La mirada del discípulo

Jon Lee Anderson, el maestro del perfil

Graciela Mochkofsky
25 de junio de 2005

Conocí a Jon Lee Anderson en un taller de perfiles que dictó en Cartagena de Indias para la FNPI, en julio de 2002. Había leído su gran biografía del Che, sus bellos perfiles y sus impresionantes crónicas de Afganistán en The Newyorker. Sabía que había escrito un libro sobre guerrillas que en Buenos Aires no se conseguía, que había vivido en Perú y en Cuba, que residía en Europa y hablaba un español perfecto. Era un sofisticado aventurero, un viajero de mente abierta que podía elegir sus destinos; como colaborador permanente de una de las mejores revistas del mundo, tenía uno de los trabajos más privilegiados que era posible imaginar.

Sabía que si un día un genio de lámpara se materializaba ante mí y me otorgaba un deseo, pediría sin dudarlo el tipo de vida de Jon Lee Anderson.

Nos presentaron en la cena colectiva previa al taller. Rubio, alto, de jeans y remera, tenía un aspecto muy gringo. Pero hablaba como cubano -con esa "l" deliciosa en que convierten la "r"- y su mirada era interesada y amable, sin la actitud condescendiente del gringo medio. Más tarde me dijo que se consideraba un gringo "sólo técnicamente", porque había crecido, y pasado la mayor parte de su vida lejos de Estados Unidos.

Había llegado hasta allí en una larga peripecia: del interior de Inglaterra, donde vivía con su mujer y sus tres hijos, había viajado a Sao Tomé, Africa, donde había trabajado en un artículo de The Newyorker y comido carne de murciélago; una travesía con varias escalas, cargando dos grandes bolsos con regalos para un casamiento en Nueva York al que asistiría una semana más tarde.

Se veía que necesitaba unas buenas 12 horas de sueño ininterrumpido. Pero en los cinco días que siguieron se sometió -nos sometió- a una maratón de lecturas y discusiones. Sus comentarios eran duros y honestos, de buen editor (no todos se lo tomaron a bien). Comenzó la disección de mi texto, del que yo estaba bastante orgullosa, con la sentencia: "Esto no es un perfil". Desde entonces, siempre que escribo sobre alguien, me pregunto si el texto "respira", como le gustaba decir a Jon Lee.

Por más esfuerzo que hicimos, fue el único que llegó a leer completa la montaña de perfiles que habíamos escrito. Se arregló además para mantener consultorías privadas con todos los que se las pedimos, dando aliento, buenos consejos y prometiendo su apoyo a todo proyecto que le proponíamos.

En la fiesta de despedida me tomé media docena de mojitos para animarme a preguntarle por qué, si ganaba buen dinero, tenía prestigio y una vida de aventuras, dedicaba tanto esfuerzo a estos talleres. Me vi humillada por la respuesta:

-Porque quiero devolver algo de lo que recibí.
Más tarde, con Gabriel, mi marido, que me había acompañado, lo invitamos a tomar un trago en el patio del hotel. Era visible que lo único que quería en el mundo era dormir, pero a esta altura sabíamos que no tendría corazón para rechazarnos, y nos aprovechamos.

Nos contó que en la adolescencia había hecho una lista de las experiencias que necesitaba vivir para completar su educación. Incluía ser minero de carbón en Gales, trepar el monte Everest, cruzar el Atlántico en un bote a remo, conocer la prisión. A los 25 años se había dicho a sí mismo: "Lo he vivido casi todo. Sólo me falta la guerra". Y hacia Medio Oriente había partido, a conocerla. No había frivolidad en su relato, sino la determinación de comprender el mundo a partir de la experiencia. Transmitía con tal fuerza el convencimiento de que su vida estaba en sus manos, que nos fuimos a dormir con una perturbadora sensación de libertad. Esa noche ha crecido en nosotros, y le debemos las decisiones más importantes de los últimos años: hemos elaborado nuestras propias listas y estamos cumpliéndolas.

Al día siguiente, unos pocos nos fuimos en caravana a Barranquilla, la ciudad de Jaime Abello. A lo largo del camino, Jon Lee nos entretuvo con las mil historias que a todo periodista verdadero le encanta contar sobre sus experiencias; después de todo, ¿para qué otra cosa se hace alguien periodista si no para tener una justificación con la que entrar a mundos ajenos, y volver para contarlos?

Jaime había organizado un recorrido fantástico, que comenzaba con la compra de vasitos de plástico y unas botellas de whisky de malta Cardou; una hora de charla bajo las estrellas (ya consumidos dos tercios del Cardou) al borde de un acantilado que nos hacía pensar en Hitchkok, las piernas colgando en el vacío sobre una costa rocosa en que rompían las olas; una cena exquisita con concierto de piano, y una sesión de la mejor salsa del mundo.

Jon Lee, Gabriel y yo volvimos al hotel a las 5:45 de la mañana. Quedamos en encontrarnos una hora y cuarto más tarde, con el tiempo justo para desayunar y llegar al aeropuerto. A las 7, me arrastré hacia la cafetería en un estado patético, mientras Gabriel terminaba de despertarse. Me puse anteojos oscuros porque me daba pena que Jon Lee me viera esa cara. Lo vi desde el pasillo: solo en el gran salón, junto a una taza de café negro, escribía, abstraído, con un lápiz, en un pequeño cuaderno de tapas marrones. No me atreví a interrumpirlo. Cuando nos sentamos a la mesa, cerró el cuadernito con una sonrisa y nos preguntó, de muy buen humor, qué tal habíamos dormido.

Lo despedimos en Bogotá con una honda sensación de pérdida.