MEMORIA

Un vistazo a los años en los que el paramilitarismo inundó de sangre a Antioquia

Al senador Gustavo Petro le amenazaron la familia cuando dijo que iba a hablar en el Congreso sobre lo que ocurrió en este departamento entre 1995 y 1997. ¿Qué sucedió en aquel tiempo que despertó tales intimidaciones? Investigación.

Juan Esteban Mejía Upegui
31 de enero de 2007
General Alfonso Manosalva.

El período empezó con protagonismo de los paramilitares. Como si se tratara de una historia de caballería, Carlos Castaño anunció en enero de 1995 su triunfal entrada a Urabá. Para aquel entonces, él comandaba las Autodefensas Campesinas de Córdoba (Accu) había llegado, según sus propias palabras, para controlar esa zona, que estaba en manos de guerrilleros.

Aquella avanzada fue vital para el propósito estratégico de los grupos de autodefensas que antes de ese año habían disminuido sus acciones violentas tal como lo demuestran las estadísticas.

Esto se debió a roces dentro del cartel de Medellín. Ya sin el máximo líder, Pablo Escobar Gaviria, la organización sufrió un período de desorden y los paramilitares quedaron en una especie de limbo, sin apoyo económico ni logístico. Antes de esa época, Escobar en alianza con José Gonzalo Rodríguez Gacha, ‘El Mexicano’ habían financiado las bandas de sicarios que fueron la semilla al paramilitarismo en el Magdalena Medio y cuyo modelo se expandió después por el resto del país.

Pero desde que Castaño hizo su anuncio, Antioquia se convirtió en un mar de sangre que se prolongó hasta finales de la década.

En el terreno político, 1995 fue un año de posesiones. Álvaro Uribe asumió como gobernador de Antioquia y Pedro Juan Moreno como secretario de Gobierno. En diciembre, los generales Alfonso Manosalva y Rito Alejo del Río se hicieron comandantes de las brigadas Cuarta y Decimoséptima, respectivamente. Esta última tiene su sede en Urabá.

Tiempos de violencia

En este periódo, el repunte de las acciones paramilitares en el departamento fue sorprendente. Podría decirse que 1996 fue un año de preparación. Escalofriantes testimonios revelan los fuertes lazos que se empezaron a tejer entre las autodefensas y la fuerza pública.

Simultáneamente en el departamento de Antioquia fueron puestas en marcha las Convivir que con el tiempo recibieron numerosas críticas. “Estamos exportando, a través de una concepción equivocada del orden público, violencia para departamentos pacíficos como los de la Costa y Chocó. Estamos exportando violencia, a través de las Convivir, para todo el país”, clamó el 25 de agosto de 1997 en el décimo aniversario del asesinato de Héctor Abad Gómez y Leonardo Betancur, el abogado Jesús María Valle Jaramillo.

La voz de Valle Jaramillo era una de las más autorizadas en su momento. Abogado, profesor universitario, fundador del Comité Permanente para la Defensa de los Derechos Humanos (1979) y presidente del mismo entre 1987 y 1992. Fue asesinado en marzo de 1998 por tres sicarios que entraron a plena luz del día a su oficina en Medellín y lo acribillaron.

1996, un año logístico

Las declaraciones más recientes se las dio un sargento a la revista SEMANA. Según dijo, al general Del Río “lo llamaban ‘el papá de las autodefensas’ porque fue quien empezó a uniformarlas y a darles el manejo militar que se necesitaba”.
La ex alcaldesa de Apartadó Gloria Cuartas también estaba al tanto de esa relación y la denunció en reiteradas ocasiones, incluso, ante la Fiscalía.

De acuerdo con el libro Deuda con la humanidad, Cuartas insistía en que “la unidad de acción entre el Ejército y los paramilitares era de público dominio en la región” y describía que “los paramilitares ingresaban a las instalaciones de la Brigada XVII en motocicletas y otros vehículos sin ningún obstáculo”.

En los archivos del diario El Colombiano hay un titular que refleja la situación sobre uno de los muchos sucesos de sangre que se presentaron en esta época en el departamento. “En bus de Ituango viajaban soldados y paramilitares”, dice el periódico en su edición del 7 de noviembre de 1997 para referirse a un asalto a un vehículo por parte de la guerrilla.

