"YO HICE PARTE DE LA LISTA DE SCHINDLER".

Samuel Kopec, un polaco radicado en Colombia, es uno de los pocos sobrevivientes de la increíble historia en que se basa la película de Steven Spielberg que ha conmovido al mundo.

4 de abril de 1994

ESTA SEMANA SE ESTRENA EN BOGOTA UNA película de Steven Spielberg que marca un hito dentro de la cinematografía. Se llama La lista de Schindler. Es la historia de 1.100 personas que, después de vivir uno de los más extraordinarios dramas del siglo XX, lograron sobrevivir milagrosamente al holocausto de Adolfo Hitler.

Se da por descontado que la película va a barrer con los Oscares. Está nominada en 12 categorías y hace muchos años no existía tal seguridad sobre el resultado de la ceremonia de entrega que tendrá lugar el 21 de marzo en Los Angeles. Steven Spielberg, el hombre que ha roto todos los récords de taquilla en la historia, nunca se ha ganado un Oscar para el mejor director. Este año, con La lista de Schindler, seguramente lo obtendrá.

Sería esta la primera vez que al genio de la taquilla se le hace el reconocimiento de que también es el genio de la cinematografía. Y todo esto lo hizo contando la historia de 1.100 judíos polacos que fueron salvados de los campos de concentración por un aventurero codicioso, intrigante y mujeriego de nombre Oskar Schindler. Desconocido mundialmente hasta el estreno de la película, hoy Oskar Schindler es tan famoso como los dinosaurios de Jurassic Park, como Indiana Jones o como E. T.

En los escasos tres meses que han transcurrido desde que se estrenó la película, este personaje, quien en vida fue oscuro, controvertido y hasta despreciado, ha adquirido una dimensión mítica. Inicialmente era un nazi convencido, cuya única preocupación era el dinero. Intrigaba y sobornaba como ninguno. Cultivaba la amistad de los jerarcas de la Gestapo y de la SS para poder cuadrar sus negocios. Logró que le adjudicaran una fábrica en Cracovia que había sido decomisada a los judíos después de la invasión de Hitler. Logró también que a ésta se le suministrara mano de obra esclava, que era la utilización que los alemanes hacían de los judíos durante la primera etapa de la Segunda Guerra. Se volvió muy rico, pues una fábrica con una nómina de 1.100 trabajadores sin costo no podía ser mal negocio. Fuera del dinero, las mujeres y el trago, nada parecía importarle.

Pero a medida que fue transcurriendo la guerra y vio que los nazis habían tomado la determinación de exterminar a la raza judía, fue cambiando gradualmente de actitud. Y el empresario distante, aparentemente sin principios, decidió jugársela toda por salvar a los 1.100 trabajadores judíos de su fábrica. Su heroísmo tardío fue consagrado en una novela de Thomas Keneally. Y esta novela, a su turno, fue convertida en un guión hace seis años y ofrecida a Steven Spielberg para que la llevara al cine. Spielberg es judío y según sus propias palabras "nunca quise admitir que me daba vergüenza ser judío. Por eso no estaba listo para abordar el tema. Tenía que madurar y coger confianza". Tardó una década en tomar la decisión. Finalmente, tan pronto terminó Jurassic Park, decidió contar la gran aventura de los 1.100 judíos que conformaron lo que se conoce como La lista de Schindler.

LA HISTORIA DE SAMUEL KOPEC
Han transcurrido 50 años desde que esto pasó. De los 1.100 quedan vivos hoy alrededor de 250. A raíz de la película, la historia de cada uno de ellos se ha tornado en la obsesión de todos los medios de comunicación. Y como cosa increíble, uno de los sobrevivientes de la lista de Schindler vive en Colombia.

Se llama Samuel Kopec y es tal vez el más sorprendido de volverse de la noche a la mañana, a los 83 años, en el centro de atención de un país. Es un hombre sencillo, modesto, cuya característica más visible es la dignidad. Esa dignidad que produce haber vivido y sobrevivido a todo lo que se puede experimentar en una vida: el exterminio de gran parte de su raza, la desaparición de casi toda su familia y la experiencia de haber visto la muerte muchas veces de cerca.

