OPINIÓN
Coca: la chispa de la vida
Como la coca solo empieza a dar cosecha al año y medio hay que inferir que el aumento de cultivos se dio antes de la suspensión de la fumigación
Dice el fiscal general que hay que rea-nudar las fumigaciones aéreas de los cultivos de coca con glifosato –o con el menos perjudicial para la salud humana glufosinato de amonio–, porque han aumentado. Es también la opinión –que varios de nuestros sucesivos presidentes han considerado vinculante– del embajador de los Estados Unidos.
Y la del recién destituido procurador, que sabe Dios. Y es también la opinión del pugnaz expresidente que se niega a dejar de ser presidente en ejercicio. Responde el ministro de Justicia que el aumento no tiene nada que ver con las fumigaciones, porque cuando más intensamente se fumigó –en los años 2006 y 2007– fue cuando más crecieron las áreas cultivadas. Deberían saberlo Martínez, Ordóñez, Whitaker, Uribe: el aumento de la oferta obedece al aumento de la demanda, y este al aumento del consumo. Los responsables no están en Colombia, sino en el mundo entero.
No sé si ocuparse de los cultivos lícitos o ilícitos forma parte de las atribuciones de un fiscal (que han ido creciendo con los apetitos de los sucesivos fiscales, como también ha ocurrido con la Procuraduría). Tampoco sé si la empresa Monsanto, productora del glifosato (pero no sé tampoco si también produce el glufosinato de amonio) figura en la larga lista de clientes multinacionales del bufete de abogados también multinacionales DLA Piper Martínez Neira. Pero me parece muy raro que un hombre tan capaz y bien informado como el muchas veces exministro y exsuperministro y hoy abogado litigante en receso y fiscal general en activo sea ciego al más sencillo cálculo aritmético: las fumigaciones se suspendieron en octubre de 2015: hace diez meses. Y como la mata de coca solo empieza a dar su cosecha de hojas al año y medio hay que inferir que el aumento de los cultivos se dio antes de la suspensión de la fumigación, y no como consecuencia de esta.
Todas las cosas relacionadas con este tema son malas, una por una. El herbicida glifosato es malo para la salud: por eso quienes lo utilizan manualmente para usos agrícolas o jardineriles usan máscara, que no tienen los campesinos cocaleros cuando el veneno les llueve del cielo. La fumigación aérea es mala para la soberanía nacional: ¿por qué tiene que hacerse en aviones alquilados a los Estados Unidos y pilotados por mercenarios norteamericanos? Los cultivos de coca son malos para los bosques, pues hay que talarlos para abrirles campo, una y otra vez, selva adentro, huyendo de las avionetas fumigadoras. Los cristalizaderos de la cocaína –las cocinas, que las autoridades llaman pomposamente “laboratorios”– son malos para los ríos, que envenenan con cemento y gasolina y ácido sulfúrico. Las mafias que controlan el comercio son malas para la moral, para la justicia, para la paz. Para todo. Pero todas esas cosas, que sin duda son malas, no son la raíz del problema. La raíz del problema es la prohibición.
Si no fuera por la prohibición, todas esas cosas malas se transformarían en cosas buenas como por arte de magia. Para empezar la misma coca sería buena, como lo fue durante milenios: una planta no solo útil sino también sagrada en el Nuevo Mundo, como lo ha sido la vid en el Viejo. Pero dejando de lado lo sagrado –la sangre de Cristo– también en lo simplemente recreativo sería buena la cocaína derivada de la hoja de coca, como lo es el vino sacado del fruto de la vid. En moderadas dosis de buena calidad: como lo es el vino, como lo es el aguardiente que en Colombia produce el mismo Estado, como lo es el whisky, cuya calidad se puede controlar porque su producción y su comercio son legales. Los cultivos de coca serían buenos: explotación agrícola legítima en tierras que no tendrían por qué venir de la tala de los bosques vírgenes, porque no estarían perseguidos. Los dineros de la coca serían legales en toda la cadena, y en consecuencia buenos para la economía, la moral, la paz y la justicia. Porque no estarían en manos de mafias criminales, sino de agricultores y procesadores y negociantes legítimos.
Y habría un considerable ahorro en gastos de pesticidas: porque la coca no sería una peste, sino una bendición. Como lo es el vino para los pueblos mediterráneos, o el aquavit, agua de vida, para los escandinavos, o el whisky –del gaélico irlandés ‘uisce beata’, que es también agua de vida– para los irlandeses y los escoceses. La coca volvería a ser una planta de vida, como lo fue siempre, y no “la mata que mata”, como se le ocurrió llamarla a algún “creativo” de anuncios publicitarios: uno que simplemente invirtió el sentido del eslogan de la Coca-Cola: “La chispa de la vida”.