OPINIÓN

Demagogia y fanatismo

Esto de someter la fiesta de los toros al voto popular es mero fingimiento oportunista.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
1 de agosto de 2015

El Concejo de Bogotá decidió, por 29 votos contra seis, llevar a cabo la consulta popular convocada por el alcalde Gustavo Petro para prohibir en la ciudad las corridas de toros. Doy cuenta del foro abierto al que fui invitado tres días antes para iluminar a los concejales.

Para empezar hablaron dos exmagistrados de las altas cortes. El doctor Nilson Pinilla ensartó una docena de deliberadas falsedades sobre lo que, según él, es la fiesta de los toros; y basado en ellas abogó por su prohibición. Su colega el doctor Alfredo Beltrán dedujo que, puesto que el Estado colombiano se define como pluricultural, y siendo la afición a los toros una manifestación cultural minoritaria, hay que eliminar las corridas para “meterle pueblo a la democracia”.

Otro jurista, el doctor Santiago García, salió en defensa de la seriedad del derecho, explicando varias cosas: que la ley colombiana autoriza las corridas de toros en las plazas de toros; que el alcalde y el Concejo abusan de sus competencias al convocar una consulta popular para modificar la ley; que también el pueblo soberano está sometido a la Constitución; y que en una democracia constitucional como es la colombiana existen los controles contramayoritarios para impedir los abusos de las mayorías: por ejemplo, que se llegue a la dictadura del “Estado de Opinión” predicada por juristas del talante del uribista José Obdulio Gaviria o del nazi Karl Schmitt.

Un concejal planteó una pregunta: “¿Qué sería de este país sin el ejemplo del matador de toros César Rincón, que viene de una familia humilde?”. Un novillero retirado ejecutó en la tribuna con ayuda de un periódico un pase de muleta inventado por él en honor del Padre Eterno, e instó a los asistentes a abrazar “la Tauromaquia Divina, Total y Cibernética”. Un ganadero de bravo recordó que los taurinos son colombianos de bien y no malhechores sádicos; y que el toro de lidia no es una víctima indefensa, sino, por el contrario, el mejor tratado de todos los animales, desde su vida de placer hasta su muerte con honor: el rey de la fiesta. Intervinieron varios concejales más: uno que reclamó su derecho a expresarse a favor del “avance de la Tecnología y de la Humanidad”; otro que citó a Gandhi y a Hanna Arendt; un tercero que bramó que Colombia ya había superado “la etapa ANTROPOCENTRISTA de la tauromaquia A-BO-MI-NA-BLE”; otro que disertó sobre la bioética de la política. Pasaban las horas. La presidenta del Concejo se ausentó.

Habló entonces una militante animalista. Tras saludar a todos y a todas, tomó la palabra y la pantalla de su Powerpoint en nombre de los toros que no pueden hablar, de los animalistas y las animalistas que no pudieron estar presentes, de muchas personas y personas diversas, del constituyente primario, de los viabilizadores y viabilizadoras de la democracia, de los derechos de los niños y las niñas definidos por la ONU. Y como intérprete de todos ellos y de todas ellas (a quienes fue mostrando unos por unas en pantalla) afirmó que entre los ciudadanos y las ciudadanas de Bogotá no hay arraigo cultural MA-YO-RI-TARIO de las corridas de toros, como lo prueba el hecho de que solo ocho países del mundo las permiten todavía. Por si eso no bastara, concluyó, la plaza de toros de Barcelona ha sido transformada en un centro comercial, que genera mucho más empleo que el arte del toreo.

Y se alzó la doctora Martha Lucía Zamora, secretaria general de la Alcaldía, para exponer la asombrosa tesis aritmética de que no todas las minorías son minorías aunque así parezcan revelarlo los números. Las minorías solo son verdaderas minorías cuando han sido esclavizadas por las mayorías, como los afrodescendientes, o exterminadas por otras minorías, como los indígenas. Y si no, no lo son, y en consecuencia no deben ser respetadas por la aplanadora de las mayorías oficialistas. Los aficionados a los toros a quienes la Alcaldía y el Concejo amenazan con privarlos de su placer estético ( y lúdico, para hablar un lenguaje que en el Concejo entiendan) no constituyen una minoría, así sean numéricamente minoritarios, porque, dictamina la doctora Zamora, “no ostentan características que los hagan diferentes a la ciudadanía en general, con excepción de su gusto a la fiesta brava”. (El abuso de la preposición “a” es de la doctora).

Llegados ahí, y siendo las dos de la tarde, yo también me ausenté. Ya había contribuido a las cinco horas de palabrerío leyendo un breve Manifiesto Libertario sobre el derecho a escoger los propios gustos sin imponérselos a los demás, y a elegir el propio oficio –el de torero o el de politiquero- sin que lo prohíba nadie ni prohibir los de los otros. Sobre el derecho de las minorías (sociológicas, y no solo étnicas o religiosas) a no ser aplastadas por las mayorías electorales. Aunque esto de someter la fiesta de los toros al voto popular es mero fingimiento oportunista. Lo que mueve a los politiqueros –el alcalde, los concejales, los exmagistrados, la secretaria de la Alcaldía– es la pura demagogia: quieren que parezca que de verdad “le meten pueblo a la democracia”. Y a los animalistas los mueve el puro fanatismo: quieren imponer a toda costa –retorciendo la ley, manipulando la ciencia, abusando de la aritmética– lo que para ellos es, y en consecuencia debe serlo para todos, el único bien y la única virtud.

Una advertencia: con esto se abre la veda para cualquier fanático o cualquier politiquero que quiera convocar una consulta popular sobre lo que le dé la gana.