OPINIÓN
Odio (11). Aporofobia
Nos asustan los pobres porque no queremos ser como ellos. Pero lo somos, y por eso nos asuntan también: porque nos espejean y nos representan.
Hay esa pequeña obra maestra de Anthony Minghella, El talentoso Sr. Ripley, que cuenta la historia de un muchacho muy listo al que un millonario le paga para que viaje a Italia y convenza de regresar a casa al buena vida de su hijo. Los muchachos entonces se encuentran y hay esa escena de ambos en el tren, el buena vida dormido y Ripley mirándolo obnubilado mientras poco a poco se le va acercando con los ojos entrecerrados, como si estuviera profundamente enamorado, y el espectador cree que lo va a besar y no, tan solo lo huele; le huele la riqueza, el lujo, la ostentación, ¡el éxito! Luego de ese momento, nada volverá a ser igual y Ripley se convierte en otro con tal de no perder el estilo de vida al que en tan poco tiempo se ha acostumbrado.
En esto esta película se parece a Lo que el viento se llevó. "Con Dios como mi testigo, no van a derribarme. Voy a sobrevivir a esto y cuando todo acabe nunca volveré a pasar hambre. Ni yo ni mi gente. Así tenga que mentir, robar, engañar o matar". Nos identificamos con Scarlett O´hara porque nadie quiere ser pobre. Lo malo es que este es un miedo real del que los políticos sacan provecho en campaña al volverla blanco de los odios, sabiendo que al votante le preocupa más su bolsillo que el país.
Desde hace unos años el castrochavismo es el cuco en Colombia, aunque últimamente el miedo se ha centrado más en una supuesta venezolanización del país. Pero aclaremos: no es el comunismo lo que asusta, sino los pobres que a diario cruzan la frontera. Por eso la Fundación BBVA, en España, designó “Aporofobia” como la palabra del año. Se trata de un término acuñado, cuenta El País, “por la filósofa española Adela Cortina en varios artículos de prensa y en libros en los que llama la atención sobre el hecho de que solemos llamar "xenofobia" o "racismo" al rechazo a inmigrantes o refugiados, cuando en realidad esa aversión no se produce por su condición de extranjeros, sino porque son pobres”.
Nos asustan los pobres porque no queremos ser como ellos. Pero lo somos, y por eso nos asuntan también: porque nos espejean y nos representan. “Ser pobre, escribió Cortina, es sinónimo con frecuencia de mala salud, violencia o una esperanza de vida más corta que el resto de la población”. Crecemos con la idea de que éxito no es más que lujo y ostentación (lo cual es falso), de modo que al pobre se le odia también por “fracasado”. ¿Cómo desmontarse de la mentira del éxito en el país en el que “usted no sabe quién soy yo”? ¿Cómo soñar que no somos eso a lo que tanto le tememos sino ocultándolo públicamente o negándonoslo o haciendo como si no nos importara o presumiendo de hacer parte, sin serlo, de una clase social superior? El arribismo es también una herramienta de supervivencia. ¿Cómo soñarlo entonces sino a través de los símbolos del poder? Y el mayor símbolo de poder es la tierra.
La piel sospechosa aquí es la piel del pobre. No en vano, “Todo lo del pobre es robado”. Por eso es esto a lo que más le teme el colombiano, más que a la inseguridad, a la guerrilla o a la corrupción política. Y hay mucho de razón: la historia de la exclusión en Colombia es la historia de Colombia, y son los pobres los mayores excluidos del país: “Nadie que no haya poseído su propia tierra ha sido respetado jamás”, dijo J. Baldwin.
Lo que hay que atacar es a la pobreza, no al pobre. Superarla -y de paso la aporofobia- es un desafío para la democracia. Cortina propone hacerlo “a través de la educación, la eliminación de las desigualdades económicas, la promoción de una democracia que tome en serio la igualdad y el fomento de una hospitalidad cosmopolita”. De esto es de lo que hay que hablar en la campaña electoral en lugar de enfatizar en viejos miedos o de inventarse odios para ganar votos y no solucionar nada luego.
@sanchezbaute