José Domingo Sagüés R

OPINIÓN

Chile: confianzas, diálogo y desafíos frente al proceso constituyente

Chile es un país sabio y respetuoso de los cauces institucionales. Ese fue uno de los grandes aprendizajes desde la recuperación de la democracia.

5 de mayo de 2021

En menos de dos semanas, en Chile se elegirá a los 155 ciudadanos que asumirán uno de los desafíos políticos más relevantes desde el retorno a la democracia: redactar la nueva Constitución del país. Y Latinoamérica mira con atención cómo se desenvuelve este proceso. Claro, somos parte del mismo barrio y lo que ocurre a un vecino, sin duda, afecta de una u otra forma al vecindario entero.

A modo de recordatorio sobre cómo Chile recaló en la necesidad de cambiar la carta magna: una explosión social en octubre de 2019 que desembocó en un amplio acuerdo político donde se delineó una hoja de ruta, cuyo procedimiento inobjetablemente democrático, dentro de la línea de tiempo y las etapas definidas en el marco de ese acuerdo, tiene al país a días de la elección de los miembros del órgano redactor.

Desde una perspectiva regional, Chile puede sumarse al cuadro de honor de países latinoamericanos que han llevado adelante procesos constituyentes ejemplares, como fue el caso de Colombia en 1991. Humberto de la Calle captura la esencia del periplo colombiano al afirmar que hubo un “enorme esfuerzo de búsqueda de consensos hasta en los temas más difíciles”.

Ahora bien, ¿por qué este proceso constituyente es una oportunidad para construir un país mejor?

En primer lugar, el origen de la actual Constitución, escrita durante la dictadura militar, ya es motivo para, al menos, discutir y tener reservas respecto de su legitimidad. A pesar de las más de cincuenta reformas constitucionales aplicadas desde el retorno a la democracia, la actual Carta Fundamental no ha logrado quitarse la etiqueta y el valor simbólico asociado al momento en que fue escrita.

No hay mejor garantía de que las reglas de la casa común serán respetadas, en la medida que sus habitantes las sientan como propias. En el plebiscito de noviembre, el 79 % de los votantes dijeron fuerte y claro que querían otra Constitución.

En segundo lugar, porque en el órgano constituyente habrá paridad de género. Esta medida es fundamental por cuanto se hace cargo de la baja participación política y social de las mujeres, no por opción propia, sino porque invariablemente han sido apartadas de las instancias decisorias. Frente a la desigualdad de género, esta condicionante es clave para avanzar hacia una democracia paritaria.

No sobra decir que será la primera Constitución del mundo cuyo cuerpo responsable de su redacción estará conformado de manera igualitaria por mujeres y hombres. No cabe duda de que se sienta un precedente para los procesos constituyentes venideros en otras latitudes.

En tercer lugar, se reservarán 17 escaños para los diez pueblos indígenas reconocidos por el Estado. Es un logro histórico, también, porque, por primera vez en la historia institucional de Chile, habrá una real representación de la pluriculturalidad del país.

En cuarto lugar, porque el diálogo transcurrirá bajo la sombra de una verdad irrefutable: Chile es un país desigual.

El reporte Society at a Glance 2019, elaborado por la Ocde, posiciona a Chile como la segunda nación más desigual entre sus países miembros, y constata que “el ingreso promedio del 10 % más rico de la población chilena es 19 veces mayor que el ingreso del 10 % más pobre, en comparación con el promedio de 9,3 en todos los países de la Ocde”.

En el caso de Chile, diversos estudios plantean que el distanciamiento entre élites y ciudadanía es un rasgo estructural de nuestra sociedad -que se explica, en gran medida, precisamente por los elevados niveles de desigualdad-, de todas formas, hay consenso de que es una nación brutalmente inequitativa.

La ventaja del transversal consenso respecto de aquella realidad contribuirá a elaborar una carta magna encaminada a fijar un marco normativo que se haga cargo de ese desequilibrio.

En quinto y último lugar, este proceso es una oportunidad única para reconstruir las confianzas entre ciudadanía e institucionalidad. Una relación armoniosa entre ambas esferas es clave para una sana convivencia y, tal como sucede en otros países de Latinoamérica, en Chile aquel vínculo se fracturó mucho antes de la explosión social de 2019.

El Estudio Nacional de Opinión Pública, elaborado por el prestigioso Centro de Estudios Públicos (CEP), constata, a modo de ejemplo, que la confianza en los partidos políticos es de apenas un 2 %; en la empresa privada alcanza el 14%, y en los sindicatos, un 22 %.

Para un país que se precie de su estabilidad, esta abrumadora distancia entre élites gobernantes y personas de a pie no es soportable ni sostenible en el tiempo. Esa brecha sí es un problema, pues la orfandad ciudadana ante liderazgos es tierra fértil para planteamientos integristas cuya esencia es derechamente peligrosa para avanzar hacia sociedades plenas y armónicas.

Chile es un país sabio y respetuoso de los cauces institucionales. Ese fue uno de los grandes aprendizajes desde la recuperación de la democracia.

Ahora, ¿es la redacción de una nueva Constitución la solución a todos los problemas de un país? No. ¿Es un proceso constituyente como el que lleva adelante Chile una fórmula para otras naciones que experimentan un fenómeno como el chileno respecto del brutal distanciamiento entre las élites y la ciudadanía? Quizás sí, quizás no. Aun cuando es importante mirar lo que pasa en otros países y conocer sus experiencias, cada nación es un mundo en sí mismo y las decisiones deben basarse en su realidad, que es única.

Las sociedades son dinámicas y los desafíos son inagotables. Sin embargo, para encarar muchos de ellos de manera correcta, la cancha sobre la que se abordarán -en este caso, la carta magna- debe, además de concebirse como legitimada a ojos de las personas, responder al Chile actual y del futuro.

Estamos ad portas de comenzar un proceso del que solo saldrán buenas cosas. Las chilenas y chilenos quieren hablar, tienen mucho que decir y no hay mejor catalizador de ese ímpetu que el camino que comienza en dos semanas.

Administrar tantas y tan diversas voces será inequívocamente engorroso. No obstante, en Chile se respetan los cauces institucionales y, tal como ocurrió en el proceso constitucional colombiano, no cabe duda de que prevalecerá la generosidad de las y los constituyentes por alcanzar marcos de entendimiento que respondan al Chile presente y del futuro.

Allí la discusión respecto de si el rol del Estado debe ser subsidiario o solidario, los derechos y deberes ciudadanos, entre otras materias que definitivamente, a 41 años de escrita la actual Constitución, indiferente al resultado, se deben debatir.

Es momento de embarcarse en tiempos de diálogo franco para, desde las legítimas diferencias, acordar y construir el tipo de país que queremos habitar. Es momento de romper con la conocida y repetida historia de que todo cambie para que nada cambie.