacional– a Horse Guards Parade, el antiguo cuartel general del Ejército británico, donde la reina y el duque de Edimburgo les darán la bienvenida.
Y no sólo ellos, sino alrededor de 200 soldados de caballería (incluido Carlos Flórez Serna, un colombiano) con sus uniformes escarlata y añil, corazas de plata y cascos relucientes rematados con penachos de pelo de yak y –en el caso de los músicos– ataviados con casacas de hilo de oro. Las piezas más imponentes son los timbales de la banda de guerra, repujados en plata sólida; y como su molde fue destruido hace ya muchos años para evitar réplicas, su valor es tal, que tienen que ser transportados a cada desfile en compañía de una escolta policial.
Los espléndidos potros negros, mezcla de caballo irlandés de tiro y purasangre inglés, son entrenados en las barracas de Hyde Park, donde viven una existencia de sultán al cuidado de una veterinaria de ojos luminosos y un batallón de herreros que los calzan con herraduras ortopédicas al menor asomo de lesión.
Pero son los caballos de palacio, unos tordos mosqueados criados en Windsor desde el reinado de Victoria, los que tirarán del carruaje que llevará al presidente Santos y a la reina hasta el Palacio de Buckingham.
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Cuando Toby Browne, el caballerizo de la Corona (un tipo con porte y maneras de aristócrata que se ruboriza como una adolescente cuando su teléfono nos interrumpe con el tema de Misión Imposible), me dice que el carruaje escogido por la reina fue construido en el 2014, no puedo ocultar mi desilusión. Pero aunque es en verdad un pastiche, su diseño es tremendamente ingenioso. Lo que lo hace único es el interior, cuya marquetería es un mosaico de reliquias de la historia de la Gran Bretaña: fragmentos del manzano de Newton, del trineo de Robert Scott en la Antártica, del Mayflower, de la cabina de un caza Spitfire, de las vigas de todas las catedrales y castillos de la isla, de una bala de mosquete usada en la batalla de Waterloo… Claro que cuando uno se entera de que las manijas de las puertas están adornadas con 130 zafiros y 24 diamantes, es difícil no simpatizar con el espíritu republicano, incluso a sabiendas de que el coche se pagó con donaciones y no con los impuestos de los de a pie.
Ese carruaje será el centro de atención del fastuoso desfile que recorrerá todo el Mall –la famosa avenida pavimentada con asfalto rosa y decorada ese día con las banderas de ambos países– hasta desembocar en el Palacio de Buckingham. La primera dama y el duque de Edimburgo los seguirán en otro carruaje algo más modesto, aunque el término ‘modesto’ es muy relativo en este contexto.
El presidente y su esposa, me dice el vicealmirante Tony Johnstone-Burt, amo de la Casa Real (no un mayordomo, ni mucho menos, sino el jefe de operaciones del Palacio de Buckingham), se hospedarán en la Suite Belga, bautizada en honor del rey Leopoldo II de Bélgica, el tío favorito de la reina Victoria (y, curiosamente, también de su esposo Alberto), quien no lograba conciliar el sueño en ninguna de las otras 51 habitaciones de huéspedes del palacio. Allí no sólo se hospedó Barack Obama sino que nacieron los príncipes Andrés y Eduardo.
Johnstone-Burt, un exmarino afable y sonriente que tiene mucho de patricio y poco de lobo de mar, es el encargado de organizar el banquete de Estado para 150 invitados, vestidos con frac en el caso de los hombres y tiaras en el de las mujeres. La reina escoge el menú con dos semanas de anticipación, pero Johnstone-Burt sabe que necesitará 5.500 piezas de plata del gran servicio diseñado para Jorge IV en 1811, que incluye 4.000 cubiertos y 1.000 copas para los cinco tipos de vino que acompañarán los diferentes platos. Habrá también decenas de floreros, algunos de ellos con micrófonos camuflados que registrarán los discursos de la reina y el presidente.
Las invitaciones individuales requieren que los comensales declaren sus alergias y remilgos gastronómicos para que el jefe de cocina pueda hacer los ajustes necesarios. Un batallón de 200 personas, entre cocineros y servidumbre, participa en la preparación del banquete, y los camareros demoran tres días en poner la mesa al gusto de su majestad.
Comparados con los eventos del primer día, los demás carecen de la misma pompa y circunstancia, pero, con la posible excepción de la visita a Clarence House, la residencia del príncipe de Gales y Camilla Parker-Bowles, poseen mayor sustancia política. La cena organizada por el alcalde del distrito financiero de Londres en el Guildhall es mucho más grande y casi tan fastuosa como la de Buckingham, pero una vez que se acomoden los comensales –miembros escogidos de la banca, el comercio y la industria–, la conversación girará alrededor de las relaciones de negocios entre Colombia y el Reino Unido.
En el Palacio de Westminster, el presidente Santos pronunciará un discurso ante los miembros de la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores, en el que muy seguramente expondrá su estrategia para rescatar el proceso de paz. Y, finalmente, tendrá una audiencia privada en Downing Street con la primera ministra, Theresa May.
Pero si tomamos en cuenta nuestro último medio siglo de guerra y desolación, un acto muy simple será el que quizá provea el mayor significado simbólico. En la Abadía de Westminster, donde están sepultados los reyes, ministros, poetas, artistas, músicos y científicos más grandes del Reino Unido, el presidente dejará una corona fúnebre en la única tumba que nadie puede pisar: la del soldado desconocido.
*Escritor y guionista colombiano radicado en Londres.
Este artículo hace parte de la edición especial Viaje al corazón del Reino Unido