OPINIÓN

El remedio y la enfermedad

Esa legalización de la droga por la cual no quiere abogar Santos, ni nadie que tenga responsabilidades políticas, es justamente la única política que puede empezar a resolver el problema.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
30 de abril de 2016

Deberían haber aprendido algo los dirigentes políticos del mundo al cabo de casi 60 años de fracasos de la guerra contra las drogas: cada vez se producen y se consumen más variadas y en mayor cantidad, y aumentan sin cesar la muerte y la corrupción que genera su prohibición. Pues no: no han aprendido nada. Como lo acaban de reiterar en la “sesión especial” de la Asamblea General de la ONU en Nueva York, siguen empecinados en que esa guerra es buena. Y en que es dentro de sus pautas, dictadas en las convenciones internacionales de hace más de medio siglo –medio siglo de prohibición, y en consecuencia de mafias criminales: criminales no por violar la prohibición, sino por todos los asesinatos y sobornos que se necesitan para violarla–, donde debe solucionarse el asunto.

Algunos, cuando ya no están en el poder, descubren de repente que esa guerra que libraron con entusiasmo era mala. Son conversos tardíos, como Gaviria en Colombia, como Calderón en México, como Chirac en Francia. Otros en cambio, que antes de llegar al poder creían que era una guerra mala, se convirtieron al revés: como Barack Obama en los Estados Unidos. No sabemos qué pensaban antes al respecto los gobernantes de países teocráticos, autocráticos o burocráticos, como el Irán, la China o Cuba. Pero ahora, cuando mandan, sí se sabe: creen que la guerra es buena en sí misma, aunque haya fracasado. Solo uno o dos –pájaros raros– se han distinguido del rebaño por declarar, desde el poder, que esa guerra perdida es mala: el presidente Juan Manuel Santos, de Colombia, y el expresidente de Guatemala Otto Pérez Molina. El de Guatemala fue destituido casi de inmediato y está preso, acusado de corrupción y del asesinato de un obispo. El de Colombia, cautelosamente, ha venido recogiendo velas, espantado por su propia audacia. Y en la conferencia de Nueva York que acaba de reconfirmar el apoyo universal a la insensata continuación de la guerra perdida, Santos quiso dejar claro que su postura no es la de “abogar por la legalización”; sino solo la de proponer nuevos enfoques para la prohibición: el de la salud pública, que empieza a ganar terreno, y el de los derechos humanos, que choca con el rigor punitivo de los países más intransigentes. Y un tercero, en el cual sí se logró algún progreso en Nueva York y en las discusiones preparatorias de hace uno meses en Viena: la flexibilidad con que los diferentes Estados, sin llegar a denunciar las convenciones, pueden aplicar sus compromisos.

Pero esa legalización de la droga por la cual no quiere abogar Santos, ni nadie que tenga responsabilidades políticas, es justamente la única política que puede empezar a resolver el problema. No el problema del consumo de drogas, que es efectivamente un problema de salud pública y de libertad individual: un problema de civilización. Sino los muy numerosos problemas que nacen de la ilegalidad de las drogas. Porque, como dice el jurista Rodrigo Uprimny, investigador de Dejusticia, “la verdadera discusión es si las convenciones son la fuente del llamado ‘problema de las drogas’, pues la prohibición ha creado un mercado ilegal muy lucrativo, controlado por las mafias del narcotráfico, y además ha marginalizado y causado mayores daños a los usuarios”.

El problema es el remedio, no la enfermedad.

Hace un mes publicó la revista Harper’s una declaración del difunto John Ehrlichman, brazo derecho del también difunto presidente Richard Nixon, promotor en 1961 de la prohibición que todavía perdura. Explicaba Ehrlichman que Nixon tenía dos enemigos: la izquierda que se oponía a la guerra de Vietnam, y los negros. Como no se los podía condenar ni por ser negros ni por protestar pacíficamente contra la guerra, el gobierno decidió “asociar a los ‘hippies’ con la marihuana y a los negros con la heroína, y criminalizar ambas cosas”. Y preguntaba: “¿Que si sabíamos que estábamos mintiendo sobre las drogas? Claro que sí”.

Eso explica la mentira de entonces, pero no las que hoy, olvidada aquella guerra y cuando el presidente de los Estados Unidos no es Nixon sino un negro, siguen esgrimiendo los líderes de todos los países de la Tierra. Así que cabe una pregunta impertinente: ¿qué ganan con esa guerra perdida los gobernantes del mundo? Porque los gobernados no ganamos nada.

Salvo los narcotraficantes, claro está.