La mirada del discípulo

Alma Guillermo Prieto, la cronista

Juanita León
25 de junio de 2005

Supongo que todos tenemos un momento en la vida en el que encontramos una persona que se parece a lo que nosotros soñamos ser cuando grandes. A mí ese instante feliz me sucedió una tarde de verano. Tenía 25 años y estaba estudiando una maestría en periodismo. Ese día, estaba hojeando la revista New Yorker cuando me tropecé con un artículo escrito por Alma Guillermoprieto. Ya no recuerdo el tema, salvo que era sobre América Latina, su gran obsesión.

Recuerdo que me impresionó su tono, su manera delicada de combinar los detalles más ínfimos con información dura. Sus agudas percepciones sobre los sucesos y la gente permeaban sus textos. Pero nunca incurría en la tentación de convertirse en la protagonista. 

Esa misma tarde compré su libro "Al pie del volcán te escribo", un recorrido por los hitos políticos de Suramérica durante la década de los 90, y me lo leí con la devoción de un fanático. Al finalizarlo, sin saber nada sobre ella, me había convertido en su discípula.

Alma Guillermoprieto nació en México en 1949. Cuando era adolescente se fue a vivir con su mamá en Nueva York, donde se convirtió en una bailarina profesional. Bailó con los grandes maestros de la danza contemporánea: Martha Graham, Twyla Tharp y Merce Cunningham. Pero, como lo narra de manera desgarradora en su último libro "La Habana en un Espejo", un día aceptó que no sería una gran bailarina. Entonces, empacó su maleta y se fue para La Habana como profesora de baile. Vivir en la isla en esos años le permitió conocer la revolución de Fidel desde adentro, sin ilusiones, más allá de la propaganda del régimen cubano y del resentimiento de los exiliados en Miami. Quizás fue allá donde aprendió a ver. No es fácil captar la realidad que esconden los discursos, es tanto más fácil dejar que otros piensen por uno. La vida de una bailarina es corta y al cabo de unos años se volvió periodista.

Cubrió la guerra centroamericana para el diario inglés The Guardian, cuando era todavía una joven reportera, free lance y sin un peso. Según nos contó en su taller de crónica para la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, le tocaba pegarse a su amiga fotógrafa Susan Meiselas, del New York Times, -que sí tenía viáticos- para viajar a las zonas de combate. Esta cercanía con los hechos, lejos de la comodidad de los hoteles donde la mayoría de sus colegas hacían reportería por teléfono, le permitió escribir la verdad sobre ese conflicto, o por lo menos, una versión más cercana a ella. Ese fue su consejo más útil: hay que acercarse a los protagonistas, hay que huir de los jefes de prensa.

La otra lección fue más silenciosa. Años después de haberla leído por primera vez, la conocí en Bogotá. Tuve la suerte de ser su asistente para una historia que vino a escribir sobre el Caguán. Mi trabajo no era glamoroso. Consistía en buscarle unas cifras, cuadrarle unas citas, hacer unas cronologías tediosas. Todo se justificaba por verla trabajar: parecía haciendo la historia de su vida por primera vez. Ya había vivido en Colombia varios años, había conocido en persona a Tirofijo, había leído gran parte de la literatura relevante sobre el conflicto. Tenía todo el contexto.

Su truco estaba en la forma como desenterraba las historias. ¿A dónde tengo que ir, qué vida debo buscar para contar mejor la tragedia de este país?, era su pregunta guía. En un mes viajó al Caguán, habló con gente en la cárcel, se contactó con los jefes de los grupos y hasta con el mismísimo presidente, verificó los nombres de los árboles y de los ríos con el Agustín Codazzi. No ahorró ningún esfuerzo. También se vio con sus amigos, que eran muchos y muy divertidos. Después me di cuenta que incluso mientras tomaba vino y se reía con la gente que quería estaba trabajando. Es en la cotidianidad donde se encuentran los detalles que encapsulan la vida. Es allí donde ella se ubica para contar sus historias.