OPINIÓN
Capital de salud y la posverdad (II parte)
La dificultad se revela cuando se utiliza la posverdad para impulsar reformas sociales.
Por: Fernando Ruiz
Mientras los gobiernos, por años, han invertido recursos para sustentar sus decisiones sobre estudios y cifras, para el gobierno actual eso no parece tener mayor importancia. Relevancia que, sin duda, conceden al uso estratégico de la posverdad. La Real Academia de la Lengua la define como “la distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones, con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.
Esta es una característica común en la mayor parte de los funcionarios del presente Gobierno. Aquellos que por su formación y recorrido político no adhirieron a esas formas, ya no hacen parte del Ejecutivo. Hoy tenemos un Gobierno donde la doxa tiende a ser la norma y el Twitter es la herramienta básica de comunicación: instrumentos por excelencia de la postmodernidad. Los funcionarios huyen a los escenarios técnicos porque quedan muy expuestos. Su racional les indica que pueden ser mucho más efectivos lanzando consignas, que argumentos o evidencias.
Esto plantea dos problemas: el primero es que, para tener la capacidad suficiente de interlocución y convencimiento para lanzar posverdades, se requiere creer en lo que se dice. De otra forma el ejercicio sería terriblemente agotador. Por ello, se recurre a un dogmatismo extremo, donde el dogma se convierte en la fuente de esas nuevas y débiles certezas. El segundo, es que para que los mensajes sean efectivos, es decir que la opinión pública los asuma como ciertos, es necesario repetirlos muchas, muchas veces. Es el mensaje el que moldea la realidad.
La dificultad se revela cuando se utiliza la posverdad para impulsar reformas sociales. Este ha sido el caso de la actual reforma a la salud: es muy peligroso para una sociedad aceptar cambios extremos como el propuesto por el Gobierno, sobre la base de la muy dudosa y tergiversada evidencia que justifica la reforma. Peor aún, los gravísimos efectos sobre la población de un modelo que no ha sido probado en ninguna parte, diferente a las mentes de los radicales activistas que los impulsan.
Pareció delirante escuchar, la semana pasada en el foro de salud de la Andi, al actual director de la ADRES, expresar con la mayor tranquilidad que el sistema de salud aumentó las inequidades entre la población colombiana. Desafortunadamente no hubo la oportunidad de contra argumentarle sus falacias y creo que ahora está en duda su presencia en un foro académico de la Universidad Externado.
El sistema de salud actual, como lo expresan decenas de investigaciones nacionales e internacionales, ha sido el mayor generador de equidad, gracias al tremendo efecto en acceso a seguros y servicios de los más pobres; así como los efectos indudables en protección financiera de las familias colombianas. El inconveniente que tiene es que es demasiado frágil y extremadamente sensible a la financiación. Cualquier contingencia puede llevarlo muy rápidamente a una crisis sistémica.
Pero el director de la ADRES, literalmente, vive en otro mundo. Un mundo que ya pasó y vivió como funcionario del viejo e inequitativo Instituto de Seguros Sociales (ISS) pero que ya convenientemente no lo recuerda. Ni los años de trabajo en República Dominicana vendiendo el modelo colombiano: ¡sí el de la Ley 100!, tampoco que la organización que dirigió fue socia de una EPS: sí una EPS de ese país. Esto es una muestra donde las verdades y el pragmatismo imperan afuera, pero las posverdades dominan en casa.
Ahora bien, cuando el presidente Petro plantea una reforma que aplica igual para el Chocó, el Putumayo, Usaquén, Chapinero, o los barrios populares de las ciudades, en realidad está poniendo en riesgo todo el capital de salud de la población. De antemano niega que más de 45 millones de colombianos tienen un capital de salud, gracias a la adecuada gestión de riesgos del actual sistema.
¿Por qué no deja el sistema actual tal como está y plantea una reforma que resuelva los problemas de los 6 millones de personas, aproximadamente, que tienen deficiencias en el acceso a salud? ¿Por qué no se quiere entender que más que problemas del sistema de salud lo que afecta a esas poblaciones son los determinantes sociales que se deben intervenir desde otros sectores, el medioambiente, los servicios públicos, la educación, el empleo formal?
El presidente es esclavo de una circunstancia: se dejó convencer de unos pocos fundamentalistas que era conveniente iniciar las reformas sociales con una radical reforma de salud, privilegiando la posverdad sobre la verdad. Gracias a ese error político, el gobierno terminó perdiendo la coalición que le permitiría aprobar las demás reformas, varias más urgentes que la de salud, y también terminó perdiendo, en la calle, parte muy importante de su gobernabilidad.
Los próximos días, antes de la siguiente legislatura, serán irremediablemente los días de la verdad. El texto actual de la reforma de salud es un completo galimatías imposible de arreglar. No obstante, podría ser la oportunidad para un acto de grandeza del presidente. Muchos estaríamos dispuestos a una nueva hoja de ruta para una reforma que sigue siendo necesaria.