OPINIÓN

A qué nos dedicamos las mujeres

Es imposible seguir empeñadas en hacer “cosas de hombres” si no podemos estar por lo menos libres de angustia.

Isabel Cristina Jaramillo, Isabel Cristina Jaramillo
27 de febrero de 2020

Hace unas semanas, la Vicepresidente Martha Lucía Ramírez indicó que las mujeres deberían estudiar menos psicología y sociología y más ingeniería y economía. Por los reportes de los medios, entendí que se refería a que en el corazón de las diferencias salariales en Colombia se encuentran las diferencias que se pagan a distintos profesionales y no solamente la diferencia de sexo. Las muchas críticas que leí sobre este comentario se referían a la desvaloración que venía implícita con este comentario: “¿acaso cree que no es importante ser psicólogo o sociólogo?” Muchos comentarios citaban la realidad nacional y denunciaban la falta de profesionales en estas áreas. Me pareció que ninguno se refirió exactamente al tema que la Vicepresidente parecía interesada en discutir; el de los menores ingresos de las mujeres y su discriminación laboral. Creo que este intercambio, que en realidad no llegó a ser un debate porque las partes no estaban hablando de los mismo, es un buen inicio para una reflexión sobre lo que la literatura especializada llama la segregación horizontal del mercado laboral por sexo y que las feministas han venido denunciando y tratando de cambiar por mucho tiempo.

Empecemos por esta idea de que para aumentar los ingresos de las mujeres lo importante es diversificar sus intereses: en lugar de que todas hagamos lo mismo, distribuyámonos en distintas áreas y, sobretodo, apuntemos a las carreras y cargos mejor remunerados. El primer problema con la propuesta planteada de esta manera es que supone que lo que les ha faltado a las mujeres es mero interés, es decir, que la elección profesional es “libre”. Lo que sabemos es que a las mujeres nos forman paulatina pero certeramente para no estar interesadas en las áreas dominadas por los hombres. Un momento inicial en esta divergencia es el de los juegos infantiles: a los niños les dan herramientas, a las niñas les dan muñecas. Pero otro momento trascendental es el de la adolescencia; los estudios en Colombia muestran que las niñas empiezan a feminizarse en sus habilidades hacia los doce años no a los cinco -de hecho las niñas son mejores que los niños en todas las áreas del conocimiento hasta los ocho o nueve años. ¿Qué les pasa a esa edad? Que su entorno les manda señales inequívocas de que si les gustan las matemáticas “ningún marido se las va a conseguir”. Más adelante les insisten, como lo escuché tantas veces en mis quince y dieciséis años, “solamente la gente MUY buena para las matemáticas debe estudiar ingeniería o ciencias”. Cuando tomé los cursos de cálculo con los ingenieros en la Universidad me di cuenta que a ellos les dicen algo distinto: “ser hombre es ser ingeniero” y la mayoría eran PÉSIMOS para las matemáticas.

El segundo problema es que al decir sencillamente que las mujeres podrían escoger otros campos de trabajo, se invisibiliza el acoso y violencia que ocurre contra las mujeres en las facultades de ingeniería y ciencias naturales, actitudes que claramente desincentivan que las mujeres se dediquen a estas áreas. He escuchado de mis colegas de ciencias que los profesores hombres dicen: “la profesora necesita un técnico que le explique cómo hacer la investigación”, así ellas tengan doctorados de universidades muy reconocidas y hayan ganado por su cuenta fondos para hacer investigación. También les dicen: “es que las profesoras son muy bravas; se empeñan en que se cumplan las reglas”, como si cumplir las reglas fuera algo raro o anormal. O les señalan: “las profesoras mujeres no pueden ir solas al campo”, como si no hubieran hecho esto a todo lo largo de sus carreras. A este acoso constante sobre sus calidades profesionales se suma muchas veces el acoso sexual. Uno de los problemas más importantes en el debate reciente sobre la conducta de un profesor de ciencias en la Universidad de los Andes era que esa conducta no se consideraba excepcional en el departamento sino una “práctica habitual de los profesores hombres en relación con las profesoras mujeres”. No debería sorprendernos que después de décadas de contar con más de 25% de los graduados en ingenierías y ciencias, las mujeres sigan siendo menos del 10% de las profesoras y que los techos de cristal parezcan imposibles de romper.

Finalmente, el problema es que la Vicepresidente ni siquiera puso en duda el que sea profundamente problemático que en una sociedad se les pague mejor a ingenieros y administradores que a sociólogos y psicólogos. No debería extrañarnos que no logremos resolver muchos de nuestros problemas sociales si valoramos tan pobremente el conocimiento que podría llevarnos a ello. Es un signo claro de nuestro subdesarrollo que sigamos empeñados en estas enormes diferencias en el valor que asignamos a las áreas del conocimiento.

Honestamente, yo quisiera, como la Vicepresidente, que hubiera más mujeres en las áreas en las que hay muchos hombres y más hombres en las áreas en las que hay muchas mujeres. Estoy convencida de que las habilidades e intereses de las mujeres enriquecerían la ingeniería y las ciencias, y que las habilidades e intereses de los hombres revolucionarían el cuidado infantil y la enfermería. Pero es ingenuo y atrevido decir que el resultado actual es responsabilidad de las mujeres o que las mujeres podrían cambiarlo con solo quererlo. Tampoco es que no pueda hacerse: he propuesto en mis escritos el ejercicio mental de hacer estas redistribuciones por mecanismos forzosos como los cupos por áreas de conocimientos. Por ahora, creo que avanzamos mucho si nos tomamos en serio los reclamos de discriminación y acoso de las pocas mujeres que están en las áreas de ingeniería y ciencias. Es imposible seguir empeñadas en hacer “cosas de hombres” si no podemos estar por lo menos libres de angustia.