OPINIÓN

Lo obvio y lo incomprensible

El único caso de éxito en su función de guardián de la paz que Ban Ki-moon puede exhibir es el de su participación en los acuerdos de paz de Colombia

Antonio Caballero, Antonio Caballero
24 de septiembre de 2016

No debe extrañar a nadie que la firma de los acuerdos con las Farc despierte tanto entusiasmo internacional: en términos de pacificación es lo único en el mundo que hay para mostrar. Las Naciones Unidas se crearon con el propósito de mantener la paz, o de lograrla. Y hay que ver…

El primero que está encantado, y se le nota, es el secretario general de la ONU, el surcoreano Ban Ki-moon, que está a pocos meses de entregar el cargo. Ban nació en medio de una guerra atroz, la de la ocupación de Corea por el imperio japonés, y creció en un país partido por la mitad por otra guerra igualmente feroz, la de las dos Coreas, primera de las guerras grandes calientes de la Guerra Fría entre los dos campos que dividían al mundo: una guerra detenida, pero no finalizada oficialmente, por el armisticio de l952 que dejó dos países separados por una franja desmilitarizada y mutuamente amenazantes. Porque se tiende a olvidar que el pacifista secretario general de la ONU es tan coreano como su compatriota Kim

Jong-un, el guerrerista joven tirano de la mitad del norte de su país. Y en sus casi diez años de mandato el pobre Ban no ha visto paz ni de lejos: no ha presidido sino sobre guerras abiertas o larvadas, internacionales o civiles, o las dos cosas a la vez. ¿Qué es la de su propia Corea dividida en dos, ocupado el Sur capitalista por tropas norteamericanas, protegido el Norte comunista por la gran sombra de la China?

O la de Siria, a la vez civil e internacional, que últimamente acapara la atención de los medios. O las igualmente civiles e internacionales de Afganistán y de Irak. La de Yemen, la de Nigeria, la del Sudán. La del gobierno de Turquía con su minoría kurda. La de las diez facciones de Libia. La de muy baja intensidad pero interminable que enfrenta a Israel con sus vecinos árabes y con sus palestinos del interior. De manera que el único caso de éxito en su función de guardián de la paz que Ban Ki-moon puede exhibir es el de su participación en los acuerdos de paz de Colombia. Salvo que se le ocurra reclamar como trofeo la terminación de la guerra civil que asoló durante 26 años a Sri Lanka y que terminó en 2009 con una traca final de 7.000 muertos de la rebelde minoría tamil en una sola semana. O la de Chechenia en su rebelión contra Rusia, que cuando se apagó en ese mismo 2009 había dejado, en tres años, 100.000 muertos civiles.

El único caso de solución pacífica amparada por la ONU en sus 70 años de existencia es el que tuvo en 2002 el conflicto entre Indonesia y Timor Oriental, que en 27 años de combates dejó 100.000 muertos y dos Premios Nobel de la Paz. Pero en 2002 Ban Ki-moon no era todavía secretario general. El cargo lo ocupaba el africano (de Ghana) Kofi Annan.

Por eso el aplauso que provocó en Nueva York el anuncio de Santos sobre el fin de la guerra en Colombia es comprensible: es casi la única vez que se ha presentado la ocasión de aplaudir una paz. Y es una vez, al menos por sus cifras, impresionante: 52 años de enfrentamiento entre una guerrilla subversiva y el gobierno de un país, con un costo (compartido con la acción de otros grupos) de más de 200.000 cadáveres, para no mencionar los otros millones de víctimas no mortales. Las paces más recientes iban siendo ya viejas; y de todas maneras en ellas no tuvo que ver la ONU, ni los costos de sus guerras respectivas guardan proporción con el caso colombiano. Son la que logró el gobierno inglés con el ejército del IRA católico y las milicias protestantes en Irlanda del Norte, por el acuerdo de alto el fuego del Viernes Santo de l988, para cerrar un enfrentamiento de 29 años que dejó 3.256 muertos, de los cuales 1.857 civiles. Y la que en el País Vasco español se logró en 2011 por el “cese unilateral y definitivo de la actividad armada” de la organización independentista ETA tras más de 40 años de lucha subversiva. En los cuales, para establecer un contraste con el conflicto de aquí, solo se causaron 829 víctimas mortales. Y sin embargo a nadie en su sano juicio se le ocurrió decir que no existieran el IRA en el Ulster, ETA en Euskadi: a nadie se le ocurrió pretender que no existía un conflicto interno. Y a nadie se le ocurrió pensar o decir que fuera malo que ese conflicto terminara por fin sin que una de las partes hubiera sido derrotada.

Solo aquí. Doscientos mil muertos, 8 millones de desplazados. Pero no pasaba nada. Estos eran “migrantes internos”, aquellos eran víctimas de “fuerzas oscuras”. Más de 100 billones de pesos de gastos militares en los ocho años del gobierno guerrerista de Uribe. Pero la protesta viene solo por el costo de llevar y traer de Cuba a los negociadores de las Farc. Tal es el desfase histórico de los críticos de los acuerdos de La Habana. Porque si es perfectamente comprensible que el fin del conflicto armado en Colombia despierte entusiasmo en el mundo exterior, es en cambio absolutamente inexplicable que suscite rechazo aquí.

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