El rostro arrugado de don Samuel refleja las tragedias por las que ha pasado. Pero su personalidad irradia una serenidad interna envidiable. Cuando se ha sido víctima y testigo de lo que a él le ha tocado, los valores de una persona cambian. Samuel Kopec no ha sido un hombre adinerado; no ha sido un hombre ambicioso. Sus valores son más espirituales que materiales. Concretamente, tres: la vida, la familia y la libertad. Y Colombia, a donde llegó en 1948 y en la cual durante años se desempeñó como sastre, es para él la tierra que se los ha proporcionado.

Nunca volvió a su país. En Polonia vivían tres y medio millones de judíos, en 1939, cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial. Hoy apenas pasan de mil. El holocausto de los judíos, que es sin duda alguna la peor atrocidad del siglo XX y una de las mayores de la historia, es, por razones culturales y geográficas, un tema muy remoto para los colombianos. Aun en Europa y en Estados Unidos el transcurso de medio siglo estaba diluyendo, ante las nuevas generaciones, la dimensión de ese genocidio. Todo esto cambió con la película de Steven Spielberg. En Nueva York, en París, en Londres y en todas las capitales del mundo no se habla de otra cosa. En Berlín se estrenó la semana pasada y, al terminar la premier, las 800 personas presentes aplaudieron y lloraron: tanto los judíos por recordar lo que vivieron, como los jóvenes alemanes por reconocer lo que habían hecho sus abuelos.

En Bogotá, el estreno de La lista de Schindler será en los próximos días. Entre los colombianos no habrá lágrimas por las razones enumeradas anteriormente. Pero sí las habrá con seguridad en los ojos de Samuel Kopec, el único de los invitados a la inauguración que vivió en carne propia lo que Spielberg inmortaliza en el celuloide.

Samuel Kopec se reunió en dos ocasiones con los periodistas de SEMANA y habló extensamente sobre su vida. En dos o tres oportunidades no se pudo controlar y lloró. Pero no era solamente una reacción negativa. Era una mezcla de la evocación del dolor pasado con la celebración de estar vivo. Esta es su historia.
UN COMIENZO NORMAL
Samuel Kopec nació el 24 de diciembre de 1910, cerca de Cracovia. Pertenecía a una familia modesta de ocho hermanos y su vida transcurrió en relativa normalidad hasta que estalló la Segunda Guerra Mundial, cuando tenía 29 años. Hasta ese momento se había destacado como un artesano en el mundo de la platería. Sus jefes, que eran judíos, lo apreciaban y su carrera iba en ascenso.

Tan pronto Hitler llegó al poder en Alemania, en 1933, comenzó a tomar medidas discriminatorias contra los judíos. Este antisemitismo se fue extendiendo hacia los países vecinos, como Polonia. Inicialmente sólo fue sabotaje en el comercio y la prohibición de entrar a las universidades. Luego vinieron las órdenes de romper las vitrinas con piedras y otras arbitrariedades de esa naturaleza. Los efectos económicos de esta actitud se midieron de inmediato. La fábrica donde trabajaba don Samuel, que tenía 30 empleados, tuvo que despedir a 28. Ante este panorama inseguro él decidió independizarse y montar su propio taller. A pesar de un éxito relativo, eventualmente tuvo que cerrarlo.

El 3 de septiembre de 1939, Hitler invadió a Polonia. Era el comienzo de la Segunda Guerra Mundial. En Cracovia, donde vivía la familia Kopec, solamente cayó una bomba. Pero los aviones alemanes sobrevolaron la ciudad disparando a granel para crear pánico entre la población. En dos semanas, Polonia se rindió.

