OPINIÓN

La Diosa Madre

El problema no es el dopaje químico, sino la corrupción pecuniaria, que pervierte el deporte.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
19 de marzo de 2016

"La credibilidad de un deporte está en vilo”, escribe esta revista para rematar un artículo sobre el dopaje de la tenista María Sharapova, a la vez exagerando y reduciendo el caso. Exagerándolo, porque el tenis se va a seguir jugando en todas partes como si nada hubiera pasado. Y reduciéndolo, porque el descrédito no afecta solo el tenis, sino todos los deportes que existen.

El boxeo, el billar, el ajedrez, los bolos, el béisbol, el jiu-jitsu, el fútbol del señor Sepp Blatter. El fútbol americano. El precandidato presidencial Donald Trump se quejaba hace unos días de que ese brutal deporte se había vuelto un juego de muñecas en el que ningún verdadero macho se parte de verdad el cráneo en los encuentros frontales: según él, se ha reblandecido tanto como los propios Estados Unidos bajo Barack Obama. Como si no supiera Trump, como sabe todo el mundo, que esos choques de cabeza son tan simulados como las peleas a muerte de la lucha libre mexicana. Todos los deportes están en manos de tramposos, cuando no de mafiosos.

Se acusa a la Sharapova de usar una droga prohibida (aunque desconocida) llamada meldonium para mejorar su capacidad de juego. Pero ¿es que acaso no se dopan por igual todos los tenistas, hombres, mujeres y niños? A Rafael Nadal lo acaba de acusar de dopaje una exministra del deporte de Francia. ¿No se dopaba el ciclista Lance Armstrong, que ganó cinco o seis veces el Tour de Francia? Y lo ganó contra cientos de ciclistas tan dopados como él, porque todos se dopan. El mérito sigue siendo el mismo: si ninguno se dopara, ni él ni los demás, también habría ganado. Lo que distingue a los mejores no es que se dopen sino que, tan dopados como todos, siguen siendo mejores. ¿O es que los que son mejores son sus respectivos médicos? El uno prefiere recetar anabolizantes y el otro recomienda esteroides. O tal vez son los deportistas mismos los que escogen su droga preferida, como han escogido su deporte: baloncesto para este, ping-pong para aquel. ¿Y quién hace y deshace las reglas, quién prohíbe o autoriza? Panela sí, cocaína no. Los dirigentes deportivos, que son unos señores gordos de anteojos negros que nunca han hecho deporte y no han estudiado endocrinología. Para un deportista de elite, no doparse consiste simplemente en ir un paso por delante de la prohibición decretada por esos señores que no saben lo que decretan.

Tampoco se entiende por qué está prohibido el dopaje en el deporte y no en otras actividades. El canto: acabamos de ver en Bogotá los brincos increíbles del septuagenario cantante Mick Jagger, reconocido adicto polimorfo. La poesía: todos los poetas de que se tiene noticia han vivido drogados o borrachos. El gobierno: nuestro exbipresidente y hoy senador Uribe se dopaba – o se sigue dopando, no sé- con unas goticas mágicas de fórmula secreta que le suministraba una bruja. Y la expresidenta argentina Cristina Kirchner abusa visiblemente del bótox.

El problema no es el dopaje químico, sino la corrupción pecuniaria. Por la corrupción no solo se enriquecen fraudulentamente los burócratas que dirigen el deporte mundial –los del fútbol de la Fifa, los del tenis de la ITF, los del ajedrez de la Fide, los de la natación sincronizada de la Fina, los del béisbol de la Ibaf, etcétera–, sino que se pervierte el deporte. Su objetivo no es ya el de educar un cuerpo sano para una mente sana, como proponían los filósofos pedagogos de la antigüedad; sino el lucro. No es un objetivo higiénico, ni lúdico, ni estético, ni ético; sino solamente crematístico. Y por eso no tiene más reglas que la del dinero. Por eso se compran y se venden –en vez de ganarse o perderse– los partidos de fútbol y las partidas de ajedrez, las competencias de esquí y las peleas de boxeo. La corrupción viene de que el deporte, todos los deportes, se ha convertido en un negocio colosal. Uno de los más grandes del mundo, comparable con el de las drogas prohibidas y con el de las armas.

Eso no es así por el deporte mismo. Lo que multiplica su rentabilidad es la publicidad. Señala SEMANA en su artículo que la Sharapova, por cada dólar que gana jugando tenis profesionalmente (torneos, trofeos, presentaciones amistosas), gana otros seis en contratos publicitarios. Sin ellos, perderá la bicoca de 142 millones de dólares (y se terminará su carrera de mujer-anuncio). Ya se lo están cancelando sus patrocinadores, que simulan escandalizarse ante el fraude de la tenista después de haberse beneficiado durante años de su publicidad engañosa. Pues ¿por qué va a tener alguna autoridad sobre la calidad de un automóvil Porsche una tenista profesional, cuando la empresa Volkswagen que los fabrica falsifica las pruebas de sus motores? Vuelvo a lo mismo: así hacen todos. Los que sí pueden saber algo de carros, como los pilotos de carreras, no vacilan en promover bebidas gaseosas o relojes de submarinista. Y los futbolistas, cuando corren por la cancha, anuncian líneas de aviación en la camiseta. La reina de Inglaterra anuncia de todo: licores, zapatos, ropa, galletas, muebles: los fabricantes le pagan nada menos que mil cien “garantías de calidad” (warrants of appointment). ¿Y cree alguien que la reina bebe y come y se pone todo lo que anuncia?

Es la Diosa Publicidad. Probablemente la fuerza del Mal más poderosa de toda la historia humana. De ella dependen la economía, la política, las ciencias, las artes, la moral. Toda nuestra civilización de consumo.

Que no persigan, pues, a la bella María Sharapova por meter meldonium, como no han debido perseguir nunca al feo Maradona por meter cocaína. O bien que prohíban todos los deportes.

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