OPINIÓN

Alma, cuerpo y corazón: Mayerli Angarita

Nos están matando sin que a nadie le importe.

Maria Camila Restrepo
18 de mayo de 2019

Cuando uno es líder social en Colombia, lleva puesta la camiseta de la selección todos los días. El sacrificio es del 200 por ciento como en un Mundial. La entrega es total. Hay días de zozobra, otros de tristeza pero también llenos de alegría. Estos últimos más escasos, pero los hay. Tampoco es difícil hacer que se me hinche el corazón. Soy montemariana. A mí háblenme de folclor, pónganme a sonar una gaita o llénenme el alma de esperanza como cuando supe que a una amiga le devolvieron los restos de su hijo después de dos décadas buscándolo.

Esa espero ser yo algún día. Van a ser 30 años desde que perdí cualquier rastro de mi madre. Tenía apenas 12 cuando los paramilitares me la arrebataron en Montería. Justicia para mí habrá el día que me la devuelvan y en la familia podamos empezar el duelo. Saber qué pasó con ella y poderle llevar como cualquier devoto un ramillete de flores cada día de la madre a su tumba. Hace tres años, con la firma del acuerdo de paz, me dieron una oportunidad entre un millón de encontrarla.

Por Gloria Robles, mi mamá, soy quien soy. Una mujer menuda de 1,52 metros, madre de tres hijos, cabeza de hogar y líder fundadora de Narrar para vivir. Una iniciativa que nació de un espiral de barbarie en el patio de una casa. A escondidas de las AUC y la guerrilla. Ellos estaban en medio de su pelea territorial mientras 840 mujeres, víctimas suyas, nos reunimos para ayudarnos a sanar el dolor, empoderarlas y a crear oportunidades económicas para todas. Todas ahora son sobrevivientes, superaron el duelo y trabajan por sus familias, los derechos humanos, sus territorios y por construir paz.

Nos están matando sin que a nadie le importe

En mi proyecto de vida trabajo desde el año 2000, exactamente tres días después de que fui testigo de la masacre de El Salado. Esa fue la tercera vez que vi la muerte a los ojos. La segunda ocurrió apenas siendo una adolescente. Debajo de la puerta de mi casa, en el barrio El Prado, Martín Caballero de las Farc me dejó una nota en la que me daba 24 horas para abandonar la zona por los trabajos que venía adelantando. Aun así, tiempo después con Redepaz entré al municipio donde se planeó y ejecutó la peor masacre cometida por los paramilitares contra hombres, mujeres y niños.

Le recomendamos: Orangutanes con sacoleva

Ese día, en ese remoto pueblo incrustado en los Montes de María, me cambió la vida. Cuando llegué a mi habitación, me arrodillé y le pedí perdón a Dios por todo lo que había renegado. Llevaba años con una amargura, un dolor que no me dejaba pasar de víctima a sobreviviente. Pero lo que había vivido mi familia no era nada comparado con lo que pasaron las mujeres de ese lugar. En ese instante fue que empecé a formar el temple que dicen que tengo. Terminé mis estudios en la normal con énfasis en ciencias sociales y comencé a perfilar mi carrera universitaria.

Hoy estoy a seis meses de graduarme como abogada. Lo mío son los derechos humanos, acompañar a las mujeres víctimas del conflicto. Estoy convencida de que hay que garantizarles acceso a la justicia y el pleno restablecimiento de sus derechos. El dolor me hizo despertar. A nosotros nos vulneraron los derechos y nos los tienen que restablecer. No nos protegieron, ni nos dieron garantías para que esos grupos no nos tocaran. Es el mismo escenario de lo que está pasando ahora. Nos están matando sin que a nadie le importe. La diferencia con lo que viví empezando el milenio es que ya no pueden tapar el sol con un dedo.

De mí se dice que soy la mujer más amenazada en todo el sur de Bolívar. Lo creen por los dos atentados de los que he sobrevivido, por haber intentado postularme a las elecciones y por caminarle a la restitución de tierras. Dimos la pelea por muchos desplazados por la violencia, igual que lo hicimos cuando decidimos reconstruir la memoria de las mujeres en Las Brisas después de la masacre en 2000. Ahora, sin embargo, uno no sabe dónde meter la cabeza. La zozobra en la que vivo ni siquiera la sentí en los ocho años de la Seguridad Democrática.

También puede leer: Que no se queme la esperanza

Antes uno al menos sabía de quién se tenía que esconder. Ahora, ¿de quién carajos? Sale un panfleto firmado por las Águilas Negras y de inmediato las autoridades dicen que no existen. Yo no me quiero ir del país, pero tampoco quiero que me maten. Tengo un esquema de seguridad que me han venido desmantelando. Opté por asegurar mi casa, ya no solo se trata de mí sino de mí familia. Tengo seis perros que solo son amigables con mis hijos. Mi casa no tiene ventanas y las paredes externas de la misma tienen otra que las refuerza. Hay cámaras por todos lados.

Es más bien poco el tiempo que paso junto a ellos. A mi padre, por ejemplo, apenas lo veo una vez al año. Se alejó de mí. Soy una amenaza para ellos. Bueno, también en eso creen las personas a las que les he pedido trabajo. Prácticamente me dicen no, quédese allá. No me traiga problemas acá. La última visita que me hicieron grupos armados fue el 14 de febrero. Estuvieron en una finca de la organización. Esta es una persecución contra nuestra vida, pero también por deslegitimar nuestro legado.

Tenemos que trabajar juntos. La sociedad no puede seguir indiferente. Estamos tratando de que se implemente el plan de garantías para lideresas. Aquí en Montes de María se iba a ejecutar el plan piloto. Iván Duque se comprometió en agosto en Apartadó. A la ministra se lo repetimos en El Salado y aquí sigo sentada, esperando su llamada. Hemos pedido que se convoque una misión intersectorial quienes estamos en el territorio tenemos soluciones y más de diez años de experiencia para frenar el asesinato de líderes, el lío es que nadie nos escucha y, al parecer, ni le interesa.

Noticias Destacadas