CRÓNICA
Estudiar al otro lado de la frontera. Crónica de los niños venezolanos que asisten a la escuela en Cúcuta
Para poder estudiar, 9.200 de niños venezolanos deben vivir la odisea diaria de cruzar la desapacible frontera entre Venezuela y Colombia, en busca de una educación más digna que la que ahora ofrecen en su país.
“Divide y reinarás” anuncia una de las frases más repetidas desde que se le atribuyera su origen a Filipo de Macedonia, padre de Alejandro Magno, y también al emperador romano Julio César. Una sentencia que desde la antigüedad dio prestigio a una estrategia política y militar basada en la división, y en la que cerrar una frontera forma parte del abanico de maniobras que hacen posible el reino de uno a cambio de la separación de miles.
Y es en ese contexto donde se puede entender el cansancio diario de los niños venezolanos que llegan antes del amanecer al puente Francisco de Paula Santander, una de las tres conexiones terrestres que hay entre Cúcuta y Venezuela. Vienen de recorrer cerca de dos kilómetros desde Ureña, primer pueblo en territorio venezolano, famoso en los años de apogeo por las piscinas de aguas calientes y por el ‘Duty Free Americas’. Hoy, de lo que era el templo de la mercancía barata ya no quedan sino letreros carcomidos por el óxido y solo le sacan provecho los vendedores que, en horas de sol, descansan a la sombra que proyectan sus muros.
Para los niños, la abandonada tienda funciona como indicador de que están a escasos metros de pasar la frontera. Para ellos, Colombia representa un transporte hacia una educación más digna de la que ahora ofrecen en su país. Hasta febrero de este año, los buses podían entrar a territorio venezolano, pero la situación cambió cuando a finales de ese mes varios camiones con ayuda humanitaria fueron incinerados, en el que fue uno de los momentos de tensión más álgidos en medio de la crisis.
El presidente venezolano, Nicolás Maduro, dio entonces la orden de cerrar la frontera y hoy el espacio al que llegaban los buses lo ocupa un contenedor al que le pintaron una bandera de Venezuela. Bajo las ocho estrellas que brillan en ese símbolo aparecen los primeros niños. Su llegada anuncia la cercanía de las cinco de la mañana en el reloj. Previos al alba, tres momentos rompen el silencio: el cauce del río Táchira, los pasos de los niños y el jadeo de los que llegan corriendo.
“Es que cuando llegamos rápido agarramos el primer puesto de la fila para entrar al bus”, explica uno de ellos, mientras se aleja. Los que vienen en grupo pasan comentando sobre el plano cartesiano o la tarea de la célula. Padres con sus hijos de la mano y adultos que llegan a trabajar a Cúcuta completan la población que ingresa.
De los más de 9.200 niños venezolanos que en este momento estudian en diferentes colegios de Cúcuta, un total de 2.023 hacen parte de ese ‘corredor humanitario’ educativo, llamado así porque además del transporte, la alimentación escolar viene de la mano del Programa Mundial de Alimentos de la ONU, el cual entrega 7.800 componentes alimentarios dirigidos exclusivamente a los niños y niñas venezolanos.
Con 700 estudiantes, el colegio Misael Pastrana Borrero es la institución que más alumnos de Venezuela ha recibido y es ejemplo de integración porque el personero, Jean Franco Rodríguez, es venezolano. De a poco, el rector Pablo Silva ha ido desmantelando diferentes talleres para convertirlos en salones de clase, y así poder recibir más estudiantes. Dice que no les piden ni un peso a los niños: “Solo les exigimos excelencia académica y da la casualidad que el estudiante venezolano promedio es bueno”, señala.
Regreso bajo el sol
No es grande. En una cartulina rosada que lleva por título ‘Mejores lectores’. El cuadro de honor de la profesora Ludy Meneses lo conforma un libro abierto en miniatura pintado junto con el nombre de cada estudiante. Por cada libro que uno de ellos lee, Meneses se encarga de actualizarlo como quien agrega una unidad más en la línea de un ábaco. Y nadie en esta aula del colegio Misael Pastrana ha leído más que Esther, una niña perspicaz, empática y valiente.
“Soy venezolana y me despierto a las cuatro de la mañana. Me baño, me visto, desayuno y mi mamá me lleva al puente y yo lo cruzo. Después me subo al bus y voy al colegio”, dice. Podría ser un libreto calcado para describir la mañana de los niños que llegan a Cúcuta para estudiar, pero este es exclusivo de una lectora voraz a la que su mamá le arma un par de trenzas con el mismo esmero cada mañana.
