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Soldados chinos recorren Lhasa, la capital de Tíbet, después de protestas en contra de la ocupación china que terminó con disturbios y expresiones de violencia. Foto: AFP

Internacional

El Tibet: una historia compleja

Detrás de los disturbios en Lhasa y otras ciudades, está una saga centenaria de encuentros y desencuentros entre los chinos y los tibetanos.

Análisis de Mauricio Sáenz
19 de marzo de 2008

No es fácil imaginar al Tíbet como escenario de protestas violentas. Al fin y el cabo las pocas referencias que llegan a nosotros, generalmente a través del cine, evocan un paisaje digno de la mítica Shangri-La, con cumbres nevadas salpicadas de monasterios habitados por monjes budistas más interesados en los asuntos del espíritu que en los de la política. Sin embargo, desde hace unos dias los sangrientos disturbios en su idealizada capital, Lhasa, han sido un recordatorio de que, en realidad, Tibet es uno de los lugares más conflictivos del mundo.

A primera vista, el asunto parece hasta sencillo. Según la ignorancia occidental, los tibetanos tienen todo el derecho a rebelarse contra la opresión de una potencia extranjera que invadió su país y que trata por todos los medios de destruir su historia, su cultura y su religión. Si uno le pregunta a cualquiera en una calle de este lado del planeta si Tíbet tiene la razón en este problema, contestará con un entusiasta SI.

Sin embargo, la cosa es mucho más complicada y tiene que ver con numerosos factores generalmente olvidados. Primero, con los antecedentes históricos; segundo, con las instituciones feudales que dominaban al Tíbet hasta 1951; tercero, con la presencia en muchos momentos clave de los intereses de potencias extranjeras; cuarto, con las conveniencias estratégicas de China en un momento en el que espera graduarse con honores, en la palestra de los juegos olímpicos de Beijing, como la nueva superpotencia mundial. Y quinto, con que Tibet ha sido, al menos a lo largo del siglo XX, reconocido por la comunidad internacional como parte integrante del territorio de China. Razón por la cual a pesar, o más bien por causa del antecedente de Kosovo, su separación de China es prácticamente un imposible.

Según con quien se hable, Tibet ha sido siempre independiente, o parte integrante de China. La dificultad para entender el problema radica en que se trata de una historia muy antigua y llena de zonas oscuras, que permiten a ambas partes defender su postura con argumentos más o menos sólidos.

Por lo menos desde el siglo XIII, el Tibet atrajo la atención de los conquistadores mongoles, que integraron el entonces enorme territorio a su conquista de China. La historia que sigue tiene períodos alternativos de mayor o menor independencia según la óptica con que se mire. Pero es un hecho que durante la última dinastía china, la Manchú, o Qing, Tibet permaneció bajo el gobierno de los ambans, o administradores imperiales, que poco a poco vieron desvanerse su poder a manos de gobernantes locales. Ese período duró desde 1728 hasta comienzos del siglo XX, cuando llegó al área un factor que hasta hoy sigue pesando en la conciencia popular de los chinos: la influencia extranjera.

En efecto, en 1903 una expedición británica tomó la capital, Lhasa, para obligarla a abrir su comercio, lo que despertó al imperio de su letargo tibetano. China consideró la invasión como una amenaza a su integridad, y reasumió con toda su fuerza su presencia en Tibet. Pero ese entusiasmo renacido duró sólo hasta 1911, cuando la revolución liderada por Sun Yat-Sen abolió el imperio y creó la República de China.

Desde ese año Tibet funcionó de hecho como un país independiente , pero sin el reconocimiento de las potencias más importantes, como Estados Unidos y el Reino Unido, que siguieron aceptando la soberanía de Beijing. Mientras tanto, China atravesaba una guerra civil que terminó en 1949 con el triunfo de Mao Zedong y el nacimiento de la República Popular China. Los comunistas, tanto como los derrotados nacionalistas de Chiang Kai Chek, reclamaban la soberanía sobre Tibet, por lo que no fue una sorpresa que, una vez resuelto el conflicto interno, ocuparan el territorio en octubre de 1950. Ninguno de los países occidentales acudió al llamado de auxilio del gobierno tibetano. En mayo del año siguiente se firmó el “Acuerdo para la liberación pacífica del Tibet”, por el cual se reconoció expresamente la soberanía china a cambio de que el Dalai Lama, el líder religioso que reclama ser la reencarnación de Buda, permaneciera al frente de sus destinos.

Ese acuerdo, sin embargo, nunca pudo cumplirse apropiadamente y llegó a su fin en 1959, cuando estallaron disturbios que llevaron al dirigente religioso a su exilio la vecina India y terminaron con el establecimiento, por parte del gobierno chino, de un gobierno popular en la región.

