OPINIÓN

Los cuentos de Pombo

Pombo conoce este país de cabo a rabo, más y mejor que casi cualquier colombiano, porque lo ha vivido en todos los niveles y desde todos los ángulos.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
2 de julio de 2016

No he visto comentarios sobre El tiempo por cárcel, el libro de conversaciones de Roberto Pombo con Juan Esteban Constaín. Periódicos y revistas, cautamente, se han limitado a publicar extractos del texto o entrevistas con los autores. ¿Por miedo? Tal vez, si hemos de creerle al director de El Tiempo su afirmación de que su periódico sigue siendo un poder temido en Colombia.

Pero es un vano temor. Porque El Tiempo no es ya lo que era en tiempos de su director y propietario el doctor Eduardo Santos, cuando no salir en sus páginas equivalía a no haber nacido ni haber muerto. Y, sobre todo, porque Pombo no tiene el temperamento fríamente rencoroso del doctor Santos: es, por el contrario, un hombre despreocupado y sin odios. No avinagrado, sino feliz.

El libro merece mejor suerte. No solo porque, aunque ya no todopoderoso como lo fue algún día, el gran periódico que Pombo dirige desde hace siete años sigue siendo el más importante de Colombia. Sino por Pombo mismo. Conviene oír en su propia voz (aunque en muchos casos la que oímos es más bien la de su interlocutor Constaín, que cuela en el largo y algo repetitivo monólogo de Pombo manierismos verbales de su propia cosecha: por ejemplo, la manía de poner una coma antes de la palabra ‘nunca’ o de la palabra ‘siempre’: “A mí jamás me han dicho… ,nunca”. O “Yo siempre he creído que… , siempre”). Conviene oír en su voz, digo, las muchas historias que tiene que contar y las muchas opiniones que tiene que dar sobre muchos temas –y que a lo mejor da casi a diario en los editoriales del periódico. Pero ¿quién lee los editoriales de El Tiempo?

Las historias que tiene que contar. Pombo conoce este país de cabo a rabo, más y mejor que casi cualquier colombiano, porque lo ha vivido en todos los niveles y desde todos los ángulos. Niño bien de familia tradicionalmente conservadora sin fortuna, y hoy rico. Estudiante rebelde de Derecho en las elitistas universidades del Rosario y de los Andes, pero con veleidades izquierdistas; y hoy presidiendo el periódico que, como él mismo reconoce, se confunde con el establecimiento y es un bastión de la institucionalidad y del poder. Y entre una cosa y otra una larga carrera de periodista completo que lo ha llevado desde colaborador del periódico trotskista El Manifiesto en los años setenta y corresponsal sin sueldo de la revista de izquierda Alternativa en la improbable fuente de noticias que era la provinciana ciudad brasileña de Curitiba hasta la dirección de El Tiempo. Pasando por otra docena de medios periodísticos de todas las pelambres y todas las tendencias: El Heraldo de Barranquilla y su rival local el Diario del Caribe, el periódico deportivo brasileño Diario Popular, la revista Cromos de Jaime Michelsen, SEMANA de Felipe López, Cambio de varios periodistas encabezados por Gabriel García Márquez, Cambio, de México, con García Márquez y el grupo Televisa de los Azcárraga, Caracol Radio del Grupo Santo Domingo, el Noticiero Nacional, también con otros periodistas, TV Hoy de la familia Pastrana, El Tiempo de la familia Santos, El Tiempo del grupo español Planeta, El Tiempo de Luis Carlos Sarmiento. Y en todos esos medios ha sido de todo: levantador de cadáveres de la sección judicial, corresponsal de guerra, humorista vestido de torero, columnista, editor político, editor general, director.

En los breves intervalos ha sido vendedor de tumbas puerta a puerta, libretista de televisión, frustrado letrista de baladas románticas para Julio Iglesias, y también frustrado ejecutivo de cacaos multinacionales en un fallido negocio de telecomunicaciones. Y en consecuencia ha conocido toda clase de ambientes y ha sido amigo de toda suerte de personas. Jueces promiscuos municipales, guerrilleros, presidentes de la República (en Colombia y en México), multimillonarios, poetas, políticos profesionales, banqueros, músicos, generales, curas, cantantes, escritores, asesinos en serie; y, por supuesto, periodistas.

En cuanto a sus opiniones al respecto, la primera es que todas esas personas le caen bien. Eso lo creo: Pombo tiene un corazón amplísimo. Y él les cae bien a todas. Eso lo sé: Roberto es inteligentísimo y adorable. Como le dijo García Márquez alguna vez, todos lo queremos, aunque no sepamos por qué. Generoso también: asegura en este libro que todos los demás son por igual adorables e inteligentísimos, y una gente estupenda. Y eso sí no creo que sea cierto. Que Misael Pastrana era muy rumbero y que Andrés Pastrana es inteligentísimo (como todo el mundo), que Hernando Santos y Fidel Castro eran almas gemelas, que Virgilio Barco hizo un gran gobierno aunque no se daba cuenta por culpa del alzhéimer. No es el único. Pombo piensa, o dice, que todos los presidentes de Colombia, sin excepción, y aunque por sus resultados no se haya notado mucho, han sido grandes hombres de Estado, de Juan Manuel Santos para atrás: Uribe, Pastrana, Samper, Gaviria, Barco, Belisario, Turbay, López Michelsen, el otro Pastrana, Lleras, Guillermo León, el otro Lleras, Rojas, Laureano, Ospina, el otro Santos, el primer López, Olaya, los conservadores de la Hegemonía, que eran sus bisabuelos…

En eso Pombo se parece a Osuna (no el caricaturista Héctor, sino el columnista Lorenzo Madrigal), que está convencido de que todos los cardenales colombianos son santos ex officio.

Y cree Pombo entonces, curiosamente –o al menos eso dice, y yo lo creo sincero–, que El Tiempo es como él, y siempre lo ha sido: de principios filosóficamente liberales, pero, por sentido de la responsabilidad, defensor a ultranza de todos los gobiernos. Olvida, en lo de “liberal”, no solo los ocho años en que acompañó con entusiasmo al ultraderechista Uribe sino todos los del Frente Nacional, que constituyeron el triunfo de las ideas y de los métodos del Partido Conservador colombiano. Y olvida, en lo de “defensor de todos los gobiernos”, los ataques incesantes de El Tiempo a todos los de la Hegemonía conservadora hasta l930; y luego, en los años cuarenta y cincuenta, a las dictaduras conservadoras y militares. Para Roberto Pombo todo es mejor de lo que parece. Y no lo dice por interés ni por cálculo, sino porque de verdad piensa que es así.

Así que hay que leer su libro. Pero lo cierto es que resulta algo decepcionante. Es como leer, entreverado de humor, un editorial de El Tiempo de 276 páginas.

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