LA HISTORIA comienza en 2006, cuando Elvira Cuervo de Jaramilllo estaba al frente del Ministerio de Cultura. Ese año se presentó una propuesta de restauración ante el evidente deterioro del escenario del Colón. "Presentaba graves daños en la cubierta y problemas de manejo por la antigüedad y obsolescencia de sus equipos -recuerda Cuervo-. El proyecto tenía un valor de diez mil millones de pesos. La propuesta fue estudiada y aprobada por el Consejo de Monumentos. Para dirigir la obra, me puse en contacto con el arquitecto colombiano Carlos Proenza, experto en el tema y director técnico del Teatro Châtelet de París, quien aceptó mi propuesta. Después, me retiré del Ministerio y todo se modificó". El tema se retomó en 2008. Para abril de ese año, en SEMANA yo denunciaba que estaba en ciernes un caso más de ineficiencia, incompetencia e improvisación estatal. Fue entonces cuando, contra la lógica, pues no había diseño del escenario, se comenzó con la remodelación y restauración de la sala. Y es que el Ministerio, en cabeza de Paula Marcela Moreno, contaba con 9.613 millones de pesos, pero carecía de un experto en restauración de teatros. Tampoco existían planos del conjunto de predios que posee en la manzana del teatro. Al frente del proyecto -que, según se anunció, estaría terminando para el Bicentenario de la Independencia, en 2010- estaba la entonces directora de Artes del Ministerio, Clarisa Ruiz. En el proceso, Ruiz fue reemplazada por el entrante director de Patrimonio del Ministerio, el arquitecto Juan Luis Isaza, quien, para imprimir un mínimo de rigor profesional, buscó el concurso de los especialistas vinculados en ese momento a la construcción del Teatro Santo Domingo. Llegó el Bicentenario y la prometida reinauguración no ocurrió, pues tras dos años no se concluía la restauración, tampoco los planos del proyecto general y menos aún los del escenario. Entonces, el Ministerio retiró los focos de atención del Colón, lo que fue tarea fácil por el protagonismo que en la vida cultural de Bogotá tomaron el Teatro de Bellas Artes de Cafam y, sobre todo, el Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo. Al posesionarse como ministra de Cultura del presidente Santos, en agosto de 2010, Mariana Garcés Córdoba, consciente de lo que representa el teatro y su importancia como bien cultural, tomó cartas en el asunto y resolvió someterlo a un escrutinio técnico. Buscó la asesoría de Walter Kottke ING. GMBH, de Alemania, cuya trayectoria incluye las óperas de Berlín y Leipzig, el Burgtheater de Viena y el Teatro Nacional de Múnich, que realizó en marzo pasado una visita de tres días a Bogotá y entregó un breve documento de evaluación y recomendaciones técnicas en el que manifiesta que, en su criterio, encuentra los trabajos planeados y realizados básicamente bien y recomienda demoler las arcadas de ladrillo del escenario, que tradicionalmente han impedido cualquier intento de modernización. Hasta aquí todo es color de rosa, salvo el tradicional retraso de las obras estatales, que, a ojo de buen cubero, van a mitad de camino: faltan el escenario y el plan general, que incluiría un parqueadero. Pero pronto empezaron los rumores sobre asuntos cuando menos polémicos: la elevación de la luneta, la aparición de un atrio sobre la fachada, la 'desaparición' de la antigua silletería y el retiro del gigantesco candelabro de cristal, que era el ornamento más preciado de la sala. Sonaba inverosímil. "Cuando alguien me mostró una vieja foto y me dijo que era conveniente quitar la lámpara colgante para 'volver al original', no pensé que estaba hablando en serio", recuerda el arquitecto Germán Téllez, voz muy respetada en temas de patrimonio. Aquí empieza la controversia. Patrimonio se apoya en tres principios: regresar al momento de la inauguración, en el siglo XIX; eliminar materiales que presenten riesgo de incendio y buscar unas condiciones acústicas y de visibilidad óptimas. Así, la