OPINIÓN

Se quema el pan

Para rescatar lo único presentable de su gobierno, que es la paz, a santos no le queda mucho tiempo. Esa sigue siendo su gran apuesta histórica. Si no la termina él no la va a terminar nadie.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
25 de marzo de 2017

El problema del presidente Juan Manuel Santos no es el de sus culpabilidades administrativas o inclusive penales en el asunto de las elecciones, que o bien no existen o bien han prescrito o bien no serán reconocidas por su juez natural, que es un Congreso dominado por él, amaestrado por su mermelada y compuesto

por añadidura por políticos elegidos con las mismas picardías y triquiñuelas usadas por Santos. Álvaro Uribe, que compró su reelección con notarías, es el menos indicado para denunciar la violación de los topes por Santos. También los violó –¿autoengañándolo? –su candidato Óscar Iván Zuluaga, y también lo hizo con plata de Odebrecht. Como los había violado en las elecciones presidenciales anteriores el entonces candidato de Uribe, que era Santos.

El problema de Santos no es el escándalo de Odebrecht: aquí no va a pasar nada. Lo han hecho todos: violar los topes, recibir platas en rama entregadas por debajo de la mesa o en paraísos fiscales. Tendría que estallar una revolución en toda regla, con paredón de fusilamiento y exilio masivo, a la cubana, o tendría que aparecer un coronel golpista y carismático, a la venezolana, para que pasara algo: para que esos pecadillos cometidos desde hace siglos por todos los políticos colombianos recibieran algún castigo. Vean el resumen analítico que hace Hernando Gómez Buendía en Razón Pública. No va a pasar nada.

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Por lo que sí debe responder Santos –ante la historia, como dice él mismo: no ante la justicia ni ante las encuestas – es por sus ocho años de gobierno. Por lo que ha hecho y por lo que no ha hecho. Por lo que prometió para hacerse elegir, y por lo que prometió luego –lo contrario– para hacerse reelegir. Lo primero, que era continuar la guerra, lo incumplió desde su discurso de posesión, cuando dijo que tenía en el bolsillo la llave de la paz, y no la de la guerra que Uribe le había confiado. Para lograr lo segundo, que era hacer la paz con la guerrilla de las Farc, necesitó seis años y volarse un plebiscito denegatorio como se había volado los topes de la campaña electoral. Pero lo logró. Y es ese logro el que ahora está en peligro.

Es como el chiste cruel que corrió cuando operaron de un tumor no maligno en la cabeza al vicepresidente Germán Vargas Lleras: “Pobre Germán: le extirparon lo único benigno que tenía”. Hoy le está pasando lo mismo al presidente Juan Manuel Santos: lo único bueno que tenía su gobierno, lo único que tenía para mostrar y para justificar sus siete años de erráticos cambios de ministros y de políticas (agraria, de medioambiente, de drogas, de minas, de justicia), que era la búsqueda de la paz con las Farc, se le está quemando en la puerta del horno, como dicen que se quema el pan.

Ese pan de la paz se está quemando por muchos lados y por muchas razones. Por las demoras y los cambios en los compromisos sobre justicia transicional, cambios promovidos no por el uribismo sino, cosa más preocupante, por los congresistas de Cambio Radical, el partido del ya vicepresidente y hoy pujante candidato presidencial Germán Vargas Lleras. Por la ineptitud y la improvisación en la preparación del posconflicto, del cual se viene hablando desde hace más de un lustro pero para el cual el gobierno no tenía nada listo: ni el cambiante marco jurídico ni los campamentos de acogida en las zonas veredales de concentración de los guerrilleros: ni lo teórico ni lo práctico.

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Por la tardanza en la entrega o dejación de las armas de las Farc (y antes, de los niños). Por la pachorra o la incapacidad de la fuerza pública para recobrar el control de las regiones dejadas por las Farc, que según parece están siendo ocupadas por la guerrilla del ELN y por distintas bacrim: ese nuevo acrónimo de los viejos paramilitares. Por los asesinatos de decenas de líderes sociales y defensores de derechos humanos, abandonados a su suerte hasta que el gobierno logre identificar un paradigma en la matanza, que dice no encontrar. La vez pasada, cuando mataban a los militantes de la Unión Patriótica, para que se reconociera que había habido sistematicidad e intencionalidad en el exterminio hubo que esperar años: hasta que no quedó ninguno vivo.

Para rescatar lo único presentable de su gobierno, que es la paz, al presidente Santos no le queda mucho tiempo. Esa sigue siendo su gran apuesta histórica. Si no la termina él no la va a terminar nadie.

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