BARRANQUILLA SE PONE DE PIE
No nací en Barranquilla, como mucha gente cree, sino en las espléndidas tierras del Sinú, en el departamento de Córdoba, donde las garzas se comen las garrapatas del ganado en medio de las ciénagas, mientras los campesinos se mueren de hambre agobiados por la explotación y el olvido.
Pero hace mucho tiempo, cuando me echaron de la prensa de Bogotá y me impidieron ganarme el sustento con el único oficio que he tenido en mi vida, hubo una ciudad que me abrió sus puertas y su corazón. Barranquilla no sólo nos dio de comer a mi familia y a mí, sino que me dio también una nueva concepción de la vida y de la gente.
Desde aquellos tiempos inolvidables del diario El Heraldo, cuando amanecíamos haciendo el periódico y comiendo butifarras entre los borrachos alegres y las puticas tristes de la Calle Real y la Plaza de San Nicolás, siento por los barranquilleros el mismo amor incancelable que, se siente por la madre de uno.
Barranquilla es el único lugar de este mundo donde el caminante pasa frente a la puerta de una casa y le dicen que entre a compartir el caldo del almuerzo, porque siempre hay un plato de más y una cuchara lista para el que pueda llegar.
Desde entonces he venido sosteniendo la teoría científica según la cual todos los barranquilleros están condenados a morir de infarto, porque tienen un corazón que no les cabe en el cuerpo y que va de la cabeza a los pies. Son abiertos como las playas de Salgar y espontáneos como el hombre que vende agua de coco a grito herido en el Paseo Bolívar.
Barranquilla se lo merece todo. Menos la clase dirigente que tiene. En estos días la prensa de todo el país, la televisión, la radio han puesto por fin el dedo en la llaga en que habëa que ponerlo, la de los servicios públicos, y han descubierto ante el asombro de los colombianos que la cuarta ciudad del país no tiene agua que los niños se mueren de infección porque no recogen la basura, que las amas de casa, desesperadas y resueltas, secuestran en sus propias oficinas a los burócratas que han provocado la debacle.
Me atrevo á escribir sobre este asunto porque, como dice el clásico vallenato, "el que no conoce el tema sufre de engaño, pero yo, como lo conozco, soy muy gallo". Fui combatiente de aquella lucha a lo largo de centenares de crónicas, casi diarias, infatigables y conflictivas. Me amenazaron y hasta me agredieron los culpables. Pero cada mañana encontraba, parapetado en mi trinchera insobornable de El Heraldo, la voz de aliento de los directores del periódico y la palmada revitalizadora de los ciudadanos.
Fueron jornadas memorables pero ahora vengo a comprobar, para mi desazon, que aquella lucha cotidiana y titánica no sirvió absolutamente para nada. Los mismos parasitos de entonces que se trepan por la administración pública como las enredaderas de las buganvilias en las tapias de los pueblos, han acabado con las Empresas Públicas de Barranquilla a un precio demasiado alto: la ciudad que fue modelo para los acueductos de América Latina no tiene agua: la ciudad en la que cada noche no solo barrían las calles sino que las lavaban, como si fueran una reliquia. ve hoy con desconsuelo y con lágrimas que decenas de niños mueren cada mes, agobiados por la gastroenteritis y por las materias orgánicas que se descomponen bajo el sol, con promontorios de basuras convertidos en un verdadero nido de moscas y alimañas.
No hay delito que no se haya cometido en esas Empresas Públicas. Desde la negligencia hasta el robo. Desde la maldad humana hasta el saqueo. Todavía recuerdo, con espanto, la ocasión aquella en que los periodistas de El Heraldo descubrimos que unos concejales iban a la caja de esa entidad y cambiaban cheques personales suyos por el dinero que acababan de cancelar los usuarios. Y no tenían fondos. Ni se preocupaban por recogerlos. Ni nadie les cobraba porque eran señores de toda picardía. Y reían en las calles.
Hacían creer que compraban cloro o maquinarias o tubería. Pagaban el dinero al contratista recomendado. Las mercanc}as nunca llegaban. Y se metían en la noche, con la impunidad que garantiza el hecho de figurar en la nómina, a robarse el almacén.
Una clase política rapaz, voraz, insaciable, que buscaba votos como quien hace un saqueo, barriéndolo todo a su paso, destruyéndolo todo, devorándose el presupuesto y las conciencias, con la fuerza enloquecida de un huracán, convirtió a las Empresas Públicas en un botín. Las manos sucias entraron a saco en el erario de la ciudad. Y entonces. dando vueltas de remolino callejero, aquella basura humana dejó a Barranquilla sin agua sin servicio de aseo, en medio del lodazal y los desperdicios.
Hoy, diez años después, la crisis ha estallado. Los barranquilleros no aguantan más. Como me lo dice en una breve y desgarradora carta Lola Salcedo, una periodista mona y delgaducha que parece hecha de miel pero que en el fondo es una barra de acero. "llegó la hora, hermano mío, de ponerle el pecho a esta desgracia". Se oyen clamores por todas partes. Se recogen firmas en las calles inolvidables de "La Arenosa" para pedirle al gobierno que ya no más y que resuelva su problema.
Pero el gobierno guarda silencio como una ostra. Y los concejales de Barranquilla, los mismos que han puesto a la ciudad al borde de la barranca, dicen ahora, serios y sin que se les mueva un solo músculo de la cara, que van a hacer un debate sobre el tema. ¡Un debate! He aquí la vieja historia del diablo amasando hostias.
¿Qué es lo que espera el gobierno? ¿Que los barranquilleros se tomen a Barranquilla? ¿Que pase lo que pasó en El Bagre, o en San José del Guaviare, o en el Parque del Centenario de Cartagena?
Cuidado con eso. Mucho cuidado. Porque ese pueblo ha dicho basta. Y de pronto, como en el verso de Darío.
se vuelve lobo malo de repente.
pero siempre mejor
que esa mala gente...