Sin embargo, los enfrentamientos de esa época no sólo se circunscribían a los actores armados directamente sino a la población civil que convivían en aquellos escenarios. Así, por ejemplo, para el Observatorio de Paz de la Vicepresidencia de la República, durante ese año los grupos armados empezaron a ejecutar un nuevo modo de operar. Consistía en no atacar directamente a quienes consideraban enemigos, sino a sus ayudantes.

Por eso, se fueron contra campesinos que solían acusar de ‘auxiliadores’. Era como una especie de guerra de laboratorio, en la que cada grupo mostraba su poder atacando a terceros, pero sin hacerse daño entre sí.

Como parte de esa estrategia, los paramilitares desaparecieron a 16 personas del corregimiento La Esperanza, del Carmen de Viboral, en el oriente antioqueño. La zona estaba controlada por guerrilleros. El hecho naturalmente produjo un profundo impacto intimidatorio en todo el departamento. Con el tiempo, habría pistas de quienes estuvieron detrás de semejante matanza.

La hora de la confesión

En efecto, antes de desmovilizarse, Ramón Isaza declaró ante la prensa que el responsable del hecho fue su hijo, Omar Isaza, pero que las órdenes las dieron el general Manosalva y el mayor David Hernández, también de la Cuarta Brigada.

Con ese mismo general y ese mismo año se preparó también la masacre de El Aro, en Ituango, según lo declaró recientemente Salvatore Mancuso. Pero Manosalva no alcanzó a saber del desenlace de su plan porque murió el 16 de abril de 1997 como consecuencia de un aneurisma.

Su puesto en la unidad militar –la IV Brigada- lo ocupó el general Carlos Alberto Ospina quien posteriormente alcanzó el puesto de comandante general de las Fuerzas Militares.

Otro plan que se contempló en 1996 fue el de incorporar a los paramilitares a la sociedad. Los registros de prensa dicen que a finales de ese año, el presidente de Proantioquia, Mario Aristizábal, se reunió con las Accu como vocero del Sindicato Antioqueño en una comisión facilitadora de paz. Como resultado del encuentro, quedó el compromiso de “motivar al gobierno y al Congreso para crear un proyecto de ley sobre el tema”.

Manos a la obra

El año siguiente fue fatal. Las estadísticas dicen que en 1995 se presentaron en Antioquia 328 acciones armadas. En 1996, el número subió a 394. En 1997, se presentaron 2.482 acciones armadas. Es decir, el incremento fue del 630 por ciento.

Y es que desde que empezó fue sangriento. El 27 de febrero, paramilitares y soldados jugaron un partido de fútbol al que citaron a los habitantes del municipio de Bijao del Cacarica. El hecho de por sí sorprende por la relación entre ambos bandos, según los registros de la prensa de entonces.

Según los organismos defensores de derechos humanos, lo que resultó aterrador fue que el balón era la cabeza de Marino López, un habitante del pueblo que habían matado hacía poco culpándolo de guerrillero. Para el Comité de Derechos Humanos de Antioquia de la época, el hecho se hizo como parte de la operación Génesis, con la que el general Del Río quería acabar al frente 57 de las Farc, en Urabá.

Con hechos parecidos, los grupos paramilitares se multiplicaron de la noche a la mañana. Para 1997, en Antioquia estaban las Accu, las Autodefensas del Magdalena Medio, los Antiterroristas del Nordeste, Colombia Sin Guerrilla, Muerte a Comunistas y Guerrilleros del Nordeste, el Comando Urbano Paramilitar de Medellín, la Red Urbana Paramilitar, los dos Comandos de Autodefensas Barriales, el grupo La Metro y el grupo Muerte a Sindicalistas (Mas).

Todos ellos, junto con otras agrupaciones del país, se reunieron el 15 de mayo de 1997 en Turbo, Antioquia. Conformaron las Autodefensas Unidas de Colombia (Auc) y planearon expandirse por todo el país.