Lo que siguió es presentado por los chinos como la verdadera “liberación” de Tibet. El gobierno desmanteló el sistema teocrático-feudal imperante, bajo el cual la expectativa de vida era de 36 años, y en el que el 95 por ciento de la población estaba conformado por siervos hereditarios de la nobleza y de los monasterios, que vivían como verdaderos esclavos en pleno siglo XX. Y lanzó un ambicioso programa de modernización que incluyó sacar del analfabetismo a la inmensa mayoría de la gente. Pero el remedio fue tan doloroso como la enfermedad, pues la tierra fue redistribuida en forma abrupta y violenta, los intelectuales fueron reprimidos, y la práctica religiosa fue ilegalizada.

Por eso, lo que los chinos llamaban modernización, para los tibetanos fue el asesinato de su cultura y sus tradiciones. Numerosos monasterios pagaron un alto precio por haber sido los santuarios del esclavismo. Fueron demolidos mientras miles de monjes eran desalojados. Por supuesto, los más afectados por el proceso fueron los nobles y los dirigentes religiosos, que siguieron al Dalai Lama a su exilio en India, y que hoy son los mayores animadores de la rebelión.

Por otro lado, China comenzó a poblar el territorio tibetano con inmigrantes de la etnia Han (la predominante en el país), lo que es visto por el Dalai Lama y sus seguidores como un intento por cambiar el equilibrio demográfico. En su momento Deng Xiao Ping justificó la medida con el argumento de que la población de Tibet era demasiado escasa para lograr las metas de desarrollo impuestas. Y aunque el gobierno desde Beijing afirma que los Han apenas conforman el 3 por ciento de la población de Tibet, los exiliados sostienen que ya son más de la mitad. De ahí que la reciente inauguración de una moderna vía férrea, que en cualquier parte sería vista como un adelanto, es rechazada por los tibetanos que temen que el tren acabe de llenar su tierra de chinos Han.

A pesar de numerosos intentos de entendimiento entre Beijing, el Dalai Lama y el gobierno tibetano en el exilio, las partes siguen lejos de un acuerdo. Aunque el Dalai Lama ha renunciado a su aspiración original de independencia absoluta (en lo que se ha ganado críticas de los tibetanos exiliados), no parece muy cercano el dia en que el gobierno chino otorgue a la región una autonomía mayor de la que hoy tiene.

La razón tiene que ver con su propia supervivencia como Estado unitario y, de nuevo, con su resentimiento ancestral hacia la nefasta presencia del extranjero en su historia. No hay que olvidar que entre el siglo XIX y XX, cuando Tibet se deslizaba fuera de la esfera china, el país parecía destinado a disolverse y la humillación inflingida por las potencias extranjeras parecía no tener límites. Hong Kong se convirtió en colonia británica, en la ciudad de Shanghai los barrios se regían por legislaciones extranjeras, según el origen de sus habitantes, ingleses, alemanes, franceses... Manchuria cayó en manos de los japoneses, Macao ya llevaba siglos bajo los portugueses, y Taiwán se convertía en un “estado renegado” bajo el gobierno nacionalista de Chiang Kai Chek, financiado inicialmente por Estados Unidos.

A todo ello hay que agregarle que hoy entre los entendidos nadie discute que la rebelión de 1959, que echó abajo el proyecto inicial de convivencia entre tibetanos y chinos, fue organizada por la Agencia Central de Inteligencia norteamericana (CIA). De ahí que falte muy poco para que alguno de los gobernantes chinos acuse a alguien proveniente de fuera de sus fronteras de poner convenientemente la mano en la rebelión actual. Desde ese punto de vista, no resultaría una simple coincidencia que la habitual marcha pacífica que realizan cientos de tibetanos para conmemorar la rebelión de 1958, estallara en violencia precisamente en esta ocasión, cuando los chinos se aprestan a celebrar en Beijing los Juegos Olímpicos. Es obvio que en esta oportunidad la Olimpíada permitiría ejercer mayor presión política por parte de gobiernos extranjeros, pues el gobierno de Hu Jintao considera a esos Juegos como la graduación oficial del país como superpotencia mundial.

Por último, Tibet no es el único asunto que deben resolver los gobernantes chinos. Precisamente los disturbios de Tibet pusieron en segundo plano un episodio mucho más preocupante que las autoridades chinas revelaron el 18 de marzo. Sucedió a bordo de un vuelo de la Aerolínea del Sur de China, entre Urumki, en el Xinjiang, hacia Beijing. La tripulación descubrió a una mujer uigur que trataba de incendiar el avión desde el baño. Para las autoridades, fue un intento de atentado perpetrado por los separatistas uigures de esa región predominantemente musulmana. Lo cual significa que es allí, y no en el muy publicitado y glamoroso tema del Tíbet, donde está la verdadera amenaza a las Olimpíadas,

O sea que sigue la temporada de problemas para la dirigencia del país más poblado del mundo.