OPINIÓN
La mala fe
Al revés de lo que esperaba Echandía, la religión ha seguido estando estrechamente, y venenosamente, mezclada con la política en Colombia.
Decía Darío Echandía en el Congreso en l942, defendiendo como ministro del gobierno liberal la reforma del Concordato firmada con la Iglesia que atacaba el senador conservador Laureano Gómez: “La bandera religiosa, como bandera de agitación política, ha desaparecido en Colombia para siempre”.
Se equivocaba. No desapareció entonces: Laureano Gómez consiguió volver a enarbolarla con ayuda de los obispos y los curas más ultramontanos de la época, que predicaban que matar liberales no era pecado. Un ejemplo que vemos en estos días es el del cura de Armero linchado el 9 de abril de l948 por las turbas liberales en venganza por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, que formaba parte de la violencia contra los liberales fomentada por muchos sacerdotes desde los púlpitos. Y ahora lo quieren canonizar. Y enarbolándola contra el partido liberal – no como causa, sino como bandera: el trapo que se usa para disfrazar las causas -, Laureano Gómez consiguió, como había anunciado que era su propósito, “hacer invivible la república”. Trescientos mil muertos. Y tampoco ha desaparecido ahora la bandera del fanatismo religioso. La agitan, cada cual a su manera, el destituído exprocurador católico Alejandro Ordóñez, la senadora protestante Vivian Morales y el camaleónico expresidente Alvaro Uribe, que con el pretexto de sus religiones respectivas (Uribe tiene varias) consiguieron derrotar por un puñado de votos el referendo sobre los acuerdos de paz. Sólo sacudiendo el señuelo de la fé religiosa amenazada por la homosexualidad y la ideología de género consiguen mover al pueblo que cree amenazadas sus creencias. Tal como entonces.
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Y lanzan por las redes sociales una cosa panfletaria de otro pastor, Jaime Arturo Fonseca, evangelista y profeta de Jehová, líder de la Comunidad Colombia Manos Unidas de la que se dice que “es la que más votos tiene en el país”. Uribista. Sepresenta a sí mismo como hijo de Jesúa, enemigo de la Corrupcion y del Grupo de Bilderberg y de los Illuminati y del financista húngaro Georges Soros y del comunista Juan Manuel Santos, y enamorado de los caballos, y presidente del Voluntariado del Centro Democratico y partidario de la candidatura presidencial uribista de José Alfredo Ramos. Escribe en nombre de DonaldTrump y de Cristo Jesús, que, según dice, es el REY de Colombia.
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No es la primera vez que se lo proclama tal. En estos días los alcaldes cristianos de varios pueblos de Casanare y de Caldas le han entregado simbólicamente a Jesucristo las llaves de sus municipios. Y hace más de un siglo, en l902, el presidente de la república José Manuel Marroquín consagró a Colombia entera al Corazón de Jesús para que les diera a los conservadores la victoria en la guerra civil de los Mil Días, que ya llevaba unos novecientos. Así lo reiteró cincuenta años después el presidente Laureano Gómez, haciendo votar por un Congreso exclusivamente conservador una ley que establecía que cada año la consagración se renovara, y así se hizo hasta que en l994 la Corte Constitucional dictó un fallo declarando inexequible la norma de acuerdo con la Constitución del 91, que hizo de Colombia un país laico y respetuoso de la pluralidad de cultos religiosos. Al revés de lo que esperaba Echandía, la religión ha seguido estando estrechamente, y venenosamente, mezclada con la política en Colombia.
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El promotor de la idea de la entrega de llaves, el secretario de Planeación de Yopal Juan Carlos Suárez, argumenta sin embargo: “No se trata de política, se trata de fe”. Pero al mismo tiempo al pastor Edgar Castaño, presidente de la Confederación Evangélica de Colombia, se le hace agua la boca: “Somos siete millones de cristianos. Si nos organizamos podemos elegir presidente”.
Con lo cual la senadora Viviane Morales levanta el dedo para decir que ella aceptaría “con honor” esa candidatura presidencial. Y a la vez anuncia que también va a buscar la candidatura por el partido liberal, sin ver ninguna contradicción entre la una y la otra. La una es cuestión de fe y la otra de política. Y aunque mezclar las dos puede ser buena política, la verdad es que huele un poco a mala fe.
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