OPINIÓN
La peor de las guerras
Habría que preguntarse por qué se perpetúa esta guerra artificial, creada de un plumazo. la respuesta es que es una guerra decretada por Estados Unidos, criminal planetario.
Del discurso del presidente Juan Manuel Santos en Oslo se han resaltado sus frases hiperbólicas sobre el sol resplandeciente de Colombia, sobre el toque de su varita mágica en Siria y Yemen y el Sudán, sobre la paz posible en ambos hemisferios del planeta. Pero solo he leído un par de comentarios –de los columnistas de El Espectador Andrés Hoyos y Juan Pablo Ruiz Soto– sobre la frase en mi opinión más importante, y que aunque parezca la más absurdamente exagerada es la más cierta: que la guerra contra las drogas (que “no se ha ganado, ni se está ganando”) “es igual o incluso más dañina que todas las guerras juntas que hoy se libran en el mundo”.
Para muestra: en ese mismo domingo 11 de diciembre en que Santos recibía su premio en Oslo se cumplían diez años de la fecha en que el presidente de México Felipe Calderón, vestido de uniforme militar, declaró solemnemente en Michoacán la guerra del Ejército y la Marina mexicanos, y no solamente de la Policía, contra los carteles del narcotráfico. En estos diez años la guerra ha tenido como resultado entre 150.000 y 180.000 muertos, solo en México. Y el desmantelamiento de los carteles que trafican con droga, de sus proveedores en Colombia, de sus receptores en los Estados Unidos, no ha avanzado un ápice.
Como concluye Santos: “Es hora de cambiar nuestra estrategia”.
Esto se ha dicho muchas veces, claro está. La gente está cansada de oírlo. Yo mismo recibo mensajes de fatiga y reproche cada vez que –digamos cada dos meses– vuelvo a escribir sobre el tema, que me parece el más grave de las relaciones interamericanas del último medio siglo. Lo que distingue entre tantas la frase de Santos es que quien la pronuncia no es un periodista ni un ecologista, ni un profesor universitario, ni un médico, ni un politólogo, y ni siquiera la influyente revista The Economist, que lleva muchos años insistiendo vanamente en el asunto. Sino el jefe de Estado en ejercicio de un país que, como subrayó en su discurso, “ha sido el que más muertos y sacrificios ha puesto” en esa guerra insensata, que se alimenta de sí misma: mientras más se endurece, más se prolonga y más se pierde.
Habría que preguntarse por qué no se ha cambiado esa estrategia tan comprobadamente fracasada, tan incesantemente denunciada, y por qué no tiene trazas de cambiarse. Por qué se perpetúa esta guerra artificial, creada de un plumazo con la ilegalización de la droga y que podría acabarse de un plumazo: legalizando la droga. Como se acabó de un plumazo, legalizando el alcohol, la guerra contra el alcohol en los Estados Unidos, igualmente artificial, igualmente nefasta, igualmente creada por el plumazo de la prohibición. Una guerra artificial, absurda, madre de muchas guerras en varios continentes, pues las financia, en Colombia, en Afganistán, en los Balcanes. Una guerra que solo tiene por ganador al crimen organizado. Ni siquiera a unos criminales en particular, que sin cesar la pierden y caen muertos bajo los tiros de la Policía o de sus criminales rivales, o van a la cárcel en muchos países y a la horca en algunos: sino al crimen como institución: a la perpetuación del crimen gracias a su prohibición.
La respuesta está en que es una guerra decretada por los Estados Unidos, policía planetario, criminal planetario.
De todos sus crímenes imperiales, el peor que han cometido los Estados Unidos en sus dos siglos de historia ha sido este. Peor que sus invasiones militares y sus despojos territoriales en nombre de la libertad, que sus estrangulamientos económicos de países rebeldes en nombre del capitalismo, que sus derrocamientos y asesinatos de gobernantes indóciles en nombre de la democracia, que sus aplastamientos de culturas distintas en nombre del american way of life, que su exportación de la corrupción en nombre del progreso, su más grande crimen ha sido el de imponerles su hipócrita y devastadora y por añadidura inútil guerra contra las drogas a todos los demás países del mundo. Una guerra que libra cada uno de ellos contra sí mismo por cuenta de la impotencia interna de la prepotente república imperial que con todo su poderío es incapaz de hacer cumplir sus propias leyes por sus propios ciudadanos. Y en consecuencia les traslada la tarea a todos los demás. A los países productores de drogas prohibidas por los Estados Unidos, como Colombia; o de tránsito en su tráfico hacia los Estados Unidos, como México; o que nada tienen que ver con lo uno ni con lo otro, como Australia o como Polonia, como Irán o como Birmania. Una guerra insensata que hasta los propios Estados Unidos libran contra ellos mismos. Y, aunque la puedan imponer, son los primeros en perderla.
Para parafrasear a un difunto reciente: no creo que la historia los absuelva.