luneta se elevó y se le dio forma cóncava para optimizar la visual, modificación que no todos creen que fuera necesaria; con fines acústicos, se retiraron las telas que tapizaban el interior de los palcos ("un damasco barato", según el director de Patrimonio) y las cortinas de estos; se hizo un nuevo foso de orquesta en madera a la vista y estilo contemporáneo y el colorido se modificó por 'el original', acciones que pueden ser contradictorias pues si de regresar al original se trataba, ¿para qué modificar la luneta, el foso, las proporciones del hall de acceso y el atrio? Como señala el también autorizado restaurador Álvaro Barrera, quien trabajó en la etapa final de la anterior restauración, "¿la yesería, estucos y elementos que tratan de evocar una época pasada no son una contradicción frente a los cambios anteriores?". También hay dudas sobre el reemplazo de la silletería -un trabajo de exquisita artesanía en madera y terciopelo- por otra, más apropiada para una sala de cine que para un teatro neobarroco italiano. Luz Stella Rey, ex directora del Colón y autora de la instalación del sistema contra incendios que evitó que en octubre de 1999 el teatro fuera devorado por las llamas, manifestó que es "un absurdo total. La nueva silletería no respeta el estilo -y, al igual que Barrera, observa-: ¿Su instalación no va en contra de los 'principios' de la restauración? El Ministerio argumenta que es más cómoda, ergonómica y sin riesgo de incendio. Sin embargo, dichos cambios no han desatado tanta reacción como el retiro de la araña central para reemplazarla por la humilde lámpara original en yeso: el verdadero florero de Llorente. Esta se instaló en 1948 por orden de Laureano Gómez, entonces presidente de la República, para ennoblecer el Colón. "La lámpara original iluminaba mal; entonces, se cambió por una araña digna del teatro. Retirarla es un acto de irracionalidad, de extraña maldad, una agresión pública y una manifestación ostentosa de profunda incultura. Indica que tenemos en las oficinas culturales una gente de muy alto riesgo", dijo a SEMANA Enrique Gómez Hurtado, hijo del expresidente. El director de Patrimonio argumenta que se reinstaló la original para proteger la pintura del cielo raso de la sala -que, según un asesor del Ministerio, es "la mejor manifestación de pintura mural (sic) del siglo XIX"- del calor de sus luces (las luminarias de baja temperatura ya existen) y, sobre todo, "porque obstaculizaba la visual de la galería en un 50 por ciento". Un argumento que no termina de convencer. Para Rey, "la línea del horizonte de la galería no está frente al espectador donde está la lámpara, sino en la parte baja del escenario: en nueve años como directora nunca recibí una queja". Álvaro Barrera acotó cómo en la anterior restauración se "respetó la integralidad del monumento y se actualizaron aspectos técnicos de acuerdo con los avances del momento, pero conservando los elementos formales, parte de su historia". Elvira Cuervo de Jaramillo, por su parte, lamenta el retiro de la que ella denomina "la lámpara de Laureano". Germán Téllez complementa: "Al Colón lo han arreglado ya cuatro veces en el siglo XX y una en el XXI. Era de ver que en una de esas la lámpara central iba a ser la víctima de los restauradores". Paradójicamente, las opiniones consultadas contradicen la bandera fundamental de Patrimonio del Ministerio: la originalidad no necesariamente es un atributo. La solución a la controversia suscitada podría ser sencilla: reinstalar cortinas, restaurar y adecuar la magnífica silletería y colgar la araña. El problema es que ya puede ser tarde. El Ministerio, en cumplimiento a una norma, se desprendió de esos bienes con una agilidad que contrasta con el paquidérmico avance de las obras: las sillas fueron repartidas entre las distintas entidades que las solicitaron, y la araña del Colón terminó sus días colgada en la Alcaldía de Arauca. La polémica apenas comienza. n