Inmediatamente los alemanes confiscaron las fábricas y todos los negocios grandes de los judíos. Algo más humillante aún fue que se impartió la orden de que todos los judíos debían portar un brazalele amarillo cosido en la manga derecha con la estrella de David. "En ese momento más que miedo me dio complejo", afirmó don Samuel a SEMANA. Sentirse marcado públicamente, sin justificación, era tan absurdo que todos los de su generación recuerdan esto como el primer shock. La agresión social y física se volvió común. Los judíos se transformaron en ciudadanos de tercera. "Comenzaron en ese momento a circular rumores de que los alemanes estaban sacándoles los ojos o cortándoles las orejas a los judíos", dice Kopec. A pesar de lo inverosímil de estos rumores, la preocupación empezó a cundir. El y sus hermanos decidieron abandonar a Cracovia y trasladarse a Lvov, un pueblo polaco que había sido ocupado por los rusos, cuando Hitler y Stalin decidieron acabar con Polonia y repartírsela entre los dos. Frente al antisemitismo alemán, Rusia parecía una alternativa más segura. Por eso todos los hermanos Kopec, menos Jacobo, que antes de la guerra se había ido a vivir a Bélgica, decidieron abandonar a su ciudad natal.

El padre, José Kopec, quien había enviudado antes de la guerra, no lo hizo. Era persona de edad, cuya preocupación se centraba más en sus hijos que en él mismo. "Nunca se me olvidará la despedida de mi padre", dice Samuel Kopec. El y sus cuatro hermanos pasaron un tiempo en un pajar en la población de Lvov. Posteriormente consiguieron alojamiento en la casa de una mujer enferma, quien los alimentaba a cambio de que ellos le cocinaran.
REGRESO A CRACOVIA
Durante algún tiempo todo parecía normalizarse. Sin embargo, un día salió un edicto del gobierno ruso en el cual se obligaba a los refugiados a registrarse ante las autoridades. Cundió el pánico, porque con edictos de esta naturaleza habían empezado a complicarse las cosas en Cracovia cuando invadieron los alemanes. Por temor, la gente obedeció. Pero los hermanos Kopec comenzaron a discutir la posibilidad de volver a trastearse. No obstante, no todos estuvieron de acuerdo. Escoger entre el mundo de Hitler y el mundo de Stalin no era fácil. Dos hermanos, Zygmunt y Simón -el padre del conocido arquitecto colombiano Luis Kopec- optaron por permanecer en la zona ocupada por Rusia. Samuel, Herman y Moisés prefirieron volver a Cracovia. Después de un largo trayecto en zorra y en tren, volvieron a su ciudad y se reencontraron con su padre.

El regreso a Cracovia no fue muy tranquilizante. En 1941 el gobierno alemán dictó una resolución por medio de la cual toda la población judía tenía sólo dos alternativas de vivienda: recluirse en el gueto que los nazis habían establecido en Cracovia o vivir en poblaciones rurales aledañas a la ciudad. "Mis hermanos y yo preferimos el campo", dice Kopec. Pero esta situación no duró mucho. A comienzos de 1942 los nazis decidieron cerrar aún más el cerco. Todos los judíos que no vivían en el gueto fueron obligados a trasladarse a una ciudad de nombre Wielizka, a unos 15 kilómetros de Cracovia. Otra vez a los Kopec les tocó empacar muebles, ropa y las pocas cosas que se pudieran transportar. Al llegar a Wielizka, se encontraron con miles de judíos en la misma situación, parados en la plaza, con sus maletas y todas sus pertenencias. "La cosa olía mal - afirma don Samuel-. Pero es que en esa época nadie tenía elementos claros para saber qué era menos grave. Inicialmente un pueblo sonaba mejor que un gueto, pero mi papá, al ver el ambiente del pueblo, se asustó".

Allá pasaron sólo una noche. Un hermano de Samuel, que trabajaba en el aeropuerto de Cracovia, tenía acceso a un camión y llegó en forma inesperada al día siguiente. "Nos dijo: 'Súbanse rápido y vámonos de aquí". El camión los llevó de regreso al gueto de Cracovia. Un gueto era un lugar de reclusión obligatoria para judíos, donde múltiples familias tenían que vivir hacinadas en una sola habitación, y donde los soldados de la SS patrullaban con látigos y perros pastores alemanes, infundiendo constantemente el terror a la población.

Por una vez, sin embargo, a los Kopec les fue bien. Los alojaron en un sótano de una vivienda que se había construido para nuevas víctimas, pero tenía dos habitaciones y una ventana, lo cual era el equivalente a un Hilton en esas circunstancias.

