OPINIÓN

Alegría de leer

La lectura, como cualquiera otra pasión, es avasallante… e irracional.

Jorge Humberto Botero, Jorge Humberto Botero
15 de agosto de 2019

La gente de mi generación, y de varias otras, aprendimos los rudimentos de la lectura en las varias cartillas “Alegría de leer” escritas, a mediados de los años 30 de la pasada centuria, por Evangelista Quintana. En la primera de ellas desarrollamos la capacidad de leer conjuntos de sílabas y frases cortas aunque carentes de sentido. De ese repositorio de maravillas que es el portal de Jorge Orlando Melo, copio unas pocas: “Elena tapa la tina; el enano bebe; yo soy el rey y amo la ley; Olano une la lona; boto el lulo a la tina; Polita, no vote el apio ni el poleo; el pato no tiene pelo”. Por algo se empieza antes de intentar leer una revista del corazón o comprender las instrucciones para instalar un software. (Lo confieso: a veces no logro pasar el test “no soy un robot”).

Leer es un instrumento indispensable para aprender a pensar, acopiar conocimiento abstracto, y, si se trata de literatura, vivir un número infinito de vidas distintas de la propia. Sin embargo, hay que rechazar la idea de que “quien lee nunca está solo”. La lectura, que cuando se trata de textos complejos y de cierta longitud, requiere silencio y soledad, no puede sustituir la compañía humana. Leer, después de un cierto número de horas, produce saturación. Llega un momento del día en que es imperativo un poco de conversación (y, a veces, de licor).

Y si leer es un placer, reeler es su quintaesencia, especialmente si se trata de literatura clásica, categoría que contiene las obras que han sido reputadas como las mejores en las distintas culturas. Ellas no destilan la riqueza y sabiduría que albergan sino con el correr de los años. Quien dice que en el colegio ya leyó a Homero o a Shakespeare, a George Simenon o García Márquez, razón por la cual no tiene sentido volver sobre esa páginas ilustres, desconoce que no somos, a la edad que hayamos alcanzado, los lectores ingenuos de entonces, cuando probablemente leímos forzados por nuestros maestros, un método eficaz para impedir que florezca el hábito de leer. Hace no muchos años, para dar un ejemplo, leí a Italo Calvino al que ahora regreso deslumbrado como si fuera la primera vez que me acerco a su obra.

La pasión por los libros tiene, como todas las pasiones, muchos elementos irracionales algunos de los cuales voy a reconocer. Ese libro que nos hace guiños en la librería es, sin duda, el último ejemplar de un texto que tendremos que leer, así no sea ya, sino dentro de unos años; por eso hay que comprarlo de inmediato. A pesar de la evidencia en contra, tenemos certeza de que los libros físicos están próximos a extinguirse sustituidos por los electrónicos, que no se dejan acariciar y no nos excitan, como aquellos, las papilas olfativas: corresponde atesorarlos con sentido de urgencia. Los libros son una gran inversión, no un gasto; así lo apreciarán nuestros herederos cuando decidan venderlos… incluso por kilos.

Que ya no quepan en los estantes no es problema: podemos colonizar la mesa del comedor, o habilitar como depósito el cuarto de baño que los hijos ya no utilizan; si la situación es desesperada, es posible regalar unos cuantos para recuperar capacidad de almacenamiento. Tener en frente del sillón en que nos sentamos una nutrida biblioteca conforta el alma y nos hace propensos a la felicidad; es mejor y más barato comprar libros que drogas contra la depresión; “más libros y menos Prozac” es un estupendo paradigma. Esa febril disciplina de lectores nos debería alejar del alcoholismo que es fuente de males innumerables.  Dado que a cierta edad aumenta la proclividad al Alzhaimer, la lectura, que mantiene la mente en ebullición, es un excelente antídoto.  

Como a veces lo obvio pasa desapercibido, debemos recordar que los libros cumplen otras funciones de gran utilidad en el hogar, tales como cuñar otros libros o puertas expuestas a corrientes de aire. También sirven, colocados unos encima de otros, como atril del computador, especialmente ahora cuando ya no existen los directorios telefónicos.

De otro lado, como los libros que tenemos hacen parte de planes de lectura inteligentísimos pero que cambian todos los días, es imposible que leamos en orden de adquisición, y que antes de comprar un libro nuevo finalizemos  primero los catorce que tenemos a mano, o, peor, en el suelo. En casa me recuerdan que el poeta José Emilio Pacheco –uno de mis preferidos- murió de un golpe en la torre luego de tropezar con una pila de libros.

Por último, un testimonio personal: en dos ocasiones trasplantes de córnea me han devuelto la visión de uno de mis ojos y la posibilidad de vivir (y leer) con alegría. Esta maravilla ha sido posible gracias a los avances que se registran en las técnicas de extracción y utilización de órganos y tejidos de quienes ya han muerto. Según la ley, todos somos donantes del cuerpo en el que ya no estamos. Es importante que lo sepamos; y que nuestros seres queridos lo sepan para que, cuando la Parca venga a buscarnos, faciliten su pronta extracción. El tiempo en que ello debe hacerse es brevísimo.  

Briznas poéticas: Borges, que como Homero y John Milton, murió ciego, escribe: “Nadie rebaje a lágrima o reproche esta declaración de la maestría de Dios, que con magnífica ironía me dio a la vez los libros y la noche. De esta ciudad de libros hizo dueños a unos ojos sin luz, que solo pueden leer en las bibliotecas de los sueños los insensatos párrafos que ceden las albas a su afán”.

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