OPINIÓN ONLINE
Ser mujer, ser negra
“Necesitamos empatía y un feminismo interseccional para reclamar lo que es urgente: un sistema que nos escuche y al que le importen nuestros cuerpos”, escribe Manuela Lopera en su más reciente columna.
Ser latina, ser negra, ser indígena o ser mestiza son rasgos que determinan una identidad. Pareciera que desde muy niñas se nos somete al escrutinio despiadado de nuestros cuerpos, bajo una lógica que sigue definiendo nuestra forma de estar en el mundo.
Empecé a darme cuenta de los complejos de mi mamá cuando era adolescente. Llegaba con cremas que tenían propiedades blanqueadoras. “Para aclarar la piel”, decía. También tenía un tip que luego me pasó a mí y que yo practiqué sin mucha conciencia durante algunos años. Se trataba de un químico que decoloraba los vellitos y que ella nos aplicaba en las rodillas y en los codos para despigmentar esos lugares del cuerpo que nosotras teníamos más oscuros. Porque la realidad era que por nuestras venas corría una buena cantidad de sangre negra: de mi abuelo había heredado el color de piel y genes que ya tenían mezcla indígena y afroamericana. Mis rasgos, mestizos, inclasificables, no me impedían identificarme con el negro que sobresalía en mí: podía comprobarlo con el color de mis pezones y la piel sombreada de la entrepierna. Recuerdo que me quedaba en el baño durante horas, aguantándome el ardor del químico en las zonas que me delataban.
Con el tiempo, me congracié con todo eso y ahora, transitando mis 39, me doy cuenta de que me hice adulta cuando empecé a perseguir ese origen mío que mi mamá quiso desteñir. Soy mujer y aunque no lo delaten fielmente mis rasgos, soy negra. Se me viene a la cabeza esta charla entre madre e hija en Sistema nervioso, la novela de Lina Meruane:
—Tú no eres negra.
—Pero si todos somos negros, mamá, tú, yo, tus hijos mellizos, mi hermano y mi papá, y los demás habitantes de este planeta pelado y derretido y perforado por la radiación. (…) Cada vez que alguien escarba entre sus genes acaba encontrando que su raíz es negra.
En Colombia, la situación de las mujeres negras está ligada al abandono histórico del Estado, sobre todo en las regiones de predominio de población afroamericana, en las que ellas, según el DANE, representan entre el 51 y el 53%; es decir que son mayoría. “Las mujeres afrodescendientes son más proclives a las violencias físicas, psicológicas, sexuales, económicas. (…) Son ellas las más afectadas por la pobreza y la miseria”, dice el estudio “Derrotar la invisibilidad. Un Reto para las Mujeres Afrodescendientes en Colombia”. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) asegura que la situación de las mujeres de la Costa Pacífica es particularmente precaria. Su historia ha sido la de la exclusión y una desventaja social agravada por el conflicto armado, el desplazamiento, el racismo y las violencias domésticas.
En Estados Unidos hay un movimiento llamado ‘GirlTrek’ (Mujeres caminantes) liderado por la activista Morgan Dixon, que nació como respuesta a las elevadas tasas de mortalidad de las mujeres negras a causa de enfermedades ligadas a la obesidad: 82 % tiene sobrepeso. Cada día mueren en ese país 137 por esta razón, una cada 11 minutos, estadísticas que esconden el drama del racismo y de cuerpos que sufren de forma sistemática la discriminación y la falta de políticas de salud más inclusivas. Así lo explica la sicóloga Fleda Mask Jackson (quien ha estudiado la relación entre la opresión racial y la enfermedad crónica) en el documental Death by delivery (2017): “Las mujeres negras son tratadas diferente por el color de su piel. Son negras y son mujeres. No hay descanso de esas circunstancias”.
Según el Center for Disease Control (CDC), una mujer negra tiene un 22 % más de probabilidades de morir a causa de una enfermedad cardiovascular que una blanca; 243 % más de riesgo de muerte debido a complicaciones relacionadas con el embarazo y el parto; y 71 % más de riesgo de morir por cáncer cervical. Un sistema que sigue en deuda con sus cuerpos, los de mujeres que han priorizado el cuidado de otros sobre el de ellas mismas. Descubrieron que con solo caminar durante 30 minutos al día, disminuyen en un 50 % las posibilidades de sufrir diabetes, alzheimer, derrames, accidentes cerebrovasculares, infartos. Pasos de una revolución que ha movilizado a miles de mujeres negras dispuestas a transformar sus vidas.