DESPEDIDA PARA SIEMPRE
La felicidad duró poco. Semanas después apareció en la pared otro edicto. Todos los habitantes del gueto tenían que presentarse simultáneamente a las seis de la mañana en la plaza principal. Como cada edicto siempre terminaba en algo peor que el anterior, cundió el pánico. Samuel Kopec afirma: '¿Qué iba a pasar, qué querían. Nuestro padre tenía miedo de salir por su edad. Cuando alguien daba la impresión de estar viejo, enfermo o inválido, lo ejecutaban en plena plaza pública. Por eso decidió esconderse . Desde ese día nunca volví a saber nada de mi padre". Como una anécdota histórica, casi increíble, más de 50 años después de esa despedida, hace unos dos meses un miembro de la familia Kopec encontró una tumba en el cementerio de Cracovia que tenía una lápida que dice "José Kopec". Que hubiera una tumba representaba una enorme tranquilidad, aunque tardía. Quiere decir que la persona no fue exterminada en una cámara de gas o en un homo crematorio. Entre los pocos judíos polacos que sobrevivieron a la Segunda Guerra Mundial, que un familiar tuviera una tumba constituía siempre la mejor noticia posible.

El día en que don Samuel y sus hermanos se despidieron de su padre y fueron obligados a salir a la plaza, fue porque Hitler había dado la orden de que se acabaran los guetos de los judíos en Polonia. En Varsovia hubo resistencia y a sangre y fuego los nazis eliminaron a toda la población que vivía en la capital. La aniquilación del gueto de Varsovia es considerada la mayor atrocidad del holocausto y el mayor acto de heroísmo colectivo del pueblo judío durante la Segunda Guerra. En Cracovia, donde estaban los Kopec, no hubo aniquilación: simplemente una evacuación brutal y forzada, pero aun así de una crueldad impresionante. El desalojo del gueto de Cracovia constituye la escena más impresionante de toda la película de Spielberg. Hordas nazis, con ametralladoras en una mano y perros furiosos en la otra, les daban minutos a los habitantes del gueto para salir corriendo de sus casas. Cualquier persona que se demoraba un poco era inmediatamente ejecutada. Cualquiera que preguntaba por qué lo estaban sacando, corría la misma suerte. Ancianos y enfermos eran acribillados sin contemplación delante de toda su familia. Y si alguien se lanzaba sobre un cadáver a llorar, quedaba muerto encima.

Todo eso lo vivió Samuel Kopec. Pero casi lo mismo vivió la totalidad de los judíos polacos. Lo que vuelve inusual y ahora famosa la historia de Kopec es que su vida se cruzó con la de un personaje misterioso que habría de salvarle la vida: Oskar Schindler.

Inmediatamente después del desalojo del gueto miles de judíos fueron a parar a las cámaras de gas. Kopec fue recluido en un campo de trabajo al lado del aeropuerto de Cracovia. Un día llegó un camión que puso en alerta a todo el campo. De él se bajaron dos oficiales de la SS. quienes gritaron -en alemán- "¡Necesitamos 20 herreros. Levanten la mano los que estén capacitados!". Don Samuel -casi por instinto- levantó la mano. Junto con él, 50 compañeros hicieron lo mismo. Los voluntarios fueron alineados y llevados hasta el camión, que aguardaba con el motor encendido. Como sólo se necesitaban 20, una vez completado el cupo los 30 obreros restantes fueron detenidos a golpes. Kopec fue uno de los que lograron entrar. De los 30 que quedaron afuera nunca se volvió a saber nada.

Estos 20 hombres fueron llevados como mano de obra esclava a las fábricas de un señor de apellido Schindler. En realidad, tenía dos fábricas adjuntas: una de ollas esmaltadas, y otra, de detonadores para granadas. El saludo de Samuel Kopec al mundo de Schindler no fue muy grato. Tan pronto se bajó del camión le dieron un brutal culatazo en la cabeza que prácticamente le hizo perder el conocimiento. Pero aun así no se quejaba. Trabajo, aunque fuera en calidad de mano obra esclava, significaba vida.

Oskar Schindler, para sus empleados, era un personaje distante que se paseaba por su fábrica sin hablar con nadie. Si bien no tenía rasgos de crueldad, no era una persona calurosa ni accesible. Su contacto con sus trabajadores lo hacía principalmente a través de su contador, Isaac Stern, quien era en el fondo el que manejaba el negocio. A Schindler le interesaban solamente los resultados, y resultados había.

