OPINIÓN
Cascada legislativa presidencial
La democracia es un delicado equilibrio que exige contención por parte del ejecutivo para evitar recorrer el camino al autoritarismo. La cascada de decretos presidenciales horadó los presupuestos básicos del principio democrático.
La declaratoria del Estado de Emergencia para afrontar la pandemia confiere al poder ejecutivo atribuciones temporales excepcionales para expedir decretos con fuerza de ley. Dichos decretos están limitados “exclusivamente a conjurar la crisis y a impedir la extensión de sus efectos.” Durante los treinta días calendarios de su duración, el Gobierno nacional expidió 73 decretos ley, 33 decretos ordinarios y al menos 94 resoluciones y circulares relacionados con la emergencia. Esta superproducción normativa suscita muchas prevenciones sobre la calidad de nuestra democracia.
Una primera preocupación tiene que ver con la vulneración de la separación de poderes y la hipertrofia del poder presidencial. La entrega de poderes excepcionales para desafíos excepcionales es consistente con la democracia, en la medida en que se extremen los controles. Aquí, por el contrario, se relajaron. El Congreso se enredó en si podía o no sesionar mediante mecanismos virtuales y el Consejo Superior de la Judicatura suspendió los términos judiciales, quedando los ciudadanos sin dónde acudir para presentar sus acciones. La Corte Constitucional, que tiene a su cargo el control automático de los decretos de emergencia, reaccionó y restituyó los términos en materia constitucional y el Congreso al fin se reunió virtualmente, ambos tardíamente, quedando los controles y contrapesos constitucionales a la deriva durante el estado excepcional.
La segunda preocupación tiene que ver con la vocación de permanencia de los decretos de emergencia. En las materias de iniciativa del ejecutivo, el Congreso contará con solo un año para derogarlos o modificarlos. Si en una legislatura el Congreso con suerte aprueba medio centenar de leyes, el tiempo va a escasear para considerar el elevado número de normas adoptadas. Muchas de ellas venían siendo impulsadas por sectores interesados antes de la emergencia y ahora aparecieron con la justificación, que deberá examinarse, de conjurar la crisis sobreviniente. Tal es el caso del traslado de los pensionados de salario mínimo de los fondos privados a Colpensiones con lo que se encubrirían las falencias estructurales del sistema de ahorro privado en pensiones.
Una tercera preocupación es la de los derechos humanos. El decreto ley 538 sobre acceso y continuidad de la prestación de los servicios de salud, en su artículo 9º, prescribe que “todo talento humano en salud en ejercicio o formación podrá ser llamado a prestar sus servicios,” pero de manera obligatoria. Hasta la fecha, lo que ha visto el país es un personal de la salud dispuesto hasta el máximo sacrificio, con un elevado de contagiados a la fecha. Algunos han ejercido presión para que les paguen sueldos atrasados para solventar el confinamiento. Dicha disposición no se aviene a la dignidad del cuerpo médico y asistencial, ni a su derecho a devengar salario, ni a la prohibición constitucional del trabajo forzoso. Tampoco es pacífica la generalización de un aplicativo de salud sin hacer claridad sobre el manejo de la privacidad y sin establecer la prohibición de la utilización de la información recabada para la vigilancia y control oficial a futuro. También atenta contra la privacidad, el levantamiento generalizado de la reserva bancaria con motivo de los listados del ingreso solidario (Decreto 518).
Finalmente, la emergencia ha dejado al descubierto las enormes facultades del ejecutivo para dictar normas en tiempos normales. Tal es el caso de los decretos ordinarios de orden público que establecieron el confinamiento obligatorio (decretos 457, 531 y 536), prohibieron las exportaciones de artículos de salud (decreto 462) y ordenaron a gobernadores y alcaldes a coordinar sus actos y órdenes sobre la emergencia, de manera injustificable, con la fuerza pública del lugar (Decreto 418). Esta última disposición va en contravía de la autonomía de las autoridades territoriales conferida por la Constitución y, desde luego, de la separación de poderes. Ningún decreto ordinario, ni siquiera uno con fuerza de ley, puede supeditar las atribuciones de alcaldes y gobernadores al visto bueno previo de los comandantes de la policía y del ejército de su jurisdicción.
La democracia es un delicado equilibrio que exige contención por parte del ejecutivo para evitar recorrer el camino al autoritarismo. La cascada de decretos presidenciales horadó los presupuestos básicos del principio democrático.