Un caso que sirve como reflexión es el de Serena Williams durante la final femenina del Abierto de Estados Unidos en 2018. Todos vimos que estaba fuera de casillas. Pero en el caso de ella es imposible dejar de lado algunos aspectos: Serena es negra, es robusta y, también, la jugadora más ganadora de la Era Abierta. Y estos no son datos casuales. Aquí me confronto con mis propios prejuicios, y me atrevo a reconocer esto: algo en mí se resistía a esa figura desproporcionada, casi salvaje, dentro de la cancha. El tenis es un deporte que sigo a pesar de saber que ha sido racista, sexista y elitista: durante mucho tiempo las jugadoras han peleado por las diferencias económicas que hay en los premios, el doble rasero con que se miden las reacciones emocionales, las restricciones de vestuario y otras desventajas como la de no poder ingresar acompañadas de sus fisioterapeutas al vestuario.
No me enorgullezco de esto pero tengo que aceptar que caí en ese prejuicio producto de mi educación patriarcal y que mi aversión ha sido un gesto discriminatorio. Pienso en esto que dice Agostina Mileo, la comunicadora argentina que escribe sobre temas científicos en clave feminista, y conocida en redes como ‘Barbie científica’: “En el feminismo, aprendés que no existe la posibilidad de ser feminista sin contradicciones. El mundo, tu crianza, la concepción de mundo con la que te criaste, con la que pensás y todas las herramientas que tenés para pensar son machistas y sexistas”. Ahora puedo entender que la rabieta de Serena proviene de un lugar más hondo y trascendente, y no de haberse levantado esa mañana con el humor cruzado. Su figura carga con esos prejuicios, los ha sufrido y los ha desafiado.
La mujer negra simboliza mejor que nadie estas desigualdades pero no sólo en ella recaen las injusticias. Hace un tiempo vi Maudie (2016), dirigida por Aisling Walsh, la historia de una pintora canadiense que logró, a través de su arte, sobreponerse a una discapacidad y a todas las precariedades; vi también el capítulo de la serie Chef’s Table sobre Cristina Martínez en Netflix, una mujer mexicana que llegó a Estados Unidos de forma ilegal huyendo de la violencia machista de su exmarido. O a Hannah Gadsby en Nanette, el especial australiano en el que denuncia el drama de su condición de mujer lesbiana, abusada, discriminada, y en lo poco preparados que estamos para lidiar con la diferencia. Solo vemos belleza en el canon.
A diario, la publicidad nos bombardea con patrones de belleza que nos hacen olvidar el mundo injusto en el que vivimos, ese que está lleno de mujeres abriéndose oportunidades a pesar de la tragedia, del dolor. Esas de pechos generosos, con pliegues marcados en el rostro mucho antes de tiempo, las pretinas ajustadas, las pieles resecas y cansadas, los kilos de más. Tantas que no pueden elegir qué comer, que no pueden permitirse un cambio de hábitos. Estilos de vida que en el fondo esconden lo mismo: desigualdad.
A mí me tomó mucho tiempo darme cuenta de que fui criada en la falta de empatía. Hago parte de una sociedad clasista en la que aprendimos a ser crueles entre nosotras. Marta Sanz reflexiona sobre esto en su libro Monstruas y centauras: “Por eso, os necesito tanto hermanas mías. Tanto, tanto. Me arrepiento tanto de mis maldades y de la mezquindad de mis críticas. De este carácter quisquilloso que atenta contra el sentido de la sororidad, por culpa de mi arcaica conciencia de Barrio Sésamo: arriba y abajo, izquierda y derecha, delante y detrás”.
Y más adelante: “(…) ¿qué prefieres ser mujer rica u hombre pobre? Y me digo que yo lo único que no quiero ser en la vida es mujer pobre. Mujer negra lesbiana pobre enferma analfabeta. Adjetivos especificativos que se retroalimentan y trazan un mapa bastante preciso del mundo en que vivimos y de la urgencia de una teoría y una acción feministas racionales, infraestructurales y globales”. El pasado 2 de junio, en Colombia, Diana Tatiana Rodríguez, de diez años, fue violada y asesinada por su tío. Días después, en un periódico nacional apareció una caricatura de un angelito negro que decía: “En Colombia ser niña, negra y pobre son tres condenas en una”.
¿Qué clase de mundo es este en el que semejante realidad no cause escándalo?
Reviso estas palabras de Marta Sanz: “La vida es dura y se hace más dura a medida que pasa el tiempo. Pero soy amada y amo”. O estas de Carolina Sanín en Somos luces abismales, que acarician la misma idea: “Si he tenido un pensamiento, es porque he sido amada”.