OPINIÓN

Que Apulo sirva de impulso contra el volteo de tierras

Esta semana, por petición de la Fiscalía, un juez de Apulo, Cundinamarca, ordenó suspender la venta de casas del proyecto ‘Riverside Condominium Club’, ubicado en ese municipio, así como suspender los efectos de la licencia que permitía dividir el predio en 186 lotes para casas.

Carlos Fernando Galán, Carlos Fernando Galán
2 de agosto de 2018

Este no es un caso cualquiera en medio de las investigaciones relacionadas con el fenómeno conocido como “volteo de tierras”. Se trata de un caso emblemático pues en él confluyen varios de los problemas relacionados con la corrupción vinculada con la manipulación del uso del suelo.

La historia de este caso empieza en el año 2012 cuando Álvaro Rozo, el conocido exalcalde de Mosquera, compró un predio de 76.099 metros cuadrados localizado en la zona llamada La Vega del Peñón en el municipio de Apulo, por 500 millones de pesos. Según el Acuerdo 8 de 2000, el POT vigente de Apulo, el predio es de uso “rural de vocación agrícola mecanizado o intensivo”. Sumado a esto, de acuerdo con una certificación de la Alcaldía, el predio “comprende suelos de alta capacidad agrológica” y, a pesar de tener como uno de los posibles usos condicionados el de un eventual “centro vacacional”, está completamente prohibido el loteo con fines de construcción de vivienda.

Sin embargo, los planes de Rozo para este predio eran otros. El 29 de diciembre de 2015, es decir 3 días antes de que terminara su periodo, William Roberto Forero, entonces alcalde de Apulo, expidió una licencia de urbanismo en la modalidad de “centro vacacional”. Poco más de 10 meses después, el 19 de noviembre de 2016, Rozo, quien en ese momento era el representante legal de la Comercializadora Agropecuaria Guzerat SAS, invitó a la presentación del proyecto. Se trataba, según vieron en la presentación los asistentes al evento, de un condominio de casas en lotes individuales con terrenos de 1.000 a 2.500 metros cuadrados, cada uno con piscina y  parqueaderos privados, entre otras características. Todo esto llevó el proyecto a tener un precio de venta total cercano a los 100 mil millones de pesos.

En resumidas cuentas: (1) se trata de un condominio de viviendas de lujo desarrollado en un predio que no permite subdivisiones para viviendas, es decir la licencia es ilegal; (2) se permitió la construcción de viviendas en un predio que por su vocación agrológica debería preservarse; (3) a pesar del mayor valor que tiene el predio gracias a las decisiones de la Alcaldía no se generó participación en plusvalía pues hicieron todas las maromas para que avanzara el proyecto sin cambiar el uso del suelo; (4) Y finalmente, un tema que no es menor es el de los actores que están involucrados; Álvaro Rozo, el exalcalde que en 2006 modificó el POT de Mosquera en lo relativo a los predios de la Zona Franca de Occidente (ZFO),  en 2007 aumentó el índice de ocupación de esos predios y en 2007, también, expidió el plan parcial para el desarrollo de la ZFO. Y la encargada de la comercialización del proyecto era su hija, Yenny Rozo, que hizo parte de la lista del Centro Democrático al Senado en las pasadas elecciones de marzo y quien asumirá una curul si Uribe finalmente renuncia u otro miembro de esa bancada sale del Congreso.

Resulta entonces esperanzador que la justicia avance en un caso emblemático como este. La corrupción asociada al volteo de tierras, en todas sus derivaciones, es una plaga que, por una parte, produce más enriquecimiento ilícito que el narcotráfico y, por otra, genera un crecimiento insostenible de las zonas urbanas del país. Por cuenta de muchos alcaldes, constructores, funcionarios de autoridades ambientales y dueños de tierras se está permitiendo un desarrollo arbitrario, que permite la ocupación de zonas que deberían ser protegidas por su valor ambiental y lleva a millones de colombianos a comprar vivienda en desarrollos en los que no tienen acceso a servicios básicos y quedan condenados a vivir muy lejos de su lugar de trabajo. Ese desarrollo no responde a criterios de planeación, que tengan el concepto de calidad de vida de la población como principio rector, sino a la ley del más vivo, o del más corrupto, que logra desviar las decisiones del Estado para favorecerse obteniendo un uso más rentable de su tierra, sin importar donde esté localizada y sin pagar lo que debería pagar.

