OPINIÓN

A propósito del Nobel de Olga Tokarczuk: nuevas lecciones de #MeToo

La demora en la entrega del premio obedeció a que la academia se quedó sin miembros para deliberar y decidir, luego de que siete de sus dieciocho miembros renunciaron por la manera en la que se decidió abordar el tema de las acusaciones de abuso sexual que se hicieron en 2017 contra Jean-Claude Arnault.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
10 de octubre de 2019

Esta semana la Academia Sueca de Literatura finalmente anunció la ganadora del premio Nobel del año 2018: la escritora polaca Olga Tokarcsuk. Tokarcsuk es la quinceava mujer en ganar un premio que generalmente se entrega a hombres europeos. La inusitada demora en entregar el premio se debió a que la academia se quedó sin miembros para deliberar y decidir, luego de que siete de sus dieciocho miembros renunciaron por la manera en la que se decidió abordar el tema de las acusaciones de abuso sexual que se hicieron en 2017 contra Jean-Claude Arnault. 

Arnault es el esposo de Katarina Frostenson, poeta feminista sueca y miembro de la academia. Era considerado el “19 miembro” por quienes hacían parte de ella. Dos años después, Arnault fue condenado a los mismos años de cárcel por el delito de violación. El elemento clave para lograr esta condena fue el giro cultural propiciado por #MeToo y particularmente el impacto de este movimiento en la manera en la que los medios y los funcionarios judiciales se relacionaron con los relatos de las víctimas. A pesar de la insistencia del acusado y de su esposa de que se trataba de una conspiración en su contra, los testimonios fueron valorados con justicia para llegar a una condena que se estaba anunciando desde hacía dos décadas. 

En efecto, de acuerdo con el relato de The Guardian, Arnault era reconocido por su conducta sexual abusiva desde la década de los noventa. En 1997 se había publicado en la prensa sueca las acusaciones de un grupo de escritoras jóvenes que señalaban a Arnault como excesivamente cariñoso y abusivo de su posición de poder. El caso de 1997, sin embargo, no trascendió y Arnault fue reivindicado como un típico hombre coqueto, pero inofensivo. ¿Qué era diferente en 2017? En octubre de ese año,  la actriz norteamericana Alysa Milano agitó el debate sobre violencia y abuso sexual usando la etiqueta de #MeToo para acusar a Harvey Weinstein y apoyar a sus colegas en sus demandas. 

La idea de las actrices era aportar a la credibilidad de quienes habían contado sus historias de violencia y abuso sexual indicando que estos hechos no les ocurren a mujeres aisladas o mujeres que quieren causar daño, sino que son parte de la cotidianidad de muchas. Rápidamente la iniciativa fue replicada por muchas mujeres en los Estados Unidos y en el mundo. Sigue usándose hoy. 

Aunque los usos de la etiqueta son variados y los efectos en distintos países han sido heterogéneos. En unos lugares ha sido usado por deportistas (en Corea, por ejemplo), en otros por jóvenes universitarias (en Uganda y Colombia), en algunos lugares ha llevado a despidos y condenas judiciales (Estados Unidos) y en otros se ha usado para reafirmar ideologías de ultraderecha (Rumania). Los dos efectos principales que esta movilización ha tenido son transformar la manera en la que se aprecia el testimonio de las víctimas de violencia sexual y presionar a los sistemas judiciales a dar buenas razones en los casos de violencia sexual. 

El caso de Arnault es representativo de estos efectos. Aunque pensamos muchas veces en Suecia como un país con altos niveles de equidad de género, lo cierto es que las denuncias de violencia y abuso sexual no recibieron la misma atención por parte del sistema jurídico en décadas anteriores. El impacto global de #MeToo, en este sentido, parece haberse localizado en el nivel de indignación y la paralela disminución en lo que se considera tolerable en materia de violencia sexual. Según los medios, inicialmente dieciocho mujeres presentaron denuncias por casos de abuso y violencia sexual de parte de Arnault. Aunque inicialmente las denuncias fueron anónimas, rápidamente las víctimas lograron el convencimiento de que tendrían apoyo para avanzar con sus casos. Ya en los estrados judiciales, dieciséis de los dieciocho casos fueron descartados. La mayoría lo fueron porque ya había transcurrido el término de prescripción, que usualmente es similar al de la pena máxima para el delito. 

En Suecia, la violación tiene una pena máxima de seis años de prisión y algunos de los casos eran de hace veinte años. Los dos que sobrevivieron eran casos de violación más recientes. Lo interesante es que estos casos se estudiaron a partir de testimonios y sin exigir corroboración adicional. Finalmente les creyeron a las víctimas. Los miembros de la Academia Sueca de Literatura jugaron un papel muy importante porque al hacer público el caso y exigir la intervención de las autoridades, dejaron en claro que no era aceptable sepultar el caso bajo el manto de una conspiración política. 

En Colombia, en muchos sentidos, estamos esperando que el giro cultural al que invita #MeToo se materialice. Siguen ganando los que creen que las acusaciones de violencia sexual no son auténticas u honestas, sino orientadas por motivos como la venganza o la persecución política. Los compañeros de trabajo y jefes de quienes incurren en actos de abuso y violencia sexual siguen indicando que esto es “normal” o parte de nuestra cultura. Ninguno está exigiendo públicamente que se hagan las investigaciones. Tampoco se ha tenido el respaldo continuado y serio de la prensa en las investigaciones de los casos de abuso. Este papel, que ha sido fundamental en el caso de violencia y abuso sexual en las universidades, no ha podido consolidarse en relación con personajes de la política o poderosos económicamente. Ojalá que no tengamos que esperar mucho más para empezar a ver las transformaciones.

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