OPINIÓN

Un insensato

Con una cúpula militar guerrerista, un subpresidente ausente (“¿De qué me hablas, viejo?”) y un suprapresidente tan enredado por las turbiedades de su pasado –de presidente de Colombia, de gobernador de Antioquia, de hermano de Santiago–, la salida más fácil para las gónadas exaltadas del nuevo ministro es la huida hacia delante: la guerra.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
16 de noviembre de 2019

Pasamos de un inepto a un demente. El ministro de Defensa Botero era un inepto. Y bajo su desordenado mando, o “a sus espaldas” y por instrucciones venidas de más alto, el ejército colombiano volvió a las andadas: a los falsos positivos. “Este no va a seguir siendo un ejército de hablar inglés –anunció un general tropero–, ni de protocolos ni de derechos humanos: acá lo que toca es dar bajas”. Y así fue. Pero cayó Botero por inepto, es decir, por ser incapaz de defender o al menos disculpar o aun explicar coherentemente las barbaridades cometidas por las docenas de generales y los 250.000 hombres en teoría bajo su autoridad en su búsqueda de bajas. Y ahora viene a sustituirlo Carlos Holmes Trujillo, que es un demente.

No lo era. Parecía un tipo serio, además de cordial. Seguía la moda hípster: bufanda anudada al cuello. Hablaba japonés. Pero se le desató dentro del alma la frenética ambición presidencial, auspiciada por la frívola designación que le hizo el expresidente Uribe como uno de los huevitos presidenciables del Centro Democrático (en compañía del hoy inútil presidente Duque, el delirante abogado Nieto Loaiza, la enloquecida senadora Paloma Valencia y el manzanillo expresidiario Ramos). Dejado a un lado en la pugna intrauribista, pero habiendo recibido el premio de consolación de la Cancillería, Carlos Holmes procedió a multiplicar los enemigos diplomáticos de Colombia. A la Venezuela dictatorial y corrupta de Nicolás Maduro, a quien quiso derrocar con un concierto de Carlos Vives, Maluma y el Puma, y cinco camiones cargados de cosas de comer donados por los Estados Unidos, le sumó la Cuba del poscastrismo mediante la exigencia de la entrega de los negociadores de la guerrilla del ELN enviados a la isla por el Estado colombiano y bajo su protección; y de pasada y de rebote también la pacifista Noruega, a la que pretendió embarcar en su acto de perfidia contra Cuba. Siempre creyéndose respaldado por los Estados Unidos de Donald Trump: como si alguien sensato pudiera tener confianza en semejante payaso traidor, emborrachado de sí mismo. Pero es que, como dije más arriba, con su elevación a la gloria de los elegidos del uribismo Trujillo perdió todo asomo de sensatez y de cordura.

Ahora su nombramiento como ministro de Guerra puede llevarlo a la guerra. Llevarlo no: llevarnos. Llevarnos a una guerra internacional contra Venezuela como carne de cañón de una posible intervención armada norteamericana, predecesora, como es lo habitual, de los negocios de la reconstrucción de los países destruidos. Y devolvernos a la guerra interior que en un instante de ilusión colectiva pareció haber quedado atrás. La ineptitud pasiva del ahora exministro Botero le permitía pasar entre las balas y los asesinatos como el cegato Mister Magoo de las tiras cómicas, simplemente dejando que las matanzas y los bombardeos sucedieran sin que él se diera cuenta. Pero el activismo del nuevo ministro Trujillo, que está convencido –tal vez con razón– de que su pasión por la guerra gusta entre los colombianos, es mucho más peligroso. Con una cúpula militar guerrerista, un subpresidente ausente (“¿De qué me hablas, viejo?”) y un suprapresidente tan enredado por las turbiedades de su pasado –de presidente de Colombia, de gobernador de Antioquia, de hermano de Santiago–, la salida más fácil para las gónadas exaltadas del nuevo ministro es la huida hacia delante: la guerra.

Se preguntaban los juristas romanos, “cui prodest?”, a quién beneficia el crimen, que es la guerra en este caso. A mucha gente, por supuesto, tanto de las bandas del narcotráfico y de la minería ilegal como a los terratenientes despojadores de tierras, y a los políticos socios y nostálgicos del paramilitarismo. A cuya cabeza se encuentra el senador Uribe Vélez, a quien la justicia lleva años pisándole los talones sin llegar nunca a alcanzarlo. Contra él hay 186 denuncias penales y civiles, de las cuales 56 siguen abiertas, aunque estancadas, ante la Comisión de Acusación de la Cámara de Representantes, y 28 ante la Corte Suprema, de las cuales solo una ha podido sortear las dilaciones leguleyas hasta llegar al punto del llamamiento a indagatoria, que ocurrió hace pocos días. Su situación es tan delicada que hasta sus abogados presentables (pues no todos lo son), Jaime Granados y Jaime Lombana, han llegado a sugerir que en vez de enviarlo a la cárcel sería más respetuoso con su dignidad expresidencial ponerle un grillete electrónico en el tobillo, para que no se escape.

Pero ¿cómo podrá entonces el pobre Uribe montar a caballo?

¿Pobre Uribe? No: se lo ha ganado a pulso.

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