Curiosamente, Samuel Kopec fue uno de los pocos trabajadores que llegaron a tener cercanía con Schindler. El primer contacto tuvo lugar cuando por cuenta de sus habilidades artesanales fabricó un cenicero bastante sofisticado que le gustó a su jefe. Este lo llamó, lo felicitó y allí se conocieron. Kopec le había demostrado a Schindler que era muy bueno en su trabajo. Eso le permitió un grado de reconocimiento con el que no contó la mayoría de sus compañeros. Socializar con los trabajadores no era tan fácil para el dueño de la fábrica. Esta estaba supervisada por nazis uniformados que tenían instrucciones concretas de deshumanizar a cualquier judío. Por tanto, aunque Schindler quisiera ser amable con algún trabajador, corría un riesgo, pues podía costarle una denuncia ante la Gestapo.

EL ANGEL GUARDIAN
Con el transcurso del tiempo, los nazis intensificaron su persecución a los judíos. La población alemana, en términos generales, se sumó a esta actitud. Pero, curiosamente, Schindler, considerado hasta ese momento un gran oportunista, comenzó a demostrar cierta preocupación por la suerte de los judíos. Cuando la orden era disminuir las ya casi inexistentes raciones de comida, con su propio dinero y contrariando órdenes, optaba por mejorarles la alimentación. Cuando los guardas nazis decidían ejecutar a alguien, Schindler llegaba hasta el soborno para tratar de evitarlo.

Aunque nunca demostraba ningún rasgo humano, cada vez hacía más cosas en favor de sus trabajadores. Samuel Kopec, por ejemplo, era un fumador empedernido. Se decía que entre comer y fumar prefería lo segundo. Cuando lo veía, Schindler, quien fumaba tanto como él, prendía un cigarrillo y lo botaba al piso. Minutos después, Kopec lo recogía y se echaba la fumada del día. Si esto hubiera sido detectado por un guardia, Schindler pudo haber acabado en la cárcel. Efectivamente, una vez pasó varias noches en un calabozo, porque delante de los guardias le dio un beso de agradecimiento a una muchacha judía que le regaló un ponqué de cumpleaños. Y como si todo esto fuera poco, decidió permitir que los judíos celebraran a escondidas sus ceremonias religiosas, como el Yon Kippur, en la fábrica.

Los 1.100 trabajadores comenzaron a ver a Schindler como un ángel guardián. Y uno de los más cercanos a él era Kopec. Sin embargo, Schindler era un nazi y como tal tenía que seguir órdenes. Una vez le encargaron que segregara a sus trabajadores entre los indispensables y los marginales. Aunque nadie especificó, todo el mundo sabía lo que les pasaba a los marginales. Schindler no quiso hacer esta lista personalmente. Prefirió que fuera un judío el que tomara esa determinación. Y el escogido fue ni más ni menos que Samuel Kopec. Este se negó. Como judío, no estaba dispuesto a hacer el papel de dios entre sus compañeros. Schindler decidió que la policía judía elaborara entonces la lista. Y así se hizo. Pero, ¿cuál no sería la sorpresa de Kopec cuando descubrió que su nombre quedó en los que iban a ser despachados en un tren con rumbo desconocido? Alarmado, buscó a Schindler para informarle. Este, sorprendido, le dijo: "Eso no es posible. Venga conmigo". Juntos vieron la lista. Tan pronto la leyó, Schindler la rompió. Al otro día, él hizo su propia lista, y, como era de esperarse, Kopec se quedó en la fábrica.

Esa permanencia no fue por mucho tiempo. El ejército ruso estaba acercándose a Cracovia y esta vez los que tuvieron que evacuar la ciudad fueron los nazis. La maquinaria de las fábricas de Schindler fue desmontada para ser trasladada al pueblo de Brinlitz, en la parte de Checoslovaquia anexada por Hitler en 1938. Hacia allá se despachó la maquinaria y Schindler se desplazó a supervisar el proceso y a esperar a sus trabajadores.

