OPINIÓN

Discursos protocolarios

No se indignaron porque santos dijera mentiras, sino porque en un discurso protocolario incluyó una verdad incómoda

Antonio Caballero, Antonio Caballero
5 de noviembre de 2016

El discurso de Isabel II en el banquete para el presidente Santos parecía escrito por el mismo intérprete simultáneo que lo tradujo en la transmisión televisada: era vagamente aproximativo con la realidad. Se refirió la reina al apoyo dado por su país al Libertador Bolívar para su empresa independentista hace 200 años: un apoyo que no existió (pero es bueno jactarse ahora de él, cuando Bolívar no es ya un peligroso subversivo que desafía las instituciones respetables, sino un prócer de las nuevas instituciones respetables, como sucede siempre con los subversivos cuando triunfan).

Bolívar fue a Londres a pedir la ayuda de Inglaterra, en efecto, enviado por la Junta de Caracas en 1810, antes de que empezara la guerra de independencia. El gobierno inglés no se la quiso dar, bien sopesados sus propios intereses frente a España. Los soldados británicos e irlandeses que seis o siete años después vinieron a integrar la Legión Británica no eran tropas del gobierno, sino mercenarios contratados casi a sus espaldas, cuando Inglaterra era oficialmente aliada de España. Y la “sustancial ayuda financiera” mencionada por la reina, es decir, el gran empréstito negociado con desaforados intereses y en medio de peculados y grandes escándalos que mantuvo agobiada a Colombia por siglo y medio, y solo se terminó de pagar más que mediado el siglo XX, tampoco vino de Inglaterra, sino de prestamistas privados. Ingleses, sí, pero sin ninguna intervención de su gobierno, que solo se ocuparía de cobrar el préstamo por la fuerza cuando llegara el caso: el bloqueo de los puertos venezolanos por cañoneras inglesas y alemanas para reclamar la parte venezolana de la deuda atrasada en l902.

Que el discurso protocolario de Isabel II no se ajuste a la realidad histórica es apenas natural. Así se hace la diplomacia. Menos habitual es en cambio un detalle del discurso que al día siguiente pronunció el presidente Santos ante el Parlamento británico. Se ciñó, como la reina, a las inexactitudes corteses de la diplomacia en sus reminiscencias de la Independencia: la ficticia ayuda de la Gran Bretaña, según él “socia y aliada de la causa de nuestra libertad”; la muerte heroica del coronel irlandés Rooke bajo un eucalipto en Paipa (¿ya había eucaliptos en Colombia hace “más de 250 años”, que son los que Santos dice que tiene este? ¿Y acaso Rooke no murió en Belencito, a muchas jornadas de distancia, que es donde está enterrado?); la participación “decisiva” de su tía tatarabuela Antonia Santos en la batalla del Pantano de Vargas. Hasta ahí, normal: mentiritas piadosas. Pero a continuación el presidente rompió la regla no escrita según la cual los altos funcionarios no discuten en el extranjero los problemas internos: y denunció casi con nombre propio, el del gerente de la campaña por el No, la “estrategia de desinformación y mentiras” que llevó a los partidarios del No en el plebiscito a ganar por un pelo en las urnas.

No creo que los lores y los comunes se fijaran en el detalle, como debieron pasar también por alto la anécdota de la tía tatarabuela. En cambio aquí en Colombia los abanderados del No se indignaron. Hasta el extremo de sacar un comunicado conjunto denunciando a Santos por “estigmatizarlos ante el mundo” y por “poner en duda la democracia”.

Pero no se indignaron porque dijera mentiras. No se indignaron por las inexactitudes del presidente sobre la ayuda inglesa a Bolívar o la edad del eucalipto del coronel Rooke (y yo, de pasada, no creo que sea cierto que Santos viaja a menudo a Paipa para visitarlo y meditar en el destino del héroe que murió a su sombra, si es que no murió, como siempre se ha dicho, en Belencito). Sino por lo contrario. Se indignaron porque en un discurso protocolario, de esos que han sido diseñados desde siempre para decir mentiras amables, Santos hubiera incluido una verdad incómoda.

Los discursos protocolarios, por diplomáticos que suelan ser, tienen un significado profundo. Del brindis de la reina de Inglaterra al presidente de Colombia no se deduce que hace 200 años el gobierno de turno de su antepasado Jorge III se hubiera puesto del lado de la independencia de las colonias españolas de América que proponía Simón Bolívar, cosa que no hizo; pero sí se deduce que los actuales gobiernos de turno de Isabel II –el de David Cameron, el todavía incipiente de Theresa May– están del lado de la paz con las guerrillas firmada en Colombia por Juan Manuel Santos. Y ese detalle de la política internacional constituye una derrota para la médula de la política local de los indignados campeones del No. Muestra que los subversivos –y Bolívar ya lo era cuando viajó a Londres a pedir respaldo, y mucho más aún, un guerrillero en armas, cuando sus enviados fueron allá a reclutar veteranos de las guerras napoleónicas y a comprar fusiles de segunda mano– acaban por volverse presentables. La política es dinámica.

Y en cuanto a la historia, no digamos.

NOTA: Lo que hace la banda de los Chompos de la Universidad de los Andes que denuncia Carolina Sanín no es humor, como dicen. Es crimen, como los que cometen las demás bacrim. 

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