Dolca Ochoa se levanta a las tres de la mañana para dejar lista la comida del día y tener tiempo de alistar a Esther. Su hija cerró el año escolar con 35 libros leídos y un promedio de 4,69 sobre 5. Ocupó el segundo lugar en su curso solo por detrás de otro niño venezolano. “En la casa teníamos 15 libros y se los tragó enteros, y después empezamos a sacarlos de la biblioteca. Los otros, el papá se los ha tenido que comprar porque ella se los pide”, explica la madre mientras espera el bus que trae a su hija.
El recorrido de vuelta es al mediodía. En la frontera hace una temperatura de 32 grados centígrados bajo un cielo tan impoluto que casi se siente la combustión del sol. A esa hora, el comercio lo monopolizan los vendedores de agua y los ‘rastrilleros’, que se encargan de transportar los equipajes y paquetes pesados. Incluso llevan maquinaria por debajo del puente a través del río Táchira.
Esther mira por la baranda y dice que reconoce el camino de una de las 280 trochas que cruzan ese río. “Me sé el trayecto de memoria”, asegura. En los momentos más agudos de tensión diplomática entre ambos países, bastaba con una frase certera de uno de los dos presidentes para cerrar la frontera. Tal vez sin dimensionar lo que eso implica para grupos de personas como Esther y su mamá.
“Debíamos hacer todo con anticipación, porque por la trocha es una hora más de recorrido”, precisa Ochoa. La luz de un celular quedaba corta para iluminar los obstáculos y era apenas normal que Esther llegara a tomar la primera clase de las siete de la mañana con algún roto en la falda o en las medias, o con un rasguño en su piel. Eso sin contar con el riesgo que implica saltar por las piedras del río y, de vez en cuando, mojar el uniforme por algún paso en falso.
La determinación en la cara de Esther solo se descifra con la fuerza de sus respuestas. “Quiero llegar a ser una persona importante para ayudar a los demás”, señala. Y dice que su libro preferido es Marcelino, pan y vino, del escritor español José María Sánchez, “porque trata de lo que está viviendo Venezuela: Marcelino es un niño al que lo abandonan al frente de la casa de unos monjes, como pasa con los bebés que dejan al frente de las casas. Un día, el niño va a un lugar prohibido donde está un Jesús crucificado y le pide que lo lleve con la mamá… y muere”.
La herencia de Esther
El camino de ambas atraviesa Ureña hasta la plaza central y de ahí hasta la cancha donde están los mototaxis. En ese pueblo fronterizo circula desde hace poco la moneda de Colombia y 2.000 pesos colombianos por cada una es el precio por llevarlas hasta La Mulata, una vereda del barrio Villa Camila, a ocho kilómetros de Ureña.
Las tardes pasan para Esther entre libros y compromisos escolares. Solo la angustia el servicio de internet, nulo en zonas rurales como en la que vive. Para eso tiene a Jorge, su hermano mayor de 24 años, quien después de estudiar en el Sena encontró trabajo como auxiliar de cocina en el Gran Casino de Cúcuta. Desde su casa, él revisa los mensajes que su hermana le envía: todos son preguntas que él consulta y le comparte las respuestas vía WhatsApp. “Todo el mundo piensa que es mi hija porque estoy muy pendiente de ella –confiesa–. Creo que es una forma de mostrarle que la unión familiar es la fortaleza para sus sueños”.
A pocos meses del nuevo año escolar, Esther está nerviosa porque su hermano le ha dicho que el bachillerato es una jungla, pero su mamá insiste en recordarle que debe esforzarse el doble si en realidad quiere estudiar medicina, algo que tuvo claro desde los 8 años, aunque apenas con 4 pedía batas, estetoscopios y termómetros como regalos para Navidad. “Ha estado acongojada, porque ella es consciente de que la carrera es cara. Pero sabemos que una beca no es imposible porque en Colombia hay varias opciones”, advierte.
En La herencia de Ester, novela del escritor húngaro Sándor Márai, la protagonista recibe la visita de Lajos, un seductor sin escrúpulos que destruye a su familia y les quita todo. Los críticos reseñan la obra como una historia sobre la inevitabilidad del destino. Puede que el camino de los niños venezolanos educados en Colombia esté marcado por las dificultades, pero vidas como la de Esther abren una senda hacia otro destino ineludible: una joven de 17 años que, en noviembre de 2025, sostiene un diploma en las manos. Muy pesado, porque sabe cuánto le costó.
*Periodista