OPINIÓN

El arquitecto

La sustitución del ideólogo por un político profesional deja la impresión de que Santos se conforma con lo ya logrado a medias.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
5 de agosto de 2017

Se despide el alto comisionado Sergio Jaramillo Caro, arquitecto del acuerdo de paz con las Farc. Hace ya tres meses se retiró Humberto de la Calle, jefe del equipo del gobierno en las negociaciones de La Habana. Al presidente Juan Manuel Santos le queda todavía exactamente un año para tejer los cabos sueltos. Pero De la Calle y Santos fueron solamente los padrinos políticos de la criatura. El padre biológico, o la madre probeta, o las dos cosas, desde la concepción y los siete años de ardua gestación hasta el parto, un dificultoso parto por triple cesárea (en La Habana, en Cartagena, en el Teatro Colón de Bogotá), ha sido Sergio Jaramillo.

Desde cuando como viceministro para los Derechos Humanos bajo el Ministerio de Defensa de Santos descubrió y denunció los falsos positivos del Ejército, hasta que como alto comisionado para la paz organizó las conversaciones primero secretas y luego públicas con los delegados de las Farc, Sergio Jaramillo ha sido, dije más arriba, el gran arquitecto de los acuerdos. Pero no solo eso. Además fue el maestro de obra, el encofrador, el cimentador, el albañil, el electricista, el carretillero que lleva la arena, el carpintero, el cerrajero, el pintor de brocha gorda y el de pincel fino del más mínimo detalle, interviniendo en todo: desde el vasto diseño en planos del ambicioso proyecto de una paz completa hasta la chambonada de la corrección de pruebas del último decreto tramitado por fast track o de la excavación de la más remota letrina de un campamento de zona veredal transitoria de normalización de la guerrilla.

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Como a los arquitectos megalómanos –todos lo son– a Jaramillo lo detestaron en el curso del proceso todos los implicados: sus interlocutores leguleyos de las Farc, que le discutían palmo a palmo las comas y los puntos y comas de la interminable redacción de los acuerdos; sus compañeros de la comisión del gobierno, políticos poco acostumbrados a leer textos in extenso, o expeditivos generales de horca y cuchillo; y los periodistas ansiosos de una chiva frustrados ante sus imperturbables silencios que solo ocasionalmente rompía –en inglés. Es natural: al despótico arquitecto lo detestan todos: los obreros por el trato y el cliente por la demora, y los vecinos de la obra por el ruido y el polvo. Pero después miran el edificio terminado, y aplauden.
Y de inmediato olvidan: como si el edificio hubiera estado ahí desde siempre, y se hubiera hecho solo.

Yo soy de los que aplauden. Pero no olvido el mérito del constructor. Este edificio de la paz con las Farc es la obra más importante que se ha hecho en Colombia en el terreno de la política práctica –al margen de “constituciones aéreas”, como las llamó Simón Bolívar hace dos siglos– desde los pactos del Frente Nacional de hace 60 años.

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Los acuerdos de ahora constituyen una especie de posdata –con los del EPL, el M-19, el Quintín Lame y el PRT de hace 25–, un post scriptum complementario a aquellos pactos de entonces, que fueron no solo necesarios –que ya es bastante virtud– sino también benéficos: pusieron fin a la Violencia entre liberales y conservadores. Pero fueron también insuficientes. Y, por insuficientes, tremendamente dañinos: les debemos el medio siglo de la guerra social y de la degradada guerra de guerrillas subsiguientes. Fueron unos pactos tripartitos entre conservadores, liberales y militares en los que, por exigencias del lado conservador y del lado militar (y de los Estados Unidos en lo más rudo de la Guerra Fría), se dejó deliberadamente por fuera a las izquierdas no liberales, comunistas o socialistas o remanentes del gaitanismo radical. Y al establecer por ley la paridad parlamentaria y burocrática y la alternación presidencial bipartidistas se eliminó la oposición política, convirtiendo en ilegítima y en consecuencia armada la única oposición posible. Además fueron unos pactos de mutuo y automático perdón y olvido negociados por las cúpulas de los dos grandes partidos y de las Fuerzas Armadas, en los cuales no se consideró la necesidad de establecer justicia, y menos aún la de ofrecer reparación a las víctimas de la Violencia (creo que los únicos indemnizados fueron los principales jefes: los liberales Alfonso López y Carlos Lleras por el incendio de sus casas el 6 de septiembre de 1952 por las turbas conservadoras, el conservador Laureano Gómez por la quema de su finca por las turbas liberales el 9 de abril de 1948. A las turbas no les tocó nada).

Lo mismo pasa con estos pactos de ahora. Son necesarios y benéficos, pero también insuficientes. Falta, para empezar, la dejación de armas del otro grupo guerrillero histórico, el ELN. Y, a propósito de las confusas exigencias que sus voceros hacen en su mesa de negociaciones, falta la necesaria participación de lo que confusamente llaman ellos “la sociedad”. Para que los acuerdos no se limiten a su dimensión militar y política formal (que los que han sido guerrilleros puedan entrar a hacer política sin armas, y sin que los maten), sino que abarquen también lo social y lo económico, que forman parte de lo que hace ya decenios el entonces presidente Belisario Betancur llamó “causas objetivas de la subversión”.

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A falta de lo que sigue faltando, la intempestiva sustitución del ideólogo Sergio Jaramillo por un político profesional como Rodrigo Rivera en el cargo de alto comisionado encargado de tejer los cabos sueltos de los acuerdos de paz deja la impresión de que el presidente Santos, sin cuya decisión y persistencia políticas el proyecto de paz no hubiera pasado de ser un ejercicio académico, se conforma con lo ya logrado a medias. Con el desarme de la guerrilla y el Premio Nobel de la Paz. Con que la tarea emprendida por Jaramillo se quede en obra negra, como se suelen quedar las grandes empresas en Colombia, que además se demoran el doble de lo previsto y salen costando el triple de lo planificado.

Ojalá no se convierta para terminar, como el túnel de La Línea, en un insostenible elefante blanco. 

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