Arquitectura

El sueño de Rogelio Salmona y León Valencia

El arquitecto murió sin terminar un edificio que diseñó con el exmilitante. María Elvira Madriñán, viuda y extensión del maestro, lo pulió y lo puso en pie este año.

Laura Latiff
13 de septiembre de 2016
Una foto del edificio terminado. Crédito Laura Latiff.

Desde su escritorio, lo que necesitaba Rogelio Salmona para dibujar era luz natural y un paisaje amplio que le ofreciera ciudad y montañas al mismo tiempo. Para él era importante sentir la atmósfera de la calle y por eso en su taller montó un mirador en el que podía ver los edificios más altos del centro de Bogotá, que hacían de falda de los cerros orientales y de Monserrate. Su salón, el espacio que adecuó para crear sus planos en el último piso de la Sociedad Colombiana de Arquitectos, fue la herencia que le dejó a su viuda, María Elvira Madriñán, su colega, quien en ese mismo espacio ahora termina las obras que al arquitecto dejó en trazos cuando un cáncer se lo llevó a los 78 años.

Cuando León Valencia abandonó la selva se fue con la idea de buscar a Rogelio Salmona, a quien invocaba cuando el monte no lo dejaba dormir. En la carta de despedida que el político le escribió al arquitecto el día de su muerte, el 3 de octubre de 2007, le contó que lo que pensaba en las noches de vigilia, cuando el viento que golpeaba los árboles también lo mecía a él, era en esa habilidad que tenía para crear edificaciones en donde parecía que los ladrillos no cortaban el flujo del aire, porque él siempre conseguía que la naturaleza estuviera allí. Al llegar a Bogotá, lo que quería el exguerrillero era vivir en un espacio que pudiera dibujar con el arquitecto.

Fue en los ochenta la primera vez que Valencia vio a Salmona, en una de reunión de izquierda donde coincidieron por estar convencidos de que para cambiar el país había que pensar diferente. Aunque el exguerrillero militaba en el ELN y el arquitecto era un asistente irregular a las tertulias del Partido Comunista, su pensamiento radical los conectaba silenciosamente. En esos años Valencia no se atrevió a acercársele mucho porque veía en su semblante la fama que tenía de malhumorado, pero en 1992, justo después de que el exguerrillero dejara los fusiles, fue a buscarlo y terminó trabajando con él cuando Salmona lo nombró subdirector académico del Centro Cultural Jorge Eliécer Gaitán, que recién había construido.

Con una amistad ya cultivada, en el 2004 empezaron a hacer los planos de un edificio residencial, que desde el principio se pensó discreto, de ladrillo ocre, de un tono opaco que solo Salmona conseguía. Un terreno sobre la carrera octava, en el límite del barrio La Candelaria, fue el espacio en donde se iba a erigir una de las últimas obras que el maestro dejó hilvanadas antes de morir. Cuando dejó el mundo no alcanzó a diseñar cada uno de los 16 apartamentos, fue María Elvira quien los terminó. Aprendió de él guardando los bocetos que el maestro tiraba a la basura si había un solo punto desatinado. Valencia también recuerda de Salmona su carácter obsesivo, tan perfeccionista que no le importaba tumbar un muro entero varias veces si algún detalle fallaba.

Se necesitaron 12 años, hasta 2016, para terminar la obra, que casi no se levanta por problemas de licencias y de construcción. En el barrio se opusieron a un edificio de cuatro pisos porque rompía con la estética de las casas bajas, pero María Elvira logró convencer a la gente de que los planos que ella terminó podían quedar a la misma altura de la vecindad. Sabía que haciendo retrocesos en la terraza e inclinando el balcón se conseguía la sensación de estar bajo, aunque desde ahí se pudieran ver las montañas y al mismo tiempo la Catedral Primada.

La vista desde el edificio. Crédito: Laura Latiff.

Un padre español y una madre francesa decidieron que Salmona nacería en París, aunque Bogotá lo acogió desde pequeño. Estudió arquitectura en la Universidad Nacional pero no terminó su carrera, algo más grande se cruzó en su camino. Como le apasionaba la construcción y el diseño, Le Corbusier, el arquitecto más innovador de mitad del siglo XX, lo hizo su amanuense en su estudio en París. Los disturbios que se destararon después del asesinato de Gaitán obligaron a Salmona a irse de Colombia a sus 19. Llegó a Francia para vivir diez años a aprender del mejor sobre cómo crear obras monumentales que estuvieran en armonía con el paisaje y el clima.

Así lo hizo con los pozos del Eje Ambiental que siguen la ruta del río San Francisco que desciende por la Avenida Jiménez. También con las plazoletas del Centro Cultural García Márquez que se extienden hacia la calle y con los ventanales del segundo piso reflejan todo lo que sucede en la acera de enfrente. Con las cúpulas que diseñó en la biblioteca Virgilio Barco quería que desde adentro se pudiera ver el sol y las nubes, y optó por hacer pasillos en laberintos porque nunca estuvo de acuerdo con las barreras, ni con las cercas ni rejas. Los ladrillos, que nunca dejó de usar porque decía que así le daba trabajo a más gente, eran ideales porque servían para el frío y el calor.

La primera obra que cimentó Salmona en solitario se la encomendó Virgilio Barco, en 1965, cuando siendo alcalde de Bogotá le pidió que construyera las Torres del Parque para darle un hogar a la clase obrera. Salmona, aunque algo frío, podía alardear de ser una persona obediente con su forma de pensar, pues siempre ponía por delante a los que menos tenían. A la ciudad y a sus inquilinos les regaló una panorámica envidiable de Bogotá, con la plaza de toros La Macarena a sus pies y una rotonda que envolvió de árboles para que tuvieran un entorno gozoso.

Hasta ahora empiezan a habitar el último edificio residencial que dejó Salmona, el maestro que levantó 58 construcciones en 50 años de trabajo en Colombia con una técnica que lo convirtió en los más respetados de América Latina. Le aprendió al mejor de la arquitectura francesa para volver a un país que nunca se olvidaría de él.