OPINIÓN

La ballena blanca

Trump es un horror, sin duda. pero lo que hace hoy es reclamar, de manera políticamente incorrecta (en Antioquia dirían “frentera”), la superioridad de su país sobre todos los demás del mundo.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
27 de febrero de 2016

A medida que gana y gana elecciones primarias, y sube y sube en las encuestas de opinión a escala nacional, los analistas de la prensa empiezan a tomar en serio a Donald Trump como casi seguro candidato republicano y muy posible cuadragésimo quinto presidente de los Estados Unidos. Lo toman en serio, pero a la vez se pretenden horrorizados: un loco, un ignorante, un extremista, un peligro. Como si fuera la primera vez.

Trump es un horror, sin duda. Sus propuestas son aterradoras en lo externo y en lo interno, en lo económico, en lo político y en lo moral. Levantar muros, fortalecer el uso de la tortura, bombardear, usar el matoneo en las relaciones comerciales entre países: llevar a la política y a la diplomacia sus métodos cuasimafiosos de promotor inmobiliario. Pero nada de eso es nuevo. El muro por ejemplo, lleva muchísimos años a medio construir en la frontera de México. Tiene desde hace diez años varios cientos de kilómetros: Trump simplemente propone construir lo que falta. La tortura se viene usando en las cárceles militares desde la primera presidencia de George W. Bush. Y las guerras declaradas por este, o por su padre, o por el demócrata Bill Clinton, se han seguido librando bajo Obama, que tras recibir por ellas el Premio Nobel de la Paz ha emprendido algunas nuevas: en Libia, en Siria. Ni siquiera está cerrada definitivamente la ya viejísima guerra de Corea. En cuanto al matoneo comercial, viene por lo menos desde los tiempos de los presidentes Roosevelt (Teodoro) y Taft. Trump no hace otra cosa que proclamar en voz alta lo que casi todos sus predecesores (Carter fue una excepción) han anunciado en voz baja. Trump, como antes Ronald Reagan, puede llegar a ser el presidente más popular de la historia.

Porque eso gusta entre sus compatriotas. En sus dos siglos de historia, y sobre todo en su siglo y medio de historia imperial, los presidentes de los Estados Unidos más populares han sido los que ellos llaman “presidentes de guerra”: los presidentes comandantes en jefe. El joven Bush llevó esa imagen hasta la caricatura cuando aterrizó en un portaviones disfrazado de piloto de combate para jactarse de su “misión cumplida” en Irak, cuando apenas empezaba la destrucción de ese país y de la región circundante. Hoy los analistas de la prensa juzgan severamente aquella aventura. Pero en su momento la apoyaron casi todos con entusiasmo, como lo hicieron con su voto favorable en el Senado los dos grandes partidos por igual, incluida la hoy precandidata demócrata Hillary Clinton. Lo que hace hoy Trump es reclamar, de manera políticamente incorrecta (en Antioquia dirían “frentera”), la superioridad de su país sobre todos los demás del mundo.  Superioridad, o sentimiento de superioridad, que está en el corazón del “excepcionalismo” norteamericano. Punto de fe tan inamovible como ha sido para los judíos el concepto de “pueblo elegido”.

Ese excepcionalismo se demuestra por la fuerza. A puñetazos, como se resolvían las películas de John Wayne. Con chorros gratuitos de sangre, como lo muestran en tono sarcástico las de Tarantino. Ahora que se le está haciendo tanta publicidad a otra película que muestra el encuentro de otro actor de Hollywood con una osa salvaje vale la pena recordar la novela que hace 30 años escribió Norman Mailer sobre una cacería de osos en Alaska, y a la que le puso un título didáctico: Por qué estamos en Vietnam.

Donald Trump es la reedición de otra novela didáctica, tal vez la novela fundacional del excepcionalismo norteamericano. Moby Dick.

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