Denuncia
La pesadilla de convalidar un título en Colombia
Cada año regresan al país miles de colombianos con especializaciones, maestrías y doctorados. Para muchos, convalidar sus títulos es una frustrante pesadilla burocrática.
Me comí el cuento de los cerebros fugados. Todavía me gusta la idea de ir a estudiar por fuera del país para volver y aportarle algo a Colombia. Hice una maestría y un doctorado en Literatura Comparada en CUNY, la City University of New York, y siempre me imaginé regresando a trabajar en una universidad colombiana, que el país me recibiría con los brazos abiertos. Pero cuando llegué con mis diplomas me estrellé con el muro que el ministerio de Educación ha erigido para protegernos de “títulos express” y posgrados falsos (y hasta peligrosos), pero que hoy tiene a justos pagando por pecadores. El proceso de convalidar posgrados del exterior es tan confuso, caro, frustrante y hasta ridículo que parece que el país me está haciendo zancadilla a pesar de que soy uno de esos cerebros que no querían que se fugaran. Y no soy el único.
En un mundo perfecto, debería ser relativamente fácil y rápido hacer el trámite. Con este, el ministerio quiere asegurarse de dos cosas: primero, que los documentos sean reales, no falsificados y, segundo, que la universidad y el programa en efecto formen a la persona en lo que dice el diploma, según criterios de calidad reconocidos internacionalmente. Eso es especialmente importante en campos como la medicina, o cuando alguien va a contratar con el Estado y puede ganar más si tiene más títulos. Cuando sale mal, pasan cosas como los famosos títulos “express” que sonaron en mayo de 2016 cuando 43 médicos lograron convalidar títulos de cirugía estética que ni siquiera eran legales en Brasil, donde los emitieron. Eso sin contar a los funcionarios públicos que mienten acerca de los títulos que tienen, como el actual alcalde de Bogotá, que durante décadas hizo alarde de un doctorado inexistente. Pero el trámite, que en su encarnación actual existe desde octubre de 2017, es tan restrictivo y obtuso que le bloquea el camino a todo el mundo.
Una convalidación debería funcionar así: el ciudadano sube a la página del ministerio sus documentos, debidamente apostillados y traducidos y, al cabo de treinta días, recibe el llamado “certificado de viabilidad”, que el ministerio emite luego de una primera revisión. Con ese certificado se pueden pagar los 650.700 pesos (por cada título) y luego basta esperar entre dos y cuatro meses para recibir la convalidación final. Así es como la página del ministerio describe el proceso, pero la realidad es muy diferente.
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Los problemas empiezan con los requisitos, específicamente con uno de los documentos. Se trata del “certificado de programa académico”. Según la página del ministerio de Educación, es un documento que contiene “la descripción de las asignaturas cursadas por el solicitante y su contenido, la metodología del ofrecimiento, el número de créditos académicos, el perfil de egreso, el propósito de formación o resultado de aprendizaje, duración del programa y la intensidad horaria total del mismo y las horas teóricas, teórico prácticas y prácticas que el solicitante dedicó al programa académico durante su formación”. El problema es que la grandísima mayoría de universidades en el mundo no expide un documento oficial con esas características. En la mayoría, esa información está disponible en la página de la universidad o en uno o varios manuales y documentos internos.
Yo tuve suerte: me senté a copiar y pegar diferentes pedazos de información de diferentes fuentes de la universidad hasta que quedé con un documento que más o menos decía lo que el ministerio quiere. Varios administrativos amigables de mi universidad le pusieron los sellos y firmas necesarios para poder apostillar el documento. No todos son así de afortunados y muchos ni siquiera superan la primera fase del proceso de convalidación porque no pueden suministrar un documento que, de nuevo, no existe salvo en la imaginación del Ministerio de Educación de Colombia.
Con ese documento inventado, que terminó teniendo unas setenta páginas, me topé con el siguiente problema de la convalidación: el costo. A los 650.700 pesos de cada uno de los títulos, hay que sumar las apostillas en el país de origen y, lo que más suma, la traducción oficial. La mayoría de nosotros regresa al país sin un trabajo fijo y con muchas deudas. El precio, que puede alcanzar y superar un salario mínimo parece más un impuesto al regreso que un incentivo. A eso se le suman los problemas operativos: el sistema online es difícil de usar y es muy poco amigable y causa más problemas de los que resuelve; en ninguno de los casos que conozco, ni en el mejor de ellos, el Ministerio de Educación ha cumplido sus plazos de 30 días y 2-4 meses.
