OPINIÓN

¿Y de Venezuela qué?

Al general Noriega no le pagaron los sueldos de agente de la CIA y le confiscaron sus cuentas en Estados Unidos para que no tuviera con qué pagar sus abogados.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
3 de junio de 2017

Se escandaliza y se indigna el senador norteamericano John McCain ante los que considera intolerables abusos de la China. Dice así:
“A medida que se vuelve más rica y más fuerte, (la China) actúa más y más como un matón. Se niega a abrir su economía para que compitan equitativamente las empresas extranjeras. Roba la propiedad intelectual de otros.

Hace vastos reclamos territoriales que no están basados en las leyes internacionales. Y usa el comercio y la inversión como herramientas para someter a sus vecinos…”.

Parece como si McCain estuviera describiendo al pie de la letra lo que ha sido históricamente el comportamiento internacional de los Estados Unidos. Su bicentenario proteccionismo agrícola e industrial; sus desiguales tratados leoninos llamados “de libre comercio”; su pretensión de patentar, como si fueran inventos de sus científicos, bejucos silvestres amazónicos y alacranes salvajes saharianos; su anexión militar de medio México; su matonesca “diplomacia del dólar”. Para citar únicamente y en su orden ejemplos paralelos a los que propone el senador. Aunque la China nunca ha llegado, al menos por ahora, a los extremos de agresión alcanzados rutinariamente por el imperialismo norteamericano en sus dos siglos de existencia. Nunca, por ejemplo, ha invadido a los Estados Unidos para obligarlos a permitir el tráfico de drogas, tal como los Estados Unidos lo hicieron al respaldar con buques y tropas a la Gran Bretaña en sus guerras del Opio contra la China, justificadas –según dijo John Quincy Adams, senador norteamericano que había sido presidente: una especie de antecesor del propio McCain, senador y excandidato a la Presidencia–, porque la terca China pagana de los emperadores Qing se negaba a cumplir el mandamiento cristiano de amar al prójimo abriéndose de piernas al libre comercio que la British Navy estaba imponiendo a cañonazos en los mares del mundo. Los emperadores Qing se empecinaban en una anticristiana cerrazón de mercado, igual a la que McCain les critica a los gobernantes chinos de hoy; e idéntica al proteccionismo industrial y comercial que los norteamericanos han practicado desde el siglo XVIII: desde que empezaron a tener industria y comercio.

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El senador McCain, que en su juventud bombardeó Vietnam desde su avión de guerra por motivos parecidos a los que hoy lo irritan de la China –porque los vietnamitas se empeñaban en regirse por su propia voluntad en vez de someterse con docilidad al orden imperial de los Estados Unidos –, parece no conocer la historia de su país. Ni recordar tampoco su propia biografía: a lo mejor cree que fue prisionero de guerra en Hanói porque Vietnam había atacado a los Estados Unidos, y no porque los Estados Unidos habían atacado a Vietnam, como en los últimos 200 años han atacado a un centenar de naciones sin haber sido nunca atacados por ninguna.

Pero bueno: lo que diga un senador de los Estados Unidos no tiene por qué ceñirse a la verdad histórica: basta con que se ciña a la ficción patriótica. Lo que en un politiquero puede ser visto y disculpado (o condenado) como patrioterismo, o como cinismo, en un politólogo es inexcusable ceguera. Por eso más me ha extrañado en estos días lo que escribe en El Tiempo la politóloga Sandra Borda sobre el comportamiento de los gobiernos norteamericanos, a propósito de la muerte en la cárcel del exdictador panameño Manuel Antonio Noriega, mercenario al servicio de los Estados Unidos derrocado hace 28 años por una invasión militar norteamericana. Sucedió que Noriega, agente a sueldo de la CIA que acababa de recibir una condecoración del saliente director de la CIA George H.W. Bush, fue declarado narcotraficante enemigo de los Estados Unidos por el entrante presidente George H.W. Bush. Para capturarlo los Estados Unidos lanzaron una operación de ocupación terrestre y un bombardeo aéreo que dejaron varios miles de muertos panameños: nunca se supo cuántos. Ningún muerto de la fuerza invasora, porque no hubo defensa alguna. Y al pobre general Noriega –corrijo: muy rico general– no le pagaron los sueldos atrasados de agente de la CIA y le confiscaron sus cuentas bancarias en los Estados Unidos para que no tuviera con qué pagar abogados ante los tribunales norteamericanos que lo juzgaron y lo condenaron a cadena perpetua por narcotráfico. Pasó el resto de su vida preso. Murió preso.

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Y opina Sandra Borda, comentando el caso tantos años después, que eso hoy ya no podría ocurrir. Porque hoy “el respeto a la soberanía y al derecho a la no intervención se ha asentado en esta área del mundo (y) a nadie se le ocurriría que una forma adecuada y eficiente de resolver (los problemas) sea una invasión militar estadounidense”.

¿A nadie? En los años recientes se les ha ocurrido a media docena de presidentes de los Estados Unidos. A Bush padre, que después de su exhibición de fuerza en Panamá invadió Irak,… a Bill Clinton, que bombardeó Somalia y varios fragmentos de la disuelta Yugoslavia.… a Bush hijo, que invadió Afganistán y nuevamente Irak… a Barack Obama, que mantuvo las intervenciones militares en todos los países invadidos por sus predecesores y usó la nueva tecnología de los drones para matar enemigos sin necesidad de invadir. Y a Donald Trump, que se ganó la admiración del mundo con su voleada de cohetes a Siria. Desde lo de Panamá los Estados Unidos han intervenido militarmente en Yugoslavia, Irak, Afganistán, Irak otra vez, Libia, Sudán, Yemen, Siria. ¿No son casos suficientemente demostrativos para los politólogos? Claro está que la experiencia muestra que no son soluciones ni adecuadas ni eficientes. Pero son las que los sucesivos presidentes de los Estados Unidos han puesto en obra para resolver los problemas.
Así que a todo esto no sobra la pregunta: ¿Y del problema de Venezuela qué?

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