Tal vez esta corrupción, a ojos de muchos colombianos, no parece ser tan grave como los casos de manipulación de licitaciones de infraestructura o de contratos de alimentación escolar. No parece indignar tanto como los casos en los que se roban desembolsos directos de recursos públicos. A raíz de las denuncias que vengo haciendo desde hace dos años, varias personas me han dicho cosas como: “¿Cuál es la alharaca? Si lo que tienen los propietarios de esas tierras -a las que les cambian el uso del suelo por uno más lucrativo- es suerte”, “no se oponga a los negocios inmobiliarios”, “¿Cuál es el problema con quienes tienen plata y suerte”.   

Muchos creen que en esos casos no hay recursos públicos involucrados. Y lo que hay es billones de pesos de todos los colombianos. Billones de pesos que se pierden o, más bien, que tenemos que pagar los demás colombianos pues los dueños de la tierra concentran la riqueza que generan esas decisiones administrativas de planeación (sin que el dueño haya invertido un peso en el terreno) pero se recuestan en los demás habitantes del municipio para que paguen los costos que generan esas mismas decisiones.

Para poner algunos ejemplos: cuando se autoriza en zona de uso agrícola la construcción de un parque industrial el predio pasa de avaluarse en hectáreas a avaluarse en metros cuadrados. El valor del mismo puede multiplicarse por 10, 20, 50 o más veces. Ese predio generará un impacto urbano en el municipio que incluye más tráfico, más demanda de bienes y servicios públicos. Sin embargo, quienes terminan pagando las obras que se requieren para satisfacer esa mayor demanda no son los dueños del predio sino todo el municipio, como ocurrió en Funza. Así sucede también cuando un predio en Mosquera pasa de ser rural a industrial para zona franca y paga una cifra irrisoria de plusvalía.  Hay decenas de desarrollos en la Sabana de Bogotá en los que los dueños de la tierra logran, con maromas ilegales, desarrollar sus terrenos para viviendas pero no tienen garantizado el acceso a lo más básico: agua potable. Pero el menú de problemas es más amplio: también faltan vías, andenes, parques, acceso a equipamientos de salud, de educación, servicio de transporte público.

Que el caso de Apulo sea un nuevo impulso en las investigaciones por el llamado volteo de tierras. Tanto Fiscalía como Procuraduría tienen decenas de casos bajo investigación. Ya se han conocido los primeros avances pero las dimensiones del fenómeno requieren que este impulso no se frene y que, sin importar quién o quiénes estén involucrados, se sancione a los responsables.

También es hora de dar un debate sobre las debilidades de la Ley 388 y cómo podemos lograr que todos los procesos de cambios de uso de suelo, expedición de licencias, expedición de planes parciales, participación en plusvalía, entre otros temas,  tengan una vigilancia más eficaz, no solo de los órganos de control sino también, y sobre todo, de la ciudadanía. Qué hacemos para que las herramientas de ordenamiento territorial no sean vistas como una herramienta de corto plazo, aisladas de un análisis regional. No puede ser que un alcalde sea un especie de emperador en su territorio y no tenga en cuenta los impactos que sus decisiones, y las decisiones de su municipio, tienen sobre todo el territorio que lo rodea.

De estas investigaciones y de esos debates depende que nuestros municipios y nuestras ciudades crezcan de manera ordenada y sostenible, es decir, depende cómo van a vivir las nuevas generaciones de colombianos.





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