Pero ya era 1944 y se acercaba el final de la guerra. A estas alturas, la prioridad de Hitler no era la explotación de la mano de obra judía, sino su exterminación total. Tal vez, por esto sucedió algo inesperado para los protagonistas, tanto para Schindler como para Samuel Kopec. Al campo llegó un tren de transporte de animales en el que todos fueron obligados a abordar. Las condiciones eran infrahumanas. Centenares de personas apenas podían respirar. Algunas murieron en el trayecto. No había comida ni agua ni condiciones sanitarias. Sin embargo, todos creían que iban a ser trasladados a la fábrica de Checoslovaquia. Pero en lugar de esto, el tren llegó al campo de concentración de Gross-Rosen. Eso lo descubrieron apenas vieron el signo fatídico que todo judío había oído durante la guerra como símbolo de los campos de exterminio. Por un lado, un aviso en alemán que decía "arbeil machltrei", que traducido significa "el trabajo da libertad''. Por otro, un galpón presentado como una ducha colectiva en el cual colgaba un aviso que decía "baño y desinfección". Los rumores sobre lo que significaban esas palabras habían circulado hacía años. Y en forma sorpresiva, Samuel Kopec y los otros integrantes de la lista de Schindler se enfrentaron súbitamente a esta realidad.

Les ordenaron desnudarse. Hicieron cola frente al galpón y comenzaron a rezar. Se abrieron las puertas y esa masa de cuerpos desnudos fue entrando a un recinto enorme donde en el techo había una tubería que parecía de regadera, pero que inspiraba sospechas de mucho más alcance. Se cerraron las puertas. Muchos comenzaron a llorar histéricamente. Todos los familiares se abrazaron. Un nazi, desde afuera, abrió una llave, y en ese momento sucedió el milagro. En lugar de salir gas del techo, salió agua. Las lágrimas de terror se convirtieron en lágrimas de euforia. Y los abrazos de despedida, en abrazos de alegría. El campo era una zona de exterminio, pero el exterminio no había sido ese día.

Mientras todo esto pasaba, Schindler descubrió que sus trabajadores habían sido desviados a GrossRosen. Utilizando todas sus palancas fue a donde los más altos jerarcas nazis a reclamarlos, invocando sus derechos de patrono. Otra vez tuvo que pagar. Pero el hecho es que tres días después llegó personalmente al campo de concentración y también personalmente los embarcó en otro tren para llevárselos a su nueva fábrica, en Checoslovaquia. Una vez más Samuel Kopec se había salvado.

El conflicto llegaba a su fin. Los rusos de un lado y los aliados del otro estaban en las puertas de Alemania. Por tanto, la permanencia de los judíos de Schindler en Brinlitz no fue muy extensa. Pero la brevedad no quiere decir en forma alguna que no haya sido dramática. Un día, los hombres de la SS, que no dependían directamente de Schindler, le dieron la orden a los trabajadores de cavar fosas. No quedaba ninguna duda de que el propósito de este ejercicio era enterrar allí a quienes las habían cavado. Esta fue una práctica común en los días finales de la guerra, cuando los alemanes, antes de retirarse de las zonas ocupadas, destruían los campos, incluyendo a sus ocupantes.

Schindler entendió exactamente de qué se trataba. De nuevo llamó a Kopec. Le mostró una carta con un sello del alto comando nazi. Le dijo: "Necesito que usted me haga un sello idéntico a este". Kopec era considerado a estas alturas casi un genio de las artes manuales. Pero su campo era el metal. Las materias primas para fabricar un sello le eran ajenas. Sin embargo, al entender tan claramente como Schindler de qué se trataba la cavada de las fosas, y se, encerró a hacerlo. Después de mil peripecias y uno que otro fracaso inicial, logró el milagro: un pequeño artefacto en aluminio, que, presionado a través de papel carbón sobre papel blanco, producía una marca idéntica a las que aparecían en las cartas de las oficinas de Himler.

Schindler recibió el sello y nadie sabe con certeza qué hizo con él. Pero lo que sí se sabe es que prácticamente al otro día todo el contingente de la SS, entrenado para la exterminación de los judíos, recibió una carta en la que se le ordenaba desplazarse hacia otra localidad. En su reemplazo, llegaron unos reservistas del ejército regular alemán, extraños al mundo de crueldad y de lavado de cerebro de los SS.

