OPINIÓN

La adivinanza de la esfinge

Hace unos años lo definí con una frase de Churchill: es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma

Antonio Caballero, Antonio Caballero
1 de abril de 2017

La función del vicepresidente consiste en sustituir al presidente. Así ha ocurrido en Colombia varias veces cuando ha existido la figura: por ejemplo, el general Santander sustituyó durante siete años al Libertador Bolívar, hace dos siglos, y el doctor Carlos Lemos reemplazó durante ocho días al presidente Samper, hace 20 años.

También se han dado relevos más abruptos, como el del golpe de Estado que el vicepresidente Marroquín le dio a su presidente Sanclemente a principios del siglo XX. Si llegara o llegare el caso ¿a qué modelo correspondería la sustitución del presidente Juan Manuel Santos por el general Óscar Naranjo, que acaba de ser elegido por el Senado vicepresidente de la República?

Es difícil saberlo. Naranjo, general retirado de la Policía, es el hombre más inescrutable de la política nacional –empezando por el hecho de que cada vez que ha ocupado una alta posición política ha empezado por aclarar que él no tiene pretensiones políticas. Hace unos años, con ocasión de uno de esos nombramientos, lo definí en esta revista usando la descripción que en su tiempo dio Winston Churchill de la Unión Soviética: “Es una adivinanza envuelta en un misterio dentro de un enigma”. Nadie sabe qué sabe Naranjo, ni qué piensa. Él no dice nunca nada, y se limita a sonreír casi imperceptiblemente: no hay una sola fotografía suya en la que no aparezca con su media sonrisa ladeada y enigmática. El general Naranjo es una esfinge.

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Naranjo es el hombre de los poderes secretos: el más temible personaje de un régimen, comparable al prefecto Sejano del emperador Tiberio o al ministro Fouché de Napoleón y los Borbones. Es el hombre que más información confidencial tiene en Colombia, no solo por sus cargos en la Policía –en la cual fue jefe de inteligencia y contrainteligencia, además de director general– sino porque heredó toda la información de espionaje legal e ilegal acumulada por el DAS cuando este fue disuelto en 2011 y el general tuvo a su cargo la puesta en marcha del organismo que lo sucedió, la Dirección Nacional de Inteligencia. Hombre de absoluta confianza de Uribe, quien lo puso a la cabeza de la Policía saltándose a nueve generales de mayor antigüedad, y hoy dice de él que, aunque no lo acompaña en su elección porque se lo impide “lo que ha ocurrido en el gobierno Santos”, le tiene aprecio; tanto a él, subraya curiosamente el expresidente, como a su familia. Hombre de absoluta confianza también de Santos, que dice de él que “es una persona cuya lealtad está a toda prueba”, que en tiempos de Uribe y como ministro de Defensa participó en sus nombramientos y que en los suyos lo ha ascendido a general de cuatro soles (el único que ha tenido la Policía colombiana), lo ha designado negociador con las Farc en Cuba y nombrado ministro para el Posconflicto, lo ha llevado a la junta directiva de su Fundación Buen Gobierno y ahora lo presenta como su nuevo vicepresidente. Y hombre de absoluta confianza también de la DEA norteamericana, que lo hizo miembro de su filial la International Drug Enforcement Association y lo promovió para el título honorífico de Mejor Policía del Mundo.

El general Naranjo parece no tener enemigos. Salvo uno: el sinuoso exministro uribista Fernando Londoño, que lo acusa de incendiario (del Palacio de Justicia, nada menos), de narcotraficante (en compañía de su hermano), y de encubridor de asesinos (los de Álvaro Gómez y los que le pusieron a él una bomba lapa y mataron a uno de sus escoltas).

Y un hombre así ¿carece de ambiciones presidenciales? Comenta el senador Antonio Navarro que la elección de Naranjo “trae un aire fresco de despolitización de la Vicepresidencia, que durante más de dos años estuvo al servicio de una candidatura presidencial”. Pero cabe preguntarse ¿y ahora ya no?

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Tal vez el general no busque una candidatura, pues la ley lo inhabilita; y en este país de juristas hasta los golpes de Estado se dan dentro del respeto riguroso de la ley. Pero tal vez sí lo tiente una Presidencia. Que puede llegarle bien por golpe propiamente dicho, a la manera del vicepresidente Marroquín, o bien por retirada más o menos voluntaria del presidente titular. Aquí esos relevos se han visto muchas veces, producidos por toda suerte de motivos. Mencioné a Simón Bolívar, que dejó la Presidencia de Colombia (la Grande) para proseguir la guerra libertadora en el Perú. El general Obando la desocupó por cuartelazo. Mariano Ospina Rodríguez, por guerra civil. El general Mosquera, por derrocamiento incruento. El efímero Francisco Javier Zaldúa, por fuerza mayor: murió a los pocos meses de ocupar el cargo. De las cuatro veces que fue elegido Rafael Núñez se retiró dos, porque no le gustaba el clima de Bogotá. Miguel Antonio Caro también se retiró, aunque solo por un día. Al anciano Sanclemente lo retiró Marroquín por la fuerza. Reyes se fue a la mitad del periodo de diez años para el que había sido elegido, por hastío. Suárez abandonó el cargo por las acusaciones de corrupción. López Pumarejo renunció por una mezcla de conspiraciones y desprestigio. Laureano Gómez por enfermedad cardiaca, rematada por un “golpe de opinión” y un pronunciamiento militar. Rojas Pinilla por un paro bancario. Y tanto Carlos Lleras como López Michelsen estuvieron a punto de irse por una rabieta. En cuanto a Ernesto Samper, al final no se fue, como es sabido; pero muchos le pidieron que se fuera, incluido el actual presidente Juan Manuel Santos.

Así que debemos estar preparados para cualquier cosa. El general Naranjo es una esfinge.

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