Para lograrlo, establecieron como centro de operaciones los departamentos de Antioquia, Chocó y Córdoba. Desde allí deberían conquistar a toda Colombia. Ejecutar esa estrategia implicaba apropiarse de todo el norte de Antioquia, donde confluyen los tres departamentos, en pleno Nudo de Paramillo.

En esa zona, son estratégicos la región de Urabá y el municipio de Ituango. Urabá, porque tiene un puerto natural que permite el tráfico de drogas hacia centro y Norteamérica y la entrada de insumos para las mismas, de mercancía y armas de contrabando. De ahí el anuncio triunfal de Castaño cuando conquistó esas tierras.

Para el momento de la formación de las Auc, la guerrilla no tenía mucho poder en el Urabá, porque ya dominaban el territorio los paramilitares.

Entonces faltaba quedarse con Ituango, que es un corredor que permite el desplazamiento desde Córdoba hasta Urabá y de ahí a Chocó. Es decir, es un punto central que une a los departamentos que conformaban la plataforma de operaciones para que las autodefensas se expandieran por todo el país.

Una masacre diciente

Por eso, se perpetraron cruentas masacres en ese municipio. Un ejemplo es la de El Aro, entre el 25 y el 26 de octubre de 1997, la misma que habían planeado Mancuso y el general Manosalva, según el testimonio del líder paramilitar recientemente en su audiencia pública.

Este hecho, en que murieron 11 personas, ha sido comentado muchas veces por los medios de comunicación y ha sido objeto de tantos análisis porque es de crucial importancia para la historia de la violencia actual de Colombia.

Las razones son varias. Primero, porque, en efecto, las nacientes Auc lograron el control del municipio para desarrollar su estrategia de expansión. Segundo, porque da cuenta de la estrecha relación entre autodefensas y soldados. Sobre esto hay varios informes de organizaciones de derechos humanos y también las confesiones de los militares y paramilitares que han declarado ante la Fiscalía sobre la alianza de ambos bandos.

Un ejemplo, es el testimonio del ex paramilitar Francisco Villalba, que cita un informe de Human Rights Watch. El ex combatiente dijo ante la Fiscalía que fue testigo del encuentro entre Mancuso y un teniente del ejército antes de la masacre. También comentó que, al rato, “llegó un helicóptero del Ejército y nos bajó elementos de salud y munición”.
La tercera razón es la sospechosa respuesta del gobierno. El entonces presidente del Comité de Derechos Humanos de Antioquia, Jesús María Valle, supo de varias fuentes la historia de la implicación del Ejército en éstas y muchas otras muertes.

Tales sucesos no lo dejaban dormir. Su condición de defensor de derechos humanos le hizo denunciar las estrechas relaciones en varios momentos. Lo hizo ante la Gobernación de Antioquia y ante la cúpula militar del departamento. Pero lo único que recibió fueron señalamientos de ‘guerrillero’.

Finalmente, como se citó anteriormente, lo mataron con la boca sellada con cinta en su oficina en Medellín el 27 de febrero de 1998.

Según Human Rigts Watch, un fiscal dijo que “recibió información creíble que indicaba que el Mayor Hernández había pagado a La Terraza (una banda de sicarios de Medellín) una suma equivalente a siete mil dólares a cambio de la vida de Valle”.

La cuarta razón es que, finalmente, se demostró la culpa del Estado y los militares en la masacre. La Corte Interamericana de Derechos Humanos concluyó que “ha quedado demostrada la participación y aquiescencia de miembros del Ejército colombiano en la incursión paramilitar en El Aro y en la determinación de un toque de queda con el fin de facilitar la apropiación del ganado. Así mismo, se ha comprobado que agentes del Estado recibieron ganado sustraído de manos de los arrieros”.

Según esa Corte, el Estado debe pagar una indemnización cercana a un millón 426 mil dólares a las familias de las víctimas.

Ahora cuando el senador Gustavo Petro anuncia que develará lo ocurrido en aquella época seguramente muchos recordarán estas historias y sus protagonistas tendrán la oportunidad de contar su versión de una de las épocas más oscuras de Antioquia en materia de derechos humanos.