Pocos días después se acabó la guerra. Schindler, al saberlo, ordenó colocar un altoparlante en su fábrica para que los 1.100 trabajadores escucharan la voz de Winston Churchill anunciando la rendición incondicional de Alemania. El momento fue solemne. En seis años había cambiado la historia de la humanidad. Y un simple anuncio de radio daba cuenta de que que la pesadilla había terminado. Schindler llamó a las 10 personas más allegadas a él, una de las cuales era Samuel Kopec. Les dio unas instrucciones elementales: "Quédense aquí por ahora hasta que se oficialice la liberación de esta zona ". Les entregó unas armas y les comunicó que él se iba, pues al haber perdido la guerra los alemanes se encontraba en peligro por formar parte de los derrotados. Se dirigió a Kopec y le dijo que tenía un Mercedes Benz y un camión para sacar todas sus pertenencias y abandonar a Brinlitz. Lo único que le faltaba era un chofer. Le preguntó a Kopec si quería desempeñar ese papel. Pero no sabía manejar. Sin embargo, les recomendó a dos amigos que sí sabían. Al día siguiente, el Mercedes Benz y el camión de Schindler partieron de la fábrica con rumbo desconocido. Esa fue la última vez que Oskar Schindler y Samuel Kopec se vieron en la vida. Los 1.100 trabajadores se sentaron en la fábrica a esperar qué ocurría. Pasaban y pasaban los días y todo seguía igual. Finalmente un día llegó un soldado ruso solo, montado en un caballo. Sin hablar bien alemán ni polaco, les comunicó lo que estaban ansiosos de oír: "Están libres. Ahora pueden irse de aquí y hacer lo que quieran".

Finalizada la guerra, Samuel Kopec comenzó a averiguar qué había pasado con su familia. Dos hermanas suyas habían perecido en campos de concentración. Pero uno a uno fueron apareciendo sus hermanos a través des los servicios que prestaba la Cruz Roja para que los judíos encontraran a sus familiares. Un día le llegó una carta de uno de sus hermanos diciéndole que estaba viviendo en Colombia y que le recomendaba trasladarse hacia allá. Kopec jamás había escuchado ese nombre, pero finalmente llegó a Barranquilla en 1948. Gradualmente fueron arribando aquí algunos de sus hermanos. Y echaron raíces en Colombia. Hoy los Kopec forman parte integral de la vida colombiana en varias actividades.

Paradójicamente, al que no le fue muy bien fue a Schindler. En Alemania nadie registró sus actos heroicos y comenzó a alcoholizarse poco a poco. Paupérrimo, se trasladó a Buenos Aires con su esposa Emilie, donde su sostenimiento corrió por cuenta del gobierno israelí y de algunos sobrevivientes de su fábrica. En cambio, en Israel sí se le hizo el reconocimiento merecido. Recibió las máximas condecoraciones que otorga el Estado y año tras año fue recibido no sólo como un amigo, sino como un héroe. Eventualmente decidió abandonar a Argentina y a su esposa, y regresó a Alemania. Allá murió en 1974, a los 64 años, totalmente anónimo y olvidado. En su testamento pidió que lo enterraran en Israel.

Hoy, en el cementerio católico de Jerusalén, yace una tumba en su honor donde, anualmente, los sobrevivientes de su lista depositan una piedra en el mármol del mausoleo como recuerdo de su memoria. La fila de los sobrevivientes rindiéndole este homenaje es la última escena de la película. Por un azar del destino, en esa escena no aparece Samuel Kopec. Spielberg puso avisos en todos los periódicos europeos para buscar sobrevivientes de la lista de Schindler con el propósito de invitarlos a Jerusalén a filmar esa escena. Pero a Colombia las cosas llegan siempre un poco más tarde. Mientras los allegados de Kopec se enteraron y buscaron la forma de comunicarse con el director de cine, ya la escena se había filmado. Por esto, Samuel Kopec, uno de los protagonistas más importantes de un episodio histórico que ha sido inmortalizado en la pantalla, es uno de los pocos que no aparece en esta película de impresionante valor testimonial.-