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Aténgase a la virgen y no corra

Lo mismo habían hecho las autoridades seis siglos antes para espantar a la peste negra que despobló Europa. Rogativas al cielo. Negativas en la Tierra.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
21 de marzo de 2020

Hace un siglo, cuando la llamada gripa española mató a unos 60 millones de personas, la respuesta a la peste por parte de los Gobiernos de muchos países fue el recurso a la superstición popular: en el orbe cristiano, procesiones de penitencia cargando milagrosas imágenes de santos y rogativas a las Vírgenes locales para que apartaran de nosotros ese cáliz. Cosa que ellas no hicieron sino cuando estuvieron, como los antiguos dioses, ahítas de sangre. Otros ocultaron que la peste existiera. Por eso se llamó “española”. Porque siendo España el único país que no participaba en la Gran Guerra europea, solo su prensa, que no estaba como las otras sometida a censura militar, daba cuenta de los estragos de la pandemia, nacida en los campamentos militares de los Estados Unidos que enviaban a sus soldados a la guerra en Francia.

Lo mismo habían hecho las autoridades seis siglos antes para espantar a la peste negra que despobló Europa. Rogativas al cielo. Negativas en la Tierra.

Otros gobernantes en aquellas edades oscuras, como la nuestra, prefirieron perseguir a los culpables de lo que entonces no recibía todavía el nombre científico de “pandemia”. Dijeron que eran los judíos, tradicionalmente acusados de todos los males, y desataron judiadas y pogromos contra ellos, agregando muertos a los muertos. Hoy vemos que con el coronavirus está pasando lo mismo. Así, por ejemplo, en los Estados Unidos el presidente Donald Trump culpa a los inmigrantes sin papeles, e insiste en la necesidad de completar el muro en la frontera de México para protegerse, “más que nunca”, de los virus extranjeros.

En Colombia el Gobierno suma las dos respuestas. Por una parte, acusa a los venezolanos de ser los transmisores de la enfermedad –y por eso su partido, el Centro Democrático, se empeña absurdamente en que hay que negociar la colaboración sanitaria bilateral con el señor particular Juan Guaidó, y no con el efectivo gobierno de Nicolás Maduro–. Y, por otra, el propio presidente Iván Duque acude a las potencias celestiales: “Yo soy un hombre de fe”, dice en la televisión, entornando los ojos. Y explica que le ruega a un cuadro de la milagrosa Virgen de Chiquinquirá que tiene en su despacho, “que es patrona de Colombia y, créanme, nunca nos ha abandonado”, que “nos consagre (¿?) como sociedad, que consagre a nuestras familias, nuestros hijos, nuestros hermanos, nuestros abuelos” (¿y a nuestros padres no?), y que a él mismo “le dé salud para poder guiar los destinos de la nación”. Como lo viene haciendo cuando afirma, con mentiroso descaro, que “desde finales del año pasado el Gobierno nacional empezó a trabajar para enfrentar el coronavirus”. Es decir (qué visión), desde meses antes de que la peste comenzara en la China.

Himno nacional. Se interrumpen todos los programas de la televisión. El presidente Duque toma la palabra para anunciar que ha decretado el “estado de emergencia” con el objeto de proteger “a nuestros abuelitos, los que nos cuidaron cuando éramos niños”, encerrándolos –“con cariño, con afecto”– en sus casas por cárcel durante dos meses y medio (hasta el 31 de mayo), porque, dice, “yo también soy hijo y padre” y por eso habla en nombre “de la verdadera Colombia, resiliente, que siempre, ¡siempre!, sale adelante”.

Y se anuncia que el fiscal general de la nación, Francisco Barbosa, dejará de lado sus tareas para dedicarse a perseguir a los abuelitos que violen la retención domiciliaria. 

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