OPINIÓN

Bicentenario

Sentado en primera fila de la celebración, condecorado y feliz, aunque sin abusar, el jefe del Comando Sur de los Estados Unidos. Feliz independencia.

Antonio Caballero, Antonio Caballero
11 de agosto de 2019

“Me ruborizo al decirlo: la independencia es el único bien que hemos adquirido, a costa de todos los demás”. Simón Bolívar ante el Congreso, 1830.

Era, nos dijo por la televisión la voz engolada del locutor militar, una “alegoría al Ejército”. ¿Alegoría? Y, ah, esa pasión por sustituir por “a” todas las demás preposiciones de la lengua castellana, como en “rock al parque”. Esta conmemoración –y el presidente Duque nos anunció que vendrían muchas más durante todo su cuatrenio– fue una desvergonzada pantomima de humillación ante el Ejército. A continuación vendría la lluvia de condecoraciones con doscientos años de retraso: a las banderas de los batallones y, uno por uno, a todos los generales de la cúpula militar, encabezados por Nicacio Martínez, el comandante del Ejército sospechoso de falsos positivos.

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Bueno: también hace doscientos años el general patriota Santander había mandado fusilar a todos los realistas vencidos y prisioneros en ese puente de Boyacá.

Tambores y trompetas.

Y luego, los discursos.

El del gobernador de Boyacá, vestido de ostentosa ruana patriótica: “Gracias al Dios de los Ejércitos por permitirnos ser el gobernador: ¡Viva Boyacá!”. El de la vicepresidenta Marta Lucía Ramírez, que en vez de a Dios le dio las gracias a su marido y después, uno por uno, también al presidente, a su señora, a su mamá, a su hermano, a los generales, a sus esposas, a los gobernadores y a sus esposas y aun a sus hijos no nacidos, al alcalde de Bogotá con una medalla al cuello (¿por qué?). Al de Tunja, al de Ventaquemada, al almirante del Comando Sur de los Estados Unidos (¿por qué?) y a su esposa. Y a los ministros del gobierno, y a los arzobispos y obispos, y al registrador nacional, y al presidente de la SAC (¿?), y “a las palenqueras y los gitanos que hoy nos acompañan”, y “a nuestros héroes” (otra vez los militares), y, una vez más, “en especial a mi esposo, a mi hija y a mi yerno”, por habernos librado de “las cadenas del yugo colonial”. Mucho uso de las palabras “histórico”, “icónico” y “emblemático”. Y “¡gracias, presidente, por su compromiso y su liderazgo!”.

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En el fondo, el melancólico paisaje de colinas, pardo y gris, del puente de Boyacá.

Y finalmente (¿o todavía no?) el presidente Iván Duque. A gritos, como suele. Los saludos. A la vicepresidenta, a su esposo, a su padre, a su familia, a los gobernadores y alcaldes y a sus esposas, al registrador, al procurador, “a los héroes de la patria aquí presentes” (aunque disfrazados de soldaditos españoles de opereta de hace dos siglos, de rojo y azul, con triples botones de oro), y “a mi madre, a mi querida esposa, a mi hermano Andrés…”, a los “centauros indomables”, a las “madres heroínas”, a la mujer colombiana en general, a los hermanos venezolanos, a “esa misma ciudadanía llena de alborozo que no tuvo ningún reparo para doblegar la tiranía”, al ADN de nuestra sociedad… “¡Somos más colombianos que nunca!”, clamó Duque, saludando “lo grande que es nuestra gente” con el curioso argumento aritmético de que “hemos transitado de un millón doscientos mil en 1825 a una nación de 48 millones de colombianos”.

Sentado en primera fila de la celebración, condecorado y feliz, aunque sin abusar, el jefe del Comando Sur de los Estados Unidos. Feliz independencia.

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