Por otro lado, los solicitantes se encuentran con un muro de silencio institucional. En la mayoría de los casos, el mío incluido, no responden a las quejas y reclamos enviados por los canales oficiales. Y cuando responden, las respuestas parecen ser automáticas, como si los funcionarios no leyeran los documentos que uno adjunta o las explicaciones que incluye. En algunos casos son contradictorias y hasta absurdas. A José Alejandro Marín, que lleva tres años tratando de convalidar un doctorado de la Universidad de Salamanca, le han dicho de todo: que el título no es convalidable (a pesar de que a colegas suyos, que han hecho el mismo doctorado, sí se los han aceptado), que a los documentos les falta la “firma electrónica” (un requisito que no aparece en ningún lado) y que le falta convalidar el título de pregrado (de la Universidad Nacional de Colombia).
Pero el problema más grande viene desde el diseño mismo de la política. En su presente encarnación, parece estar basada en un principio de sospecha y desconfianza, no solo en el ciudadano, sino en las instituciones educativas y los convenios internacionales. Santiago Vargas, un abogado que hizo su maestría en Leiden y viene sufriendo con la convalidación, dice que, aunque el proceso según la ley está basado en tratados internacionales y en el principio de buena fe, no parece funcionar así en la práctica. Para Vargas, se trata del “anacronismo de la burocracia nacional que es tan ególatra que cree que el mundo entero responde a sus necesidades en lugar de adaptarse, como haría cualquier administración razonable, a los procedimientos del mundo”. Es así como estudiantes como Marín terminan poniendo a la universidad de Salamanca (fundada en 1134) a crear documentos para satisfacer los caprichos de nuestro joven ministerio de Educación que, de todas maneras, siempre encuentra alguna deficiencia.
A raíz de la frustración, Alejandro Moya –quien hizo una maestría en Harvard y lleva ocho meses esperando el certificado de viabilidad y no pudo inventarse el certificado de programa académico– y Santiago Vargas crearon un grupo informal de afectados para compartir experiencias, reunir casos y, ojalá, sentarse con el ministerio para proponer cambios que van más allá de la solución de los problemas individuales. Inicialmente consideraron acciones legales, como la tutela, pero en el fondo no es lo que el grupo quiere. Para Vargas, “las vías adversariales solamente generan más conflictos y es mejor acudir a mecanismos alternativos para resolverlos. Un gobierno realmente comprometido con la cultura de la legalidad debería estar en la disposición de hablar con los ciudadanos”. Eso significa que el grupo seguirá insistiendo y reuniendo casos (puede comunicarse con ellos en el correo electrónico convalidaya@gmail.com).
Afortunadamente, el reciente cambio de gobierno y de ministra parece haber traído consigo una nueva disposición de, al menos, hablar sobre las deficiencias del trámite de la convalidación. El pasado 23 de septiembre el presidente Iván Duque se comprometió, desde Nueva York, a trabajar para agilizar el trámite. Además, el ministerio de Educación invitó a Alejandro Moya, en representación del grupo de afectados, y a varios ciudadanos más a un “focus group” para discutir el problema. Esa reunión no fue con ningún empleado del área de convalidaciones ni del ministerio, sino con un consultor externo contratado para reunir información y que se mostró dispuesto a recibir de Moya y los demás ciudadanos invitados la lista de problemas y soluciones que traían. Según la consultora que lideraba la reunión, el ministerio espera tener una propuesta concreta en noviembre, para así incluir los cambios en el presupuesto del año que viene. Habrá que ver. Ningún representante del ministerio de Educación estuvo disponible para una entrevista antes de la publicación de este artículo.
Por su parte, una senadora del partido Mira, Ana Paola Agudelo, tiene un proyecto de ley que comprende aspectos más amplios de la llamada migración académica; actualmente espera la asignación de un ponente. Agudelo ha insistido en su disposición de sentarse tanto con el Ministerio como con grupos de ciudadanos para lograr un trámite de convalidación que sea ágil, respetuoso y no tan caro, pero que no comprometa la calidad. Jerónimo Castro, director de Colfuturo, también se ha mostrado dispuesto a ayudar al ministerio, junto con Colciencias y los solicitantes, a proponer un sistema que aproveche la experiencia del ministerio y de la institución para agilizar el proceso.
Mientras llegan las posibles soluciones, si es que llegan, hay cientos de colombianos varados con títulos que, al menos ante los ojos de este país, no existen. José Alejandro Marín, el de la universidad de Salamanca, trabaja en una universidad privada en la que se desempeña como doctor en todo menos en el pago; Alejandro Moya y Santiago Vargas pueden perder sus empleos con el Estado si no logran demostrar que en efecto tienen los títulos que tienen; yo ya perdí una oportunidad de trabajo en la Universidad Nacional por la demora en el proceso. “Es una especie de desesperanza aprendida”, me dijo Marín, visiblemente frustrado mientras me mostraba los cientos de páginas que le ha enviado, sin suerte, al ministerio para demostrar que su título, de una de las universidades más antiguas